POR ANDRÉS BARBA

Hace hoy casi cien años, en 1943, uno de los escritores más snobs de la literatura francesa -y también uno de sus mejores estilistas- el dramaturgo Jean Cocteau, abrió una novela supuestamente pornográfica titulada Santa María de las Flores, editada en una tirada ilegal que no llegaba al centenar de ejemplares y a cargo de un autor que ni siquiera se animaba a revelar su nombre, y pensó que aquel pequeño libro era el culmen de la narrativa francesa contemporánea, la obra más inesperadamente hermosa que había leído en las últimas décadas. Poco más tarde, el mismo editor le reveló que aquel prodigio era obra de un convicto de la cárcel de Fresnes, y que la había escrito en las hojas de papel marrón que se facilitaba a los presos para hacer bolsas y luego extraído a escondidas de la cárcel. Cocteau empleó toda su influencia para que la obra se editara en Gallimard, la editorial de mayor prestigio literario de Francia y por fin se reveló el nombre de su autor: Jean Genet, un joven convicto por tantos cargos de robo y prostitución que estaba al borde de la cadena perpetua. La forma en que la intelectualidad de la época -desde Sartre hasta Picasso- hizo uso de su fuerza para revocar esa sentencia fue casi directamente proporcional al escándalo que generó aquel libro sobre travestis y hampa prostibularia parisina en la primera mitad del siglo XX. Pero Santa María de las Flores no era un libro de «reinonas», tampoco una novela erótica, sino literatura en estado puro, una combinación incalculable entre hampa y lirismo travesti, sexo hardcore y novela romántica, una gema que rescataba con lo más elevado de la poesía con mayúsculas ese lugar que los «honorables» franceses de la época consideraban más lumpen e improbable. Su enorme influencia posterior: desde la generación Beat, que lo adoptó como libro canónico, hasta su ingreso en la Pleiade francesa (y por tanto su legitimación oficial como «alta cultura»), no hizo más que corroborar Santa María de las Flores como uno de los casos más paradigmáticos de cuadratura del círculo que haya podido producir el siglo pasado y también establecer un debate: ¿Quién legitima a quien? ¿Cómo se integran en el canon esas obras que han nacido deliberadamente fuera de «lo normativo», en sus márgenes, con unos criterios de creación y debate absolutamente alejados del horizonte de espera mental de la clase media?

Las malas, de Camila Sosa Villada -sin duda una de las novelas más espeluznantemente hermosas de las últimas décadas en lengua castellana- ha repetido punto por punto el patrón que se produjo con Genet en la Francia posterior a la liberación, como si tratara del espíritu de las navidades pasadas del cuento de Dickens. El mundo post #MeToo y de la ley Trans en el que se publicó Las malas (2019), reproducen bien ese clima de debate encendido y hasta tenso, pero también el deseo de creer en el cuento de hadas y la reivindicación feminista más elemental. También el entusiasmo que ha convertido a Las malas en un fenómeno de masas (con sus decenas de ediciones y sus premios internacionales) responde a los debates dentro del propio feminismo, a favor o en contra de incluir al mundo Trans en «lo femenino» por la puerta grande, o -de nuevo- por una denigrante puerta trasera.

Camila Sosa tiene no pocas semejanzas vitales con aquel aventurero y vapuleado Jean Genet, príncipe de los ladrones. Sus orígenes humildes, su relación complicada con el padre (orfandad en el caso de Genet), su paso por la prostitución en la ciudad de Córdoba (Argentina), la forma en la que toda esa experiencia queda sublimada literariamente primero en un blog, luego en monólogos teatrales y -tras su éxito- en este libro prodigioso, son el aura ideal (bajo la mirada recatada de la «clase media», se entiende) que provoca que el texto llegue a nuestras manos transfigurado por la convicción de que en este caso, a diferencia de los otros, la literatura es carne. En estos tiempos en los que la autenticidad está siempre en entredicho y hay un aire de descrédito incontestable sobre todas las formas de «ficción pura», la convicción de que una autora ha realizado efectivamente un calvario real, otorga al libro algo más que credibilidad. Le da, precisamente, esa piedra de toque que con frecuencia se ha perdido en la experiencia de la lectura literaria y que es necesaria para que se produzca la magia: la suspensión total de nuestro juicio, nuestra entrega absoluta a escuchar una historia que es, a la vez, un testimonio. Y lo mejor es que Sosa lo hace precisamente abandonando la autoficción imperante, es decir, de nuevo en el margen: volviendo a la ficción.

Sea como sea, Las malas al igual que Santa María de las Flores trasciende incluso su condición de obra particular, y se sitúa en su condición de clásico, no tanto por su calidad literaria, que es incuestionable, como porque establece unos parámetros del debate con los que no es improbable que sigamos dentro de un siglo, y eso es básicamente lo que hacen los clásicos: más que otorgar respuestas, formular bien las preguntas

Camila Sosa y Genet se parecen también en otra cosa inquietante: su belleza física. Si Genet era el epítome de la belleza callejera en su versión pasoliniana (el tipo duro, el lindo boxeador de nariz rota treinta veces, mirada de piedra y sonrisa descreída) Camila Sosa es la belleza travesti. Y curiosamente, su belleza funciona aquí como un poderoso agente literario. Como si el hecho de que la autora sea guapa ejerciera en nosotros un extra de credibilidad narrativa (al igual que sucedía con la violencia lírica de Genet). Lo físico constata su literatura. Es un subrayado, pero también una demonstración.

Tal vez no pueda ser de otra manera: solo en circunstancias de extrema libertad y extremo desamparo pueden generarse estos libros cuya fuerza trasciende en parte lo meramente literario (a la manera, por ejemplo, en que los puñetazos de Ali trascendían la fuerza de un individuo y se convertían reivindicaciones colectivas) y los sitúan en un lugar transferido: primero por una ausencia absoluta de voluntad comercial, segundo porque el escándalo (y el entusiasmo) que producen no son deliberados, sino parte de una purificación que sus autores logran a través del proceso de escritura y que queda al margen de esa supuesta legitimación.

Camila Sosa, al igual que hizo Genet, no describe el mundo prostibulario travesti de la ciudad de Córdoba para escandalizar a nadie (tal y como haría seguramente un escritor de clase media), sino porque ha encontrado en él un lugar de identidad, comunidad y sobre todo una belleza que forma parte indistinguible de su condición trágica. En Sosa, igual que en Genet, lo estético y el pathos trágico son una misma cosa, lo bello es solo una parte de lo terrible; o mejor, lo bello sostiene lo terrible, lo invoca. La escritura es una celebración y corroboración de ese descubrimiento: su destilación.

Su vocación eminentemente no comercial se demuestra sobre todo en que la escritura no tiene como fin último la búsqueda de legitimación por parte de ese mundo normativo, tanto Genet como Sosa desprecian abiertamente la ortodoxia, la pusilanimidad y la doble moral de ese mundo de clase media que les ha expulsado. Odian «cada uno de esos golpes que se sumaban a los que nos habían propinado nuestros padres para revertirnos, para llevarnos de regreso al mundo de los normales, los correctos, los que tienen familias y aman a Dios y cuidan su trabajo y hacen rico al patrón y envejecen al lado de sus esposas». La ironía es que, por mucho que no quieran volver a él, esa legitimación se produce en una especie de vuelta boomerang: su extraordinaria calidad les sublima y les hace regresar -casi nos tienta pensar que «contra su propia voluntad»- entre premios, halagos y cifras superventas gracias a ese texto con el que, en principio, habían apostasiado de la ortodoxia y de nosotros. Tras muchos años de intentar agradarnos, por fin nos desprecian, y justo en ese momento en que nos desprecian, decidimos encumbrarlos. Esa perversa ironía la demuestra en parte la forma en la que, en el culmen de su fama, Genet huía de las reuniones de la alta cultura francesa, de los salones literarios a los que con tanta pasión Cocteau quería llevarle como si paseara a un monito, o en el escapismo de la propia Camila Sosa, ha declarado en múltiples ocasiones que se siente «sapo de otro pozo» cuando tiene que enfrentarse al mundillo literario.

Pero el verdadero as en la manga de Las malas, más incluso que su rotundidad incontestable y su estado de gracia literaria, es el tema de la maternidad. Es como si la confluencia en este libro de manera no planeada (si hubiese estado planeada, obviamente, no habría funcionado) de esos vectores de energía: el beneplácito del feminismo para aceptar en su seno al mundo travesti en el siglo XXI y la revisión de los términos y categorías de la maternidad desde una perspectiva estrictamente femenina, lo hubiesen catapultado a un lugar casi inédito en el mundo de la literatura: la maternidad de los travestis, lo aplazado de lo aplazado, la esquina de lo esquinado. La trama de Las malas, no hace falta ni decirlo a estas alturas, se construye a partir de la aparición de un bebé abandonado en el lugar en el que las travestis ejercen la prostitución en la ciudad de Córdoba, Argentina. «El niño está envuelto en una campera de adulto, una campera inflable verde. Parece una lora con la cabeza calva». En ese momento, la tía Encarna, una travesti de origen español y cualidades de una feminidad tan ancestral como las venus paleolíticas, lo recoge cagado de entre la hierba y se lo lleva al pecho, un pecho de goma. Es como el momento del milagro, la situación en la que la fe suspende la naturaleza y el amor de los seres humanos mueve la montaña; Dreyer habría hecho con esa escena una película religiosa, seguramente también Almodóvar en sus mejores momentos, Camila Sosa lo lleva a un lugar fascinante, en el que el realismo esencial de la narración no abandona en ningún momento esa sensación de pathos estático. Las malas, de hecho, está llena de epifanías: epifanías de la conciencia. A veces giran en torno a la comunidad, esa comunidad descacharrada y maravillosa de las travestis (cuya belleza es obviamente imperceptible para la mirada normativa), otras alrededor de la naturaleza siempre violenta e inevitable del sexo, otras alrededor de la conciencia del cuerpo, un cuerpo a veces equivocado, otras delator, otras de una belleza ebria (y que se manifiesta, como en Genet, en el deseo del amado, el gran transfigurador, el mago que convierte las calabazas en carrozas), otras en la conciencia de clase, los estratos paralelos e intransferibles de lo social o de lo jerárquico: como en la sombra siempre amenazadora y ominosa de la policía. Sea como sea, Las malas al igual que Santa María de las Flores trasciende incluso su condición de obra particular, y se sitúa en su condición de clásico, no tanto por su calidad literaria, que es incuestionable, como porque establece unos parámetros del debate con los que no es improbable que sigamos dentro de un siglo, y eso es básicamente lo que hacen los clásicos: más que otorgar respuestas, formular bien las preguntas. Formularlas de una manera en la que no valgan los prejuicios, ni los juegos retóricos, ni las trampas.

Cada tanto en tanto, en los márgenes de la literatura, donde nadie lo sospechaba, aparece un bebé, o alguien escribe un libro como este y entonces se produce un milagro.