Sobre Julián Rodríguez. Diario de un editor con perro. La casa de las montañas (2018-2019). Edición de Martín López-Vega. Colección La Gaveta. Editora Regional de Extremadura. Junta de Extremadura. Mérida. 2021.
El viernes 5 de abril de 2019 enumera Julián Rodríguez: «Trabajos, contratos, hospitales, propuestas…» y sigue más abajo «Hemos vuelto. Aquí estamos. Una propina, como dice el verso». Esta enumeración, que podemos leer casi al final de Diario de un editor con perro, constituye el primer recurso estilísticamente acelerado de unas entradas singulares precisamente por su cadencia contraria: demora, deleite -placer del ánimo y de los sentidos-, serenidad, concentración intensa en un punto no tan pequeño que por la acción de quien contempla se hace memorable y puede que hasta infinito. Quizá esta enumeración -laboral, sanitaria- resuma la exigua capacidad para quejarse de un escritor que saca lo mejor de quien lo está leyendo. Nos paramos en cada oración y, con cada una, Rodríguez nos ofrece una oportunidad de imaginar, pensar, comentar. Martín López Vega, cuidadosísimo y sensible editor de estas entradas publicadas por Rodríguez en Facebook entre 2018 y 2019, resume en la contra: «días en los que se sucede la huella de sus lecturas, músicas y paseos acompañado de Zama, en la casa de las montañas». Zama es la perra de Julián Rodríguez.
«Trabajos, contratos, hospitales, propuestas…». Esta enumeración es justo lo que no cuenta este libro. Y, sin embargo, subyace a él. Es el ritmo vertiginoso que halla su contrapeso en la vívida pausa, la pausa activa, la casa de las montañas. Puede que, además, esta enumeración sea un presentimiento de muerte. No es el único acorde elegíaco: el sábado 27 de abril el escritor recoge unas palabras de Leslie Stephen antes de morir –«Un caudal de luz mágica»– y a quienes conocimos a Julián Rodríguez se nos hiela la sangre, porque aproximadamente dos meses más tarde, Julián dejó huérfana a su familia, a su círculo de amistades y a la cultura española. El último miembro de esta serie no es hiperbólico, ya que Rodríguez no solo fue uno de los galeristas y editores más inteligentes del arranque del siglo XXI, sino también uno de los escritores más lúcidos e intrépidos de su generación. En Diario de un escritor con perro hay más descargas luctuosas: «La muerte presentida» que llega con los cazadores; el comentario de los Kidertotenlieder de Mahler con los que Alma temía que el compositor convocase la muerte de sus propios hijos… Quizá mi interpretación esté atravesada por un sentimiento adolescente de pérdida ante la muerte prematura de un hombre admirable, pero creo que este libro es un claroscuro, aunque, más allá de la morbidez o la melancolía del ojo que las lee, todas sus entradas, una tras otra, son preciosas y memorables.
Revive sus instantes a través de la escritura y, mientras escribe, está viviendo. En permanente conversación con la realidad de los textos y la textualidad de lo real. Los párrafos de Julián te invitan a entrar en una atmósfera. Son hospitalarios; te ofrecen la hospitalidad de una casa caldeada en la que se guisa, se lee y se saborea un buen vino o un té. El momento se eleva a la categoría de experiencia única. Como la de leer este libro, en el que cada palabra te coloca en una posición de deleite. En el filo exacto de celebración de la vida y el arte de vivir. El lujo de tener tiempo en este pedazo justo del presente. Ahora
En primer lugar, hay que decir lo obvio: este libro es un texto autobiográfico. Como todos. Incluso como esos textos que mencionan las puertas de Orión. Pero es que estas páginas, por su textura de subjetivismo ensayístico y su representación de fragmentos de una existencia posible, son redobladamente autobiográficas y profundamente literarias: por su vocación estilística, por esas posibles distorsiones imaginativas en las que de verdad nos retratamos, por su elegante pudor, su tangencialidad, sus escamoteos sentimentales y su búsqueda de autenticidad. No es una confesión. No es una exhibición de vísceras. Es una conversación decorosa posiblemente basada en la verdad de lo real. El pudor de Rodríguez se relaciona con un respeto hacia los lectores -hacia las lectoras, también- que se traduce en la búsqueda de la palabra justa. La palabra justa de un mundo que, por otro lado, se pierde: «El pruno, el laurel, el piorno». Tal vez, en eso consista la pequeña misión -y misión es una palabra grandilocuente que, sin embargo, le cuadra al hermoso panteísmo de Rodríguez- de quienes escriben: buscar la palabra justa para nombrar un mundo que es y que simultáneamente se extingue. En este vértice y esta metamorfosis quizá podríamos ubicar Diario de un editor con perro: uno de los visitantes de la lejana casa dice «Para ellos todo está muy cerca. A un centímetro o dos del mapa». Habla con Julián de Google Maps y, en esa distorsión del espacio -lejanía, cercanía-, también se produce un cambio en la percepción del tiempo: frente a lo vertiginoso, el escritor practica cierta lentitud para propiciar la concentración y, con ella, el disfrute. Julián Rodríguez escribe estas páginas, que quizá no sean un diario o quizá sí, en Facebook. Las palabras sobre un lugar sin wifi, un territorio de nombres casi perdidos donde aún prevalecen las estaciones y su temperatura, el placer de las siestas al sol con una mantita en las piernas o el helor de una casa cerrada entresemana, se vierten en un soporte digital y ese soporte añade un significado a lo escrito. Añade la idea de vivir un momento de crisis, entendida como transformación comunicativa y cultural. El emisor es un resistente, pero no un reaccionario: es un ser humano que entabla conversaciones en todas partes y combina melancolía con curiosidad juguetona.
El pudor familiar y amistoso se refleja en la utilización de las iniciales, y la omisión de referencias, salvo en contadísimas excepciones, a las personas de su vida. Parece el escritor un hombre solo, pero no lo es, de la misma manera que este no es el libro de un hombre que valora con cursilería la soledad de sus paseos para contarnos lo excepcional de su vida interior. Este escritor compra el pan, hace una lumbre con leña menuda, descongela un caldo, libera a un animal enredado en un alambre. Pasea con Zama que corretea sobre los caracteres de una naturaleza sagrada. Se producen apariciones -el corzo, el ciervo dios, el cuervo-. La naturaleza-texto se abre a las epifanías de un hombre, sensual y sensible, que vive con finura su condición hiperestésica: una condición que no es dolorosa y hace del mundo un lugar inhabitable como les sucede a los personajes del género de terror. Más bien, al contrario, aquí se abre una ventana para sentir el aroma de la hierba húmeda mientras se cocina una menestra y se profundiza, como si no se profundizara, en la placentera obligación de quien escribe: disfrutar buscando la palabra justa, «pochar» frente a «sofreír»; o deleitarse con la reflexión de la dependienta de la panadería: «Qué bonito este nombre, ¿verdad? Cabello de ángel». La sensibilidad lingüística de una trabajadora se adhiere a esa mirada, atenta al concepto de clase y a la vez ecuménica, la cultura y el cultivo, que caracteriza la obra de Rodríguez. No por casualidad, el texto comienza con un encuentro revelador: un fontanero visita la casa de las montañas y se sorprende por la condición «cultural» de Julián Rodríguez. Lo llama sin maldad «un pobre hombre»: un pobre hombre es alguien que acumula una sabiduría que no es natural, que no es normal, una sabiduría que acaso nos impida ser felices. El fontanero se extraña. Rodríguez escribe el diario de un hombre que no se aburre y goza sin fanatismo con lo diverso. Escribimos, hacemos la comida. Cultura, cultivo. Se puede percibir la belleza de una nevada y encerrarla en el copo de nieve de las palabras justas. Como un niño que mira las cosas por primera vez y, sin embargo, es un niño sabio, un niño melómano, consciente de que el conocimiento no estorba el placer, sino que lo intensifica. Julián Rodríguez escribe un tratado sobre el disfrute de la vida y de la cultura como parte del disfrute de la vida. La cultura del poleo y las patatas a la pobre que le enseñó a hacer su abuela hurdana son inseparables de la gozosa escucha de las distintas versiones de una pieza para piano de Fanny Mendelssohn. Sin ruralismo impostado y sin contradicción pedante: igual que la naturaleza se interpreta gracias a los aprendizajes de la cultura conocida (un Rembrandt, por ejemplo), la cultura enciclopédica se empapa del miedo al lobo o la amenaza del furtivo. Un hombre nos cuenta quién es, construye una máscara que es la persona, compartiendo estos detalles de sus largos fines de semana campestres. Una persona es su trabajo y su ocio, y el solapamiento de las dos dimensiones. «Yo mismo quiero ser confundido con otro», escribe Rodríguez fingiendo ignorar si la frase es suya o de Walter Benjamin y poniendo otra vez de manifiesto que somos plagio y metabolismo.
Julián Rodríguez es un escritor que se fija. Revive sus instantes a través de la escritura y, mientras escribe, está viviendo. En permanente conversación con la realidad de los textos y la textualidad de lo real. Los párrafos de Julián te invitan a entrar en una atmósfera. Son hospitalarios; te ofrecen la hospitalidad de una casa caldeada en la que se guisa, se lee y se saborea un buen vino o un té. El momento se eleva a la categoría de experiencia única. Como la de leer este libro, en el que cada palabra te coloca en una posición de deleite. En el filo exacto de celebración de la vida y el arte de vivir. El lujo de tener tiempo en este pedazo justo del presente. Ahora. «No cuento las horas, las conozco», toma nota Rodríguez de las palabras de Erri de Luca y nos alivia atemperando cualquier atisbo de amargura elegiaca: este libro es pura luz.