«Publicada originalmente en 1968, en la cima, se dice, de la madurez narrativa de su autora, la historia de amor maldito entre Julián y Lisa es, en realidad, una oda a la incapacidad de concebir el relato de uno mismo en tanto conjunto, en tanto que obra en marcha salvajemente incontrolable, y poder, al hacerlo, dibujarla para evitar los golpes, como se dibujaría de tratarse de una ficción»
POR LAURA FERNÁNDEZ
«La vida ideal», se dice Julián, el atormentado, y, en realidad, perdido protagonista de esta historia, «es como un cuadro cubista, un ojo allí, media boca de acá, un clavel, un pedazo de diario». «Si pudiéramos pegarlos a nuestro gusto», se dice también, «lograríamos una armonía a medida». Para cuando se lo dice, Julián, ya está en París. Lejos de su vida. Lejos de Lisa. Lejos de la puerta que no debió cerrar creyendo que cerrándola se abriría alguna otra en algún lugar, y que, tras ella, también estaría Lisa. Que tomaría otra forma, que se subiría a un avión, que le esperaría un día al regresar a su fría buhardilla. Pero ¿y si eso no ocurre? ¿Y si las decisiones nos condenan a no poder volver atrás? ¿Y no lo hacen, en realidad, de alguna forma, siempre, y en cualquier caso? He aquí una vida que son en realidad un buen montón de ellas, como lo son, a veces, algunas vidas —que tienen partes y son tan distintas unas de otras que podrían contar como otras existencias—, y que se sostienen en la añoranza de aquello que se tuvo, y se pudo haber tenido para siempre de no haber subestimado, en este caso, una aparentemente inofensiva, una infantil, maniobra sentimental. Unas tierras, Las Zanjas, una casa, unos galgos, y el amor, algún tipo de imperfecto fuego capaz de quemar, creciendo, expandiéndose, tímidamente a ratos, sin freno por momentos, como una mala hierba que nadie se hubiera atrevido a arrancar.
Publicada originalmente en 1968, en la cima, se dice, de la madurez narrativa de su autora, la historia de amor maldito entre Julián y Lisa es, en realidad, una oda a la incapacidad de concebir el relato de uno mismo en tanto conjunto, en tanto que obra en marcha salvajemente incontrolable, y poder, al hacerlo, dibujarla para evitar los golpes, como se dibujaría de tratarse de una ficción. Magnifica así Gallardo (Buenos Aires, 1931- 1988), escritora indomable, inadvertida cima de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del pasado siglo, que debe su recuperación a Ricardo Piglia —que en 2001, 13 años después de su muerte, rescató Eisejuaz (1971)—, trasladando el azar de una vida en cuatro actos, por momentos, corrientemente vulgar y expansiva en su mera contemplación del mundo que la rodea, a una ficción que trate de ordenarla y haga evidente el inevitable abismo, el poder del relato en tanto que reflejo de aquello que no existe: una narrativa consciente del yo capaz de poder rescatarnos de esa mala, horrenda, decisión que hará irrecuperable la vida que se había soñado tener y que tal vez incluso llegó a tenerse. O de qué forma aquello que se construye y cree que puede destruirse sin más consecuencia que un pequeño terremoto, acaba de una vez y para siempre con todo.
Hay, decíamos, cuatro actos en la vida de Julián, las que corresponden a las cuatro partes de la, en cierto sentido, faulkneriana novela. Y todas tienen que ver con puertas que se abren y cierran. En la primera, Julián hereda un campo de su padre y empieza a combinar su vida de abogado en la ciudad con la de hombre de campo. Hace construir una casa, una réplica de otra en la que se crio su madre. Compra galgos, caballos, ovejas, vacas, toros, árboles. Se muda con su novia, Lisa, que pinta, y espera, y a veces no entiende lo que pasa, y a veces es feliz y otras no puede soportar estar allí, en cualquier parte, en realidad, porque las posibilidades son inmensas, pero, a la vez, indeseables. «Detesto esperar», se dice Julián en un momento dado, cuando las cosas empiezan a torcerse, cuando los caminos empiezan a recorrerse sin vuelta atrás, «y detesto que lo esperado llegue». Porque se diría que es cuando ese limbo, el limbo inconcluso de Las Zanjas en sus primeros días, aquellos en los que los únicos que corrían por las tierras eran Chispa y Corsario —reverso negro anticipado de la pareja que forman Julián y Lisa—, los galgos, empieza a desaparecer.
Admirablemente honda, titánica en su desarticulación, he aquí la clase de novela que permite a la Literatura expandirse, dar un enorme paso en alguna otra, insospechada, dirección
Cuando lo que estaba por hacer, cuando las posibilidades, se transforman en algo que toma forma —no soporta Julián la llegada de los toros, ni la de las vacas, ni la de las ovejas, porque están cambiándolo todo, porque están obligándoles a encerrarse en una vida que aún desean ingobernable—, en algo que acaba con el resto de posibilidades, expulsados del paraíso de aquel desamparo buscado, uno y otro se revuelven, se atacan, se duelen de lo perdido y, orgullosos, se alejan del error cometido diciéndose que alejarse es la única manera de soportar que exista, o de olvidar que lo ha hecho, o que lo hicieron una vez. Hecha de fogosísimas pinceladas, de un deseo doloroso, su historia de amor es magnánima, y crece en sus silencios, y en muchos sentidos se diría pionera en una tradición que contiene clásicos de lo irremediablemente condenado, como el que se da entre Alejandra y Martín en Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, o entre Sofía y Rímini en El pasado, de Alan Pauls. Dejó dicho el también escritor Leopoldo Brizuela, y aquí parece más cierto que nunca, que «de alguna manera», ellos, todos, los escritores que la siguen, «hemos nacido de un mundo que ella tempranamente vislumbró, que somos hermanos de los personajes de sus ficciones, que sus búsquedas son las nuestras y su lenguaje y sus metáforas, un don inesperado, irreemplazable».
«No es que la obra de Sara Gallardo no se parezca a nada. Es que se parece a muchísimas cosas que han sido descartadas o que se han olvidado o que no son las centrales. Es decir, no se parece a Ricardo Piglia, no se parece a Manuel Puig, no se parece a Rodolfo Walsh, no se parece a lo que se suele llamar el canon. Pero sí se parecía a muchísimas cosas laterales, cosas que no están en el centro. Esto pasa mucho con los grandes libros. Quedan y mucho tiempo después parece que fueran mucho más originales. Pero no, tomaron cosas de la cultura de su época. De escritores menores o de otros artistas o textos que han pasado al olvido. Eso también es la genialidad», dejó dicho también Brizuela, y es que hay, pese a lo aparentemente central del personaje de la propia escritora —además de escritora, periodista, traductora, hija y nieta de ilustres nombres de la política y no únicamente la política argentina— algo poderosamente marginal en la obra de Gallardo, el deseo de explorar un terreno aún por explorar, en este caso, el de, incluso, tratar de dibujar la manera en que respira un hogar —cómo se construye, cómo se abandona, la jauría, también formal, e incluso arquitectónica, en infinidad de sentidos, que desata el amor roto—, o el de mantener en pie a un hombre muerto, un hombre que murió cuando dejó a Lisa porque se dijo que ella le seguiría, que si se iba a París, ella le seguiría, y dio comienzo, esperando, a una tercera vida, una en la que se asfixia entre intelectuales y otros perros que no corren libres, que son perros de niños de vida claustrofóbica.
«No hay que sorprenderse de que pase el tiempo. Ni de nada», se dice Julián mucho antes de regresar, en la cuarta entrega de su vida teatralógica, a Buenos Aires. El tiempo no es el enemigo sino un inevitable testigo de aquello que no tiene remedio. Julián regresa a Buenos Aires rendido porque, sabe, no va a poder reencontrarse allí con el yo que dejó, y no va a poder reescribir la parte mal escrita. A su peculiar, y robusta, áspera, profunda manera, Gallardo —que murió demasiado pronto, a los 57 años, en 1988, de un fatídico ataque de asma— construye un universo que contiene una vida, una vida interior —lo que vemos es todo el tiempo el inventario de lo que ocurre en la cabeza de Julián— que brilla, y enloquece de inadvertida felicidad, durante apenas un instante, y que luego se soporta porque debe hacerlo, y el viaje, la forma que la historia adopta, es tan absolutamente hipnótico, tan valerosamente perfecto —hay valentía, una necesaria e inédita, en la historia detenida que se niega a avanzar— que te permite sentir, en todo momento, la desorientación del protagonista. Lo poético de cada imagen que traza la prosa, pues cada frase es un arma con aspecto de verso indómito decidido a preñar de belleza hasta el último rincón sombrío —¿y no lo son todos, en realidad?—, eleva la obra a la condición de obra capaz de fundar su propio género, una rara avis inalcanzable, extraña, en la que el tiempo, como los galgos, los galgos del título, a ratos se detiene, echado en el jergón, y a ratos, corre, desesperado.
«En mi caso escribir —y escribir mucho, aunque sea de manera imperfecta— significa un esfuerzo por desenrollar una especie de madeja interna. Llegar a ser, mediante el trabajo, uno mismo. Es decir, trascenderse a sí mismo para llegar a ser quien uno es y no sabe», dijo en una ocasión Gallardo, y se diría que eso es lo que ocurre en Los galgos, los galgos. Julián se desmadeja, y se construye al hacerlo, a sabiendas de que la vida ideal no existe, o existe únicamente para ser contemplada un instante, sin acabar de entenderla, y sin tratar de hacerlo, como ocurre con los indomables cuadros cubistas. O andar preguntándose todo el tiempo qué hacer: «¿Y ahora? Lavarse, afeitarse, vestirse. ¿Y ahora? Salir, echar la llave a la puerta, bajar la escalera, esquivar con sobresalto una portera horrible, encontrarse en la vereda. ¿Y ahora? Comprar un diario, caminar hasta la esquina de Lafayette, entrar en una cafetería, pedir medias lunas y café, leer». Admirablemente honda, titánica en su desarticulación, he aquí la clase de novela que permite a la Literatura expandirse, dar un enorme paso en alguna otra, insospechada, dirección.