POR RODRIGO FRESÁN

UNO Cuando yo era un chico de unos 8/9/10 años, en el milenio pasado de un planeta que ya es otro, en la televisión argentina se emitía una serie que se hizo muy popular. No fue muy celebrada ni en USA ni en UK (sus destinos naturales), pero en mi Buenos Aires perdido tuvo un éxito descomunal entre los de mi edad. Se llama en su idioma original The Persuaders!, pero se tradujo como Dos tipos audaces. Y su mecánica argumental era la de la siempre eficaz atracción-funcionalidad-complementación de opuestos. Allí -la secuencia de títulos con formidable partitura de John Barry y presentación en paralelo recalcando irreconciliables diferencias- un aristócrata educado en Oxford (Lord Brett Rupert George Robert Andrew Sinclair, con cara de Roger Moore) y un pícaro del Bronx devenido millonario (Danny Wilde, con cara e Tony Curtis), playboys y bon vivants ambos, se juntaban para cerrar casos abiertos a su muy particular manera. Estos «persuasores» estuvieron juntos sólo una temporada (Moore dejó la serie para aceptar ser el nuevo 007) pero, aunque no hubiese funcionado muy bien en los ratings de entonces, la química entre sus dos protagonistas era formidable y su poder residual fue tal que de tanto en tanto (primero planeando juntar Ben Stiller & Steve Coogan y luego a Hugh Grant & George Clooney) se piensa en resucitarla para la gran pantalla.

Volví a recordar esa serie (re)leyendo este Alias, protagonizado por otros dos muy persuasores tipos audaces trabajando juntos y cada uno aportando lo mejor de sí mismo para firmar y formar sociedad formidable: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Escritores quienes -por los días en que yo seguía las aventuras de Brett Sinclair y Danny Wilde por los balnearios y sky-resorts más exclusivos de Italia y Francia y España y Suiza- no era raro cruzárselos en las calles y mesas de bar más elegantes de Buenos Aires. Yo los vi, allí estaban: Borges y Bioy. Uno los veía allí, juntos o por separado, y después regresaba a su casa y los seguía viendo por escrito.

DOS Y, sí, Borges y Bioy (o Biorges) suelen ser (re)presentados como una suerte de Batman & Robin, Holmes & Watson, Quijote & Sancho; pero yo nunca estuve de acuerdo con semejante parejismo desparejo. De hecho (y esto me ha traído más que una condena y aquí me expongo de nuevo) a mí siempre me pareció mejor Bioy que Borges. No digo (vuelvo a aclararlo, porque parecería que la intención de mis palabras al respecto nunca se entiende del todo o de inmediato genera contraataque feroz) que Bioy que sea mejor escritor o más importante que Borges. Si digo que Bioy me parece un autor más generoso en sus enseñanzas (Borges es un sistema cerrado que lo único que puede producir es clones absurdos y fatigosos conjugadores del verbo fatigar). Y, en lo personal, en lo muy personal -y por lo tanto tan discutible como indiscutible- Bioy siempre me hizo más feliz como lector y me emocionó más como escritor. De acuerdo, ahí están «El Aleph» y «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» (protagonizado por los propios Borges & Bioy) y tantos otros greatest hits de Georgie. Pero ahí están también «En memoria de Paulina» y «El perjurio de la nieve» y el insuperable «Los milagros no se recuperan» (relatos revolucionadores del género «de fantasmas») de Adolfito así como ese final de La invención de Morel y (para mí la novela argentina más formalmente perfecta en un paisaje de novelas deformes) que es El sueño de los héroes: sintetizando toda una tradición nacional por debajo de su trama, porque lo que cuenta es la historia de una novela amnésica intentado recordar un cuento olvidado.

TRES En cualquier caso -y partiendo de la base que la preferencia por uno no tiene por qué excluir la grandeza del otro- este persuasivo y convincente Alias, reuniendo la totalidad de la obra escrita en colaboración de ambos, se recibe y agradece como una perfecta ocasión para el reencuentro y el descubrimiento y el redescubrimiento. Porque Alias cuaja (y el verbo resulta más que pertinente teniendo en cuenta que lo primero que redactaron Borges y Bioy à deux como forma de poner a trabajar a ambas cabezas locas fue, en 1935, un demencial prospecto para una cuajada/yogurt elaborado por la empresa del padre del segundo y forma) las bacterias de los dos escritores en un sabroso y nutritivo todo.

Como bien apunta Alan Pauls -en su imprescindible prólogo a Alias– «es como si la escena inaugural de la redacción del folleto sobre la leche cuajada diera lugar al formidable partnership literario de Borges y Bioy pero también, al mismo tiempo, a las dos vertientes en las que se escindirá: una vertiente decorosa, digna, evocativa, fundada en la nostalgia de una experiencia perdida y el desafío, quizás el alivio, de respetar las normas; la otra, inestable, desbocada, tentada por fuerzas y pulsiones extremas, fascinada con el delirio». Antes, abriendo lo suyo, Pauls reparte responsabilidades y adjudica propiedades: «Como se sabe, Borges y Bioy Casares compartieron cincuenta años de amistad literaria, buena parte de los cuales los pasaron encerrados, escribiendo juntos. La dinámica de esos cónclaves era más bien misteriosa. Se sabía que Borges, quince años mayor, solía engolosinarse: se cebaba fácil, perdía el hilo y se iba por las ramas. Bioy, secuaz fiel, compartía esos entusiasmos y los acompañaba, hasta que veía lo lejos que habían quedado de la costa y procedía a frenarlo. Borges era pura inspiración y brillantez verbal; Bioy defendía cierta sensatez narrativa, la eficacia de un contar natural, seco, cuanto más invisible mejor». Y hay algo de gracia paradójica en esto: porque puede argumentarse que, fuera de lo escrito, el dandy Bioy llevó una vida más ocurrente y hasta desordenada que la de un más apocado que metódico Borges bordeando lo nerd. En cualquier caso, más allá de las diferencias, lo que aquí se percibe es el perfecto enganche de opuestos (dandy + nerd = freak) que, de no mediar el genio y la amistad, se antojarían irreconciliables de antemano. Por lo contrario, Alias (título que tiene la virtud de no anteponer a ninguno y que rescata a esa partícula que en general se ubica como puente/nexo entre dos nombres o apellidos) celebra merecidamente la realización de un milagro difícil que, en el quehacer literario, rara vez se equilibra tan justa y equitativamente. Y, de algún modo, si hasta la publicación del monumental y revelador (y para muchos sensiblemente cruel o íntimamente indiscreto) Borges de Bioy Casares, la obra conjunta de ambos funcionaba como hobby-divertimento de luxe; ahora, con el diario/testimonio del autor de Historias desaforadas sobre el autor de Ficciones, lo que contiene este Alias lo que se convierte un poco en el backstage de la más protagónica de las amistades entendida más como obra que como vida. Alias de algún modo, como la coartada práctica para tanto crimen teórico. Así, desde entonces, imposible para mí no ver a Borges y a Bioy -en sus conversaciones y en sus escritos- como aquellos dos viejos irónicos y cínicos y sarcásticos riéndose y denostando a público en platea y a actores en escenario desde su regio palco en El Show de los Muppets.

CUATRO «Come en casa Borges» es el mantra recurrente -se lo pronuncia y se lo transcribe más de dos mil veces- que suele abrir casi todas las entradas (para que enseguida se produzcan todas esas salidas sobre absolutamente todo y todos) en el Borges de Bioy Casares donde, si bien Borges lleva la voz cantante, Bioy funciona como un astuto y genial director de escena que sabe qué botones presionar para que su socio/cómplice diga/opine/condene esto o aquello. Es decir: Borges habla mucho pero, en incontables ocasiones, no hace otra cosa que -a ciegas pero viéndolo todo- comentar todo aquello a lo que Bioy le señala y propone. Acción y reacción, Alfa y Omega, Yin y Yang y así, abundan los nombres propios considerados impropios, las burlas tan crueles como inspiradas, la demolición de colegas (de Ernesto Sabato, por ejemplo, se diagnostica que «Al enérgico mal gusto, la desenfrenada egolatría, la sincera preocupación por el propio y continuado triunfo, hay que agregar la melancolía porque éste no sea mayor y el entusiasmo con que acoge los modestos productos de su mente activa y mediocre»); la hipótesis genial («Habla de un capítulo que habría que agregar al Quijote, un capítulo que Cervantes cuidadosamente evitó: Quijote se pasa la vida peleando, pero no mata a un hombre. ¿Qué pasaría si matara a alguien? ¿Enloquecería del todo o se curaría de la locura? ¿O entendería que su locura fue simulada? Sancho se entusiasmaría; le diría que ha matado a un caballero de nombre impresionante; Quijote, con tristeza, le replicaría que no, que mató a su vecino fulano de tal, hijo de tal y casado con tal; y que haberlo matado es horrible»); la incorrección política muy pero muy incorrecta y hoy más que hiper-cancelable («Me preguntaron si me gustaba el Brasil. Les dije que no, porque era un país lleno de negros. Eso no les gustó nada. No se puede decir nada contra los negros. El único mérito que tienen es el de haber sido maltratados y eso, como observó Bernard Shaw, no es un mérito»); o la travesura escatológica digna de un Jaimito ya maduro pero aún así impresentable («Dios, al crear los animales, cuando llegó al sexo debió de estar cansado: servía también para orinar y estaba al lado del culo»).

Y puede argumentarse que estas cuatro pulsiones y compulsiones recurrentes -centrifugadas con elegancia y redactadas con maestría y una felicidad mutua que maravilla y hasta produce envidia- son las que también comulgan y, sobre todo, coinciden en Alias.

CINCO Y el Borges de Bioy, si uno ya es una persona de una cierta edad, tiene una última pero no por eso menos interesante utilidad: nos permite averiguar qué hacían estos formidables encandiladores dos mientras uno era dado a luz. Busco y encuentro que ese mediodía no almorzaron juntos y que Bioy recién se lo encontró en una comida de la revista Sur donde Victoria Ocampo afirmó que: «A mí me revienta venir de noche». Al caer el sol, todo había vuelto a la normalidad y Bioy comenta: «Por la noche escribimos, ya un poco enloquecidos, la visita a Bonavena». Bioy se refiere allí, claro, al cuento «Una tarde con Ramón Bonavena» del más que un poco enloquecido H. Bustos Domecq alias Adolfo Bioy Casares & Jorge Luis Borges.

Luego se precisan más detalles circunstanciales. Se especifica que a la madre de Borges le irritan las bromas sobre ese falso escritor (en el que además confluyen, sin ningún respeto por ellos, apellidos de antepasados de uno y de otro); que a Silvina (Ocampo) la perturban esas carcajadas que la dejan fuera del juego; que los redactores de la revista francesa para la que escriben el cuento (L’Herne) no van a entender «la única broma» que incluye y les divierte la posibilidad de que «¿Robbe-Grillet y los de la nueva novela lo verán como una sátira contra ellos? Qué gracioso que les llegue de Sudamérica, y de autores modernos». Y ahí está la clave del humor biorgeano: escribir en serio (Bioy se preocupa por en más de una oportunidad contener y seleccionar a partir del aluvión de chistes que dispara un Borges acaso desatado por no ser Borges) pero escribirlo a carcajadas. Lo que no es otra cosa -en principio y finalmente- que escribir feliz.

SEIS Y que, claro, esa felicidad salte y prenda en el lector. Así esa suerte de Mr. Hyde que son Honorio Bustos Domecq y el más apocado y, prologado/patrocinado por Bustos Domecq, discípulo y «bambino» y «mocito» B. Suárez Lynch («autores» de los chestertonianos Seis problemas para don Isidro Parodi, Dos fantasías memorables, Un modelo para la muerte) se mueven en paralelo a lo que hacen en plan Dr. Jekyll con sus nombres «legales» aceptando encargos (los guiones de cine Los orilleros, El paraíso de los creyentes y los «argumentos» para Invasión y Los otros así como sus muy influyentes antologías y colecciones de literatura fantástica y extraña y policial) que se rinden a ese instante intermedio pero a la vez definitivo en sus contorsiones de la transformación. Lo más interesante/gracioso de todo: las Crónicas de Bustos Domecq y Nuevos cuentos de Bustos Domecq trascendiendo ya la jugarreta del seudónimo y, en cambio, apostando fuerte a la creación de una criatura creadora que, para ellos, funcione como pura catarsis y disipación y solidez disoluta devenidas en disciplina. Otra vez Pauls en la introducción a Alias: «Bioy era otro escritor, en efecto; Borges también. Pero ‘otro’ en sentido literal: no ‘mejores’ sino alienados. Borges y Bioy eran el mismo otro: un tercer escritor, inasimilable a uno tanto como al otro, profundamente excéntrico. Borges: ‘Empezamos a escribir de un modo que no se parecía ni a Bioy ni a Borges. Creamos de algún modo entre los dos un tercer personaje […] Ese personaje existe, de algún modo. Pero sólo existe cuando estamos conversando’. De ahí que Bustos Domecq y Suárez Lynch —los alias con que Borges y Bioy formalizan la existencia del Tercer Escritor— sean algo más que seudónimos. Son escritores de derecho, tan autores como los autores que los inventaron… Bustos Domecq es un autor, un autor otro, y los dos polos que definen su horizonte de posibilidades son igualmente perturbadores: por un lado, la amenaza: el bochorno (de estilo, de composición, de mundo) en el que corren peligro de caer sus escrituras oficiales si no extreman la vigilancia; por otro, una forma extraña de la potencia: Bustos Domecq es el emisario, el agente especial, el matón a quien se confían las misiones más escabrosas, cruentas, demenciales; un brazo armado más o menos secreto, ideal para ejecutar los trabajos sucios que Borges y Bioy juzgan necesario ejecutar pero en los que no quieren ver involucrados sus nombres propios».

Y ahí está la clave del humor biorgeano: escribir en serio (Bioy se preocupa por en más de una oportunidad contener y seleccionar a partir del aluvión de chistes que dispara un Borges acaso desatado por no ser Borges) pero escribirlo a carcajadas. Lo que no es otra cosa -en principio y finalmente- que escribir feliz

Bustos Domecq es, sí, un tipo audaz. Y en una entrevista en la que sus dos responsables ofrecen en tándem al semanario Gente, en 1977, se profundiza aún más en el frente de su perfil. Allí en primera persona del plural- explican que lo que más les gusta de él es «su fondo claramente argentino»; que es «un perfecto porteño aunque haya nacido en Santa Fe»; que «tiene sesenta años, es gordo y hasta panzón y está siempre vestido de gris oscuro y que si alguna vez se lo llega a ver vestido de marrón es porque le vendieron o dieron un traje equivocado»; que es «ventajero, egoísta, tránsfuga, mentiroso, fanfarrón, casanova barato»; que «cuando un amigo cae en desgracia, lo desprecia. Cuando le va bien, se acerca»; que «lee muy poco, pero siempre dice que ha leído algún libro para ‘palpar la realidad argentina» y trabaja en la Dirección General Impositiva y es políticamente «anticuado»; que no tiene hijos y que tiene «un relativo éxito con las mujeres» y está casado con «una señora espantosa y gorda, que lo considera un intelectual raro, al que no puede seguir en sus meditaciones»; y que lo «eligieron porque encauza nuestro descontento con algunas situaciones argentinas, con las supersticiones y defectos de los argentinos». Nada comentan o juzgan allí Borges y Bioy acerca de la obra de Bustos Domecq y sólo responden por separado a la pregunta de si va a vivir muchos años. Borges sentencia que «Para mí, no. Para mí ya es un extinto». Bioy, en cambio, desea un «A mí me gustaría que viviera mucho tiempo». Y ambos vuelven a coincidir con una sola voz en que «Nunca hablamos con él de ese tema. El jamás piensa en la muerte».

SIETE Y la razón del ser (o no ser) del dar vida a un auténtico nombre falso, a menudo pasa porque habilita y hasta alienta a hacer todo lo que no se atreve a hacer ese quien figura en DNI. El seudónimo es, sí, un pasaporte y un salvoconducto para el más valioso de los vale-todo. Y es entonces cuando se produce la más interesante y polimorfa y perversa de las alquimias: porque Borges y Bioy comienzan riéndose con Bustos Domecq & Co. para que, de pronto, sea Bustos Domecq (quien llega a potenciarse con biografía propia y semblanza a cargo de otros alias: Adelma Badoglio y Gervasio Montenegro) sea quien parece reírse de Bioy y Borges. De ahí que sus crónicas puedan leerse como contraversiones o comentarios caricaturescos a casi todas las preocupaciones «serias» en cada una de sus obras a solas. Vuelve la obsesión con los cuchillos y el coraje y las muertes concéntricas y los prodigios mecánicos, sí, sólo que aquí como contaminados por la casi adicción a la caricatura, el caos argumental, y buscando y encontrando el estilo ya no en cómo escriben ellos sino en cómo habla (no olvidar su génesis «conversada», oral) toda un troupe de necios conjurados y milagrosos cortesanos (sus nombres, marca de la casa, son mucho más Bioy que Borges; mientras que los «problemas» a resolver por Parodi son como espejismos de un Borges insolado por su propio sol) para acabar proponiendo un nuevo y farsesco mapa de la cultura nacional culminando en «La fiesta del monstruo»: esa transparente condena del «aluvión zoológico» generado por Perón y el peronismo.

Y todo eso surgiendo del Big Bang de aquel folleto demencial sobre la cuajada pergeñado en las tardes eternas de la estancia familiar de los Bioy. Allí, Adolfito y Georgie delirando sobre «un alimento más o menos búlgaro» propuesto como «elixir de la larga vida» y «alimento de Matusalén» garantizando la mejor buena salud al «hombre, país de microbios». Se sabe que el texto fue recibido por el padre de Bioy con ceja enarcada y suspiro desmayado. «Nadie nos creyó nada», comentó el autor de Plan de evasión. No importa: después, enseguida, ambos se pusieron a jugar, a seguir jugando, con la idea de «un soneto enumerativo» y luego con un cuento en el que un alemán director/doctor de colegio torturaba y mataba niños «por medios hedónicos».

Muchos años después, refiriéndose a su alias (en el libro Borges-Bioy: confesiones, confesiones recopilado con Rodolfo Braceli) Bioy conjeturó que «con esa monografía publicitaria me parece que nos sacamos de encima nuestra manera pomposa de escribir. Cuando nos entregamos al placer de Bustos Domecq nuestra actitud fue bien diferente: nos divertíamos todo el tiempo». Borges, por su parte, precisó que «es un habitante que varios días a la semana se permite vivir cinco o seis horas por jornada. Su existencia, como la de Suárez Lynch, es un misterio. Es curioso, el personaje nació una mañana, pero después siguió naciendo por las tardes. Sobre Bustos no hay nada escrito».

Por suerte, Bustos escribió bastante.

OCHO En sus un tanto deshilvanadas pero emotivas Memorias, Bioy Casares separa pero une: «Yo sentí que para mí Borges era la literatura viviente y, de algún modo, él habrá sentido que yo compartía esa actitud ante las letras, que para mí era lo principal en la vida. Borges tenía ese tacto secreto para hacerme sentir que yo era su par. Nunca me hizo sentir de otra manera. Para los dos, lo más importante era comprender. Sentíamos un gran placer cuando, sobre cualquier asunto que ocurría en la realidad, uno de nosotros explicaba al otro lo que ocurría. Tanto Borges como yo creíamos en la inteligencia como instrumento de comprensión. No se trataba entonces de él o de mí, de quien hablara, sino de haber entendido la verdad de algo».

Entendido y sentido, de verdad.

Dos tipos audaces, un alias audaz, sí.