POR  JUAN ARNAU

Matar es un pecado, pero hay guerras justas.
TOMÁS DE AQUINO,
Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él,
JUAN, 4.16
Dios es el todo; nosotros las partes,
VIVEKANANDA

EL CÍRCULO DE LA IDEA

Hay una idea que nació en la India, viajó por el mundo, y regresó a la India para liberarla del dominio británico. Esa idea la dedujeron los tirthankara o «hacedores de vados» mucho antes de los tiempos del Buda. Reaparece en un pasaje de los evangelios (Mateo 5.39), pero es rápidamente olvidada por el cristianismo imperial. Resurge con Spinoza, tras la guerra de los Treinta Años que asoló Europa. Con la independencia americana, la hacen suya los abolicionistas y algunos pastores evangélicos. Thoreau se la lleva a su cabaña y, finalmente, a través de Tolstói, llega a Gandhi. La idea es sencilla: si al mal se le ofrece resistencia directa, entonces se le permite actualizar su fuerza de choque; lo mejor es esquivarlo, dejarlo pasar.

Lev Tolstói es un gigante de espaldas anchas como Platón. Niega como este la importancia de los artistas y su utilidad para la sociedad, pero él mismo –como Platón– es un artista, además de un cristiano libertario, un conde, un terrateniente, un anarquista, un pacifista, un cazador y un vegano. Quiso que los desheredados heredaran sus tierras. No le dejaron. La propiedad tiene sus leyes y es implacable con los desertores. A principios del siglo xx, la voz de Tolstói resuena en toda Europa. Después de una vida dedicada a la literatura, sigue sin soportar a los hombres de letras. Tres pulsiones han guiado su vida: la del artista, incontenible, favorecido por la complicidad de Sophia Behrs y una temprana felicidad conyugal; la del reformador social y educador de los campesinos, que nos ha legado una valiosísima colección de cuentos populares y leyendas tradicionales adaptadas a la sensibilidad rusa, y, finalmente, la del santo, torpe, impaciente e incapaz de mentirse a sí mismo –o quizá demasiado capaz– y de pasar por el aro de los sacramentos o la teología dogmática. Un santo sin Iglesia, excomulgado por el sínodo ortodoxo pero con seguidores por todo el mundo. Dicen que hay dos Tolstói, el artista total de antes de la crisis y el buscador religioso y defensor de la no violencia del final. No es cierto, hay uno solo poliédrico, inquieto, ese es su genio. Lo fue todo y al final de su vida quiso ser nadie, un apóstol anónimo de la religión del amor. No lo consiguió.

Tolstói ha escrito por voluntad moral y por instinto artístico. Ese olfato nunca le faltó. Su naturaleza violenta y torrencial le permite aguantar el ritmo de siega toda una jornada, largas expediciones de caza o en bicicleta y diez horas de escritura en su gabinete. Cuando la vida lo ha pulido como el agua del río a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia (Borges), se convierte en un anciano pacificado, de ojos implacables, que sueña con retirarse al bosque, como los antiguos hindúes, en busca de la soledad y el silencio. El zar se hizo pasar por muerto y se fue a morir a Siberia con la única compañía de la nieve y las estrellas; Tolstói esbozó la historia, que hubiera querido para sí, pero cuando definitivamente abandonó el hogar y la persona pública (tras varios intentos fracasados), en busca del ansiado retiro, acabó arrumbado en la estación de Astápovo.

Tolstói cree morir en la humilde vivienda de un ferroviario, pero a su alrededor todo es un hervidero. En las calles nevadas, habitualmente silenciosas, se pueden escuchar idiomas de diversas partes del mundo. Las locomotoras pasan y parten sin silbar y, cuando atraviesan la población, las portezuelas se llenan de rostros. La cantina, abarrotada de corresponsales de prensa, operadores de cine y fotógrafos, ha agotado sus reservas de vodka y pepinillos. Los servicios secretos del zar (que temen insurrecciones) rondan la cabaña del moribundo, también los embajadores de los obispos (que quieren su conversión): la Iglesia y el Estado, los dos grandes enemigos de la religión del amor. El ministro del Interior, temiendo revueltas del campesinado, multiplica sus telegramas a las autoridades locales y envía un destacamento de gendarmes, se distribuyen cartuchos entre las fuerzas del orden y espías de paisano se mezclan entre los periodistas. El metropolitano de San Petersburgo ha enviado un mensaje exhortando a Tolstói a arrepentirse antes de «comparecer ante el tribunal de Dios», un enviado del santo sínodo tratará sin éxito de hacerlo regresar al seno de la Iglesia.

Pero, antes de ese momento crítico, ha ocurrido un intercambio de ideas fascinante que cambiará el curso de la historia moderna de Asia. Tolstói habla francés y ha sido educado en la cultura europea, pero tiene una sensibilidad oriental. No solo conoce los cuentos tradicionales árabes e hindúes (que ha versionado para las escuelas primarias) sino que está suscrito a la revista de estudios védicos y conoce el trabajo de orientalistas rusos como Minayev, Oldenburg y Stcherbatsky, que han sentado las bases del estudio académico del budismo y su filosofía. Cuando era estudiante en la Universidad de Kazán eligió las lenguas orientales (arábigo-turcas). En esa época conoció en un hospital a un budista al que un bandido había herido de gravedad y que no planeaba venganza. El joven Tolstói se quedó perplejo, pero en aquella época no estaba preparado para asumir la no violencia. El torrente de la vida debía ocultarla, dejarla en suspenso treinta años. De hecho, poco después se alistó en el contingente de artilleros (igual que Wittgenstein, que llevó su Evangelio abreviado en las trincheras) para combatir en la guerra del Cáucaso.

La historia de cómo la doctrina de la no violencia regresó a la India se desarrolló mucho después, cuando las fuerzas de Tolstói habían empezado a declinar. Gandhi solía decir que había extraído esa doctrina de la Bhagavadgītā y de las Upaniṣad. Nada más lejos de la realidad. Ninguna de esas obras defiende la no violencia. Es más, en ambas se justifica el sacrificio como ineludible necesidad de la vida humana y animal. Nos comemos unos a otros y juntos crecemos, dicen los Vedas, ese es el verdadero fundamento de la comunión universal. Gandhi no conoció estos clásicos de la literatura sánscrita hasta que fue un abogado en Londres. Y lo hizo por mediación de la Sociedad Teosófica. Gandhi extrajo su doctrina de la no violencia del anarquismo cristiano que Tolstói expone en El reino de Dios está en vosotros, una obra que, en sus propias palabras, lo «abrumó y marcó para siempre». El libro había sido prohibido en Rusia, pero circulaba en copias clandestinas y fue rápidamente traducido en Francia e Inglaterra. Tolstói no solo se inspiraba en los antiguos indios, había recogido las doctrinas de antimilitaristas y pacifistas marginales como Garrison, Ballou y Chelčický, y de algunas sectas rusas como los dujobori. Este movimiento religioso y social era insumiso al servicio militar y había sido perseguido y masacrado por el Estado zarista. Tolstói los ayudó financieramente a emigrar (mediante una colecta entre amigos acaudalados y sus derechos de autor de Resurrección). Fletó el barco que los condujo a Canadá.

Poco después Tolstói recibe una carta de Tarak Nath Das, un revolucionario violento, muy alejado de pacifismo, que dirige la gaceta Free Hindustan. Le solicita unas palabras de apoyo para su causa: la liberación del pueblo indio. El ruso le responde con un tratado breve, Carta a un hindú, plagado de citas de la literatura devocional de la India. La carta circulará por medio mundo y caerá en manos de Gandhi. En 1901 el joven activista escribe por primera vez a Tolstói para pedirle consejo y permiso para reimprimir la carta en Indian Opinion, la gaceta que dirige en Sudáfrica. Posteriormente la traduce él mismo al gujarati. «En cada individuo hay un principio espiritual que da vida a todo lo que existe, ese elemento espiritual tiende a unirse con todo lo que es semejante a sí mismo, y lo logra a través del amor»: Tolstói mantiene que solo a través del amor el pueblo indio podrá liberarse del yugo inglés. La aplicación individual y no violenta de esa ley, en forma de protestas, huelgas y otros modos de resistencia pacífica, es la única alternativa a la revolución violenta.

 

LA SOLEDAD DEL PACIFISTA: IGLESIA Y ESTADO

Mientras tanto, en Rusia Tolstói se queda solo. La no resistencia violenta es atacada por conservadores y revolucionarios: por los conservadores porque sin ella no podrían perseguir y ejecutar a los revolucionarios; por los revolucionarios porque sin ella no podrían derrocar a los tiranos. Los bolcheviques le repugnan porque recurren a la violencia tanto como el Estado y solo tienen en cuenta la satisfacción material del pueblo; los oligarcas porque defienden la desigualdad social y la mentira religiosa; los de en medio, los liberales, le parecen unos charlatanes de salón incapaces de manejar una guadaña.[1] Cuando estalla la guerra ruso-japonesa, contesta a un periódico norteamericano: «No estoy por Rusia ni por Japón, sino con los trabajadores de ambos países, engañados por sus gobiernos para participar en una guerra contraria a sus intereses, su conciencia y su religión». Su última novela, Hadji Murat, que no publicará en vida (sabe que no pasaría la censura), es un alegato contra el colonialismo ruso en el Cáucaso, una celebración de la vida salvaje, de la savia de las plantas y de los hombres que todavía no han perdido el sentido de pertenecía al orden natural.

Tolstói ha leído a Hobbes y conoce bien la naturaleza depredadora de los Estados. Es hijo del Imperio y ha visto como se fagocitan unos a otros. Advierte el peligro de esa carrera competitiva entre Estados nacionales, cuya tensión nos está llevando al desastre. Solo la ley del amor y la insistencia en esa verdad (satyagraha) pueden corregir la dramática situación. Ese es el diálogo ineludible entre lo ético y lo político. El sueño imposible de la espiritualización de la política y su integración en la ética.

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