«Me decía tarde temprano, así, tarde temprano, en vez de tarde o temprano, como si al aprender a hablar español hubiese decidido que esa conjunción era innecesaria, o como si supiera que en la vida todo incidente y todo acto y todo gesto sucede demasiado tarde para alguien y también demasiado temprano para alguien más, o como si el pasado y el futuro para él existiesen no separados, no en lados opuestos de la línea del tiempo y de otra palabra, sino unidos en un mismo y cálido aliento»
POR EDUARDO HALFON
Yo estaba de pie al lado de mi padre, ante el hoyo abierto en la tierra en cuyo fondo reposaba el ataúd de mi abuelo. Había un pequeño y frágil toldo de nailon negro encima del hoyo, tipo carpa, que se hamaqueaba con cada golpe de viento, y que parecía a punto de derrumbarse por el peso del agua estancada en la parte superior.
Era un domingo lluvioso y con el cielo gris mate y apenas cabían en el cementerio judío tantas personas vestidas de negro, tantos paraguas negros. Tres señores en traje y corbata miraban la escena desde fuera, a través de las ranuras de un cerco de alambre. Al entrar le había preguntado a mi padre quiénes eran esos tres señores y qué hacían ahí fuera y él me había explicado en susurros, mientras caminábamos hacia el hoyo abierto en la tierra, que los judíos de la tribu de los kohén (descendientes varones directos de Aarón, hermano de Moisés, llamados kohaním) tienen prohibido ingresar a un cementerio judío, acercarse a un cadáver, estar en contacto directo con la muerte, pues la muerte, según señala la ley talmúdica, los volvería impuros. De ahí viene la tradición de dejar piedras sobre una tumba, me susurró mi padre, ahora señalando las pequeñas piedras que otros visitantes habían colocado encima de otras tumbas. Para así, me susurró, advertirles desde lejos a los hombres de la tribu de los kohén que caminaban en el desierto, anunciarles la presencia de la muerte. Mi padre se quedó callado y yo no quise preguntar más. No quería hablar más. No quería estar ahí. El duelo por mi abuelo polaco, pese a todo, lo sentía y llevaba por dentro, no en público, entre tantos conocidos y desconocidos trajeados de negro.
El rabino, un señor calvo y gordo y con una espesa barba pelirroja y desgreñada, seguía proclamando no sé qué rezo en hebreo. Mi abuela estaba en una silla de ruedas, ausente, dopada, un vendaje color piel amarrado alrededor de su rodilla izquierda. Mi madre, al lado de sus tres hermanos, lloraba a su padre. De pronto el rabino paró de rezar y el hermano mayor de mi madre tomó un paso tímido hacia delante. Tenía él una rasgadura en su camisa blanca a la altura del pecho, sobre el corazón, cumpliendo así la antigua costumbre de luto que se inició con el patriarca Jacob, me había explicado mi padre aún en la funeraria, quien rasgó su vestidura cuando le dijeron (para engañarlo) que un animal salvaje había matado a Rubén, su hijo primogénito; y al igual que hizo el rey David, me continuó explicado, cuando se enteró de que habían fallecido en una batalla su suegro Saúl y su amigo y cuñado Jonatán; y al igual que hizo Job, me terminó de explicar, cuando supo que diez de sus hijos habían muerto soterrados al derrumbarse sobre ellos el techo de su propia casa. Pero no obstante los tres ejemplos bíblicos y perfectamente válidos que me había ofrecido mi padre, yo seguía sin comprender el motivo de ese gesto tan insólito y hasta violento, en el cual un hombre serio va por el mundo con su camisa blanca rota y deshilachada, como con el corazón expuesto.
El hermano mayor de mi madre se agachó con dificultad. Agarró un puñado de tierra negra y lo lanzó sobre la tapa de madera del ataúd. Yo jamás había escuchado un tronido así de seco y arcaico. Después los otros dos hermanos de mi madre hicieron lo mismo, de uno en uno, sus camisas blancas igualmente rasgadas. Cada tronido de tierra sobre madera sonaba a un suspiro gutural, doloroso, cuyo eco se quedaba retumbando ahí en el cementerio, entre nosotros. Mi madre casi se cae al agacharse y sus tres hermanos tuvieron que sostenerla y ayudarla a lanzar un puñado de tierra. Sus sollozos aumentaron.
Yo cerré los ojos, probablemente para no ver a mi madre llorando, aunque también para que todas las personas creyeran que yo rezaba o sufría en silencio, cuando en realidad ya no quería ver más. Y así, en un instante, con los ojos aún cerrados, me imaginé una vida entera. Mi abuelo de niño en una calle de Łódź, jugando dominó con sus hermanos y amigos. Mi abuelo de adolescente, vestido de prisionero en Auschwitz, en Neuengamme, en Sachsenhausen cerca de Berlín. Mi abuelo de adulto, demacrado y escuálido y con la dentadura podrida tras haber pasado seis años en campos de concentración, viajando primero de Berlín a Saint-Nazaire, luego de Saint-Nazaire a Nueva York, donde compró con sus pocos ahorros un anillo de piedra negra como símbolo de luto por sus padres y hermanos y amigos y demás asesinados en guetos y campos de concentración, y luego, sólo porque ahí había emigrado uno de sus tíos lejanos antes de la guerra, de Nueva York a una Guatemala para él extraña e inhóspita. Mi abuelo de mediana edad en su fábrica de ropa infantil en el Pasaje Savoy, en el centro de la capital guatemalteca, de pie ante una enorme máquina de coser, un alfiler prensado entre los labios, una cinta métrica colgándole del cuello, las mangas de su camisa arremangadas, el número de cinco dígitos en su antebrazo izquierdo ya algo incoloro y desdibujado y hasta casi olvidado, porque con los años se había ido disipando no sólo su tinta sino también su potencia. Mi abuelo ya convertido en abuelo y sentado en el sofá de su sala y tomando sorbos (siempre con una cucharita) de un café instantáneo bastante ralo mientras me decía tarde temprano, así, tarde temprano, en vez de tarde o temprano, como si al aprender a hablar español hubiese decidido que esa conjunción era innecesaria, o como si supiera que en la vida todo incidente y todo acto y todo gesto sucede demasiado tarde para alguien y también demasiado temprano para alguien más, o como si el pasado y el futuro para él existiesen no separados, no en lados opuestos de la línea del tiempo y de otra palabra, sino unidos en un mismo y cálido aliento. Mi abuelo ahora boca arriba en el interior oscuro del ataúd, vestido en una última túnica blanca, finalmente en paz dentro de la mortaja de lino que era esa última túnica blanca, pero pegando un brinco cada vez que la tapa de madera tronaba sobre él.
Percibí que mi padre se movió un poco. Abrí los ojos y lo vi medio agachado y arrojando un puñado de tierra en el hoyo. Después volvió a pararse a mi lado y se inclinó hacia mí y en un susurro me ordenó que hiciera lo mismo. Me tocaba. Yo era el nieto mayor de mi abuelo. Era mi deber. Era mi turno de participar y ayudar a enterrarlo, literalmente. Pero me quedé quieto, como estancado, hasta que logré balbucearle a mi padre que no lo haría. Él alzó la mirada. Todos ahí también alzaron la mirada.
No puedo.
Apenas me escuché a mí mismo decirlo.
¿Cómo que no puede?
No puedo, repetí.
El pecho me ardía. La boca me ardía. Un murmullo empezó a crecer entre la gente, entre tantos familiares y amigos y desconocidos y socios y empleados de mi abuelo que me miraban ahora con una combinación de perversidad y fastidio. No conseguían entender mi impulso de rechazo a ser partícipe de aquella tradición, de aquel espectáculo. Aunque quién sabe. Tal vez lo entendían mucho mejor que yo.
Mi padre se giró hacia mí. Su frente estaba perlada de gotitas de sudor o quizás eran de lluvia. Y despacio, discreto, me dijo algo en un soplo de voz que nadie más pudo escuchar ni comprender. No por su tono tan bajo y casi inaudible, sino porque lo había dicho en un lenguaje que sólo hablábamos él y yo. Un lenguaje privado, secreto, de padre e hijo. Entonces tomé un par de pasos hacia delante y me agaché y metí mis dedos en el montículo de tierra negra y húmeda y dejé caer una bola de lodo sobre mi abuelo.