El Reino está aquí, entre nosotros, y está allí, en el firmamento. En el fulgor de las estrellas que cultivan, en torno suyo, huertos de valores. El ojo se parece al sol y por eso puede ver, dicen las Upaniṣad. En la mirada amorosa arde la luz de allá arriba y todos los soles, hasta el confín del universo, son un único fuego. Esa luz nos une a todos y nos hace uno con el Uno, y no puede limitarse al compatriota o al correligionario. Aquí cabe citar el Evangelio de Juan (4.16): «Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él». Esta sí que es una de las enseñanzas de la Bhagavadgītā.

La no resistencia directa al mal aspira a despertar esa llama mortecina que todavía vive en quien odia y tortura, en quien se encoleriza con su hermano, en quien lo injuria y agrede. El Reino no necesita de sacrificios y oraciones, sino de paz y armonía. De hecho, no debería llamarse Reino (una metáfora tribal) sino vía o camino. El camino de la serenidad y la luz, esa que permite la contemplación del niño, la nube o el árbol, acompañarlos y crecer con ellos. Esa es la genuina riqueza que no pueden hurtar los ladrones. Para quien entiende esto, no hay recompensas posibles (aquí Spinoza: el premio de la virtud es la virtud misma). No puede haberlas, pues quien busca recompensas busca tener más que otro, y ese capital es incompatible con el camino.[2]

Esa es la médula de la doctrina que marcó la vida espiritual y política de Gandhi. Una esencia asiática que regresó a la India después de un largo rodeo por Europa y el Nuevo Mundo. Y esa esencia sí se encuentra en la Bhagavadgītā y las Upaniṣad, donde se llama conciencia original (ātman o puruṣa), a la que se puede acceder por diferentes vías, mediante las obras, el conocimiento o la devoción. La violencia desata fuerzas ocultas que oscurecen esa llama de luz interior. La no resistencia directa al mal permite arrancar el mal del corazón propio y del ajeno. Es persuasiva, seduce al enemigo apelando a lo más noble de su corazón, a esa llama mortecina, frágil.

 

UN SUEÑO REALIZADO

Tolstói tuvo un sueño. Lo cuenta al final de Confesión, la obra que da cuenta de la profunda crisis espiritual que sufrió a los cincuenta. Está tumbado sobre un charpai, una de esas camas tradicionales de Asia hechas de cuerdas que se cruzan sobre un marco de madera. Se siente incómodo, se mueve. Finalmente mira hacia abajo y se ve suspendido sobre un abismo interminable y oscuro. Sabe que en cualquier momento puede caer. Se inquieta hasta la desesperación. De pronto, descubre un brillo en lo alto, luego otro. Se fija en ellos y descubre más. Contempla el cielo estrellado y eso mitiga su desesperación. Siente la gravedad inversa. Se equilibra.

 

NOTAS

[1] Tampoco lo escritores parecen comprenderle, aunque algunos lo miran con afecto. Gorki, marxista y descreído, decía que Tolstói, una figura antigua, propietario y creador, un viejo brujo de ojos penetrantes, se parecía a Dios. Un anarquista que destruye los reglamentos pero que dicta otros, ni menos severos ni menos duros para los hombres. “Eso no es anarquismo, sino la autoridad de un gobernador de provincia”. Los dioses son locales. Chejov (“espíritu ateo, corazón de oro, desde el punto de vista técnico, superior a mi”) llegó a decir de Tolstói que nunca había querido tanto a un hombre como a él. “Cuando en el mundo de las letras existe un Tolstói se torna fácil y agradable ser hombre de letras. Frente a su obra, uno tiene la conciencia de no haber hecho nada. Pero no es tan terrible, porque Tolstói crea por todos”.

[2] “Nuestra vida no puede tener ningún otro sentido que no sea el de cumplir en todo momento con aquello que la Fuerza quiere de nosotros, una Fuerza que nos ha enviado a la vida y que nos ha otorgado un único e indudable guía: una conciencia racional. Por tanto, esta Fuerza no puede querer de nosotros aquello que es irrazonable e imposible: que construyamos una vida temporal y terrenal, la vida de una sociedad o de un Estado. Esta Fuerza nos exige sólo aquello que es indudable, razonable y posible: que sirvamos al reino de Dios, es decir, que contribuyamos a conseguir la unión entre los seres vivos, algo posible únicamente en la Verdad; que reconozcamos y profesemos esta Verdad revelada, algo que está siempre en nuestro poder. «Antes que nada buscad el reino de Dios y todo lo justo y bueno que hay en él, y Dios os dará, además, todas estas cosas». El sentido de la vida del hombre reside en servir al mundo contribuyendo a que el reino de Dios sea establecido.”[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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