POR DAVID LORENTE FERNÁNDEZ

Era el más grande y el más bello ser bajo el cielo,

cuando, presintiendo quizá que su vida de árbol

sólo se debía a su crecimiento y que sólo vivía de crecer,

le vino una especie de locura de desmesura y de arborescencia…

Paul Valéry, Diálogo del árbol

 

Blancos, arenosos, los desiertos de la costa peruana se extienden por cientos de kilómetros a lo largo de la corriente de Humboldt, formando una superficie como de tiza, suave o terrosa a intervalos, ondulada, inhóspita o salpicada de poblaciones dispersas y capitales provinciales. Aunque no es la imagen típica con que muchos viajeros identifican al país, supone sin embargo un poderoso referente, hipnótico y reverberante, en la memoria de ciertos escritores peruanos. Describiendo su regreso al país desde Bolivia, recuerda Vargas Llosa: «Ése fue mi primer contacto con el paisaje de la costa peruana, de infinitos desiertos blancos, grises, azulados o rojizos, según la posición del sol, y de playas solitarias, con los contrafuertes ocres y grises de la cordillera apareciendo y desapareciendo entre médanos de arena. Un paisaje que más tarde me acompañaría siempre en el extranjero, como la más persistente imagen del Perú».[1]

Estos desiertos cuentan sin embargo con la presencia característica de un árbol a la vez real y mitológico. El nombre del árbol difiere según la latitud geográfica: algarrobo en el norte peruano, huarango en la costa sur. Tales colosos vegetales que, en los ejemplares más viejos, milenarios, adquieren extrañas formas, no dejaron indiferentes a los cronistas españoles. El científico y sacerdote jesuita Bernabé Cobo plasmó en su Historia del Nuevo Mundo una de esas descripciones tan evocadoras de la época: «En el Perú tienen de guarango cinco o seis especies de árboles muy parecidos entre sí, que casi todos echan unas vainas como [los] algarrobos [de España]. Al que produce los mejores frutos, los españoles le llaman «algarrobo de las Indias», pero es diferente del algarrobo de España. Los frutos del guarango son buenos para comer, y los indios en algunas partes hacen con ellos harina y pan. En algunas áreas los naturales no tienen otra cosa que comer que estos frutos. […] Los valles que más abundan de estos guarangos son los de Ica, Nazca, Guanbacho y Casma […] y Trujillo, Chicama, Guadalupe y Catacaos».[2] Por su parte, el cronista y conquistador Pedro Cieza de León describió en su Crónica del Perú las extensas «florestas y arboledas» de algarrobos que cubrían los valles norteños de Motupe, Túcume o Paramonga. «En algunas partes hazen pan destas algarrobas, y lo tienen por bueno. Vsan mucho de secar las frutas y rayzes que son aparejadas para ello, como nosotros hazemos con los higos, pasas y otras frutas».[3]

Mientras el término huarango parece proceder del quechua, el término algarrobo proviene del castellano: los españoles lo bautizaron así por su parecido con el algarrobo del Mediterráneo (también leguminosa, pero del género ceratonia); su nombre en lengua yunga o mochica era ong.[4]

 

ÁRBOLES MILENARIOS

El huarango o algarrobo (prosopis juliflora y prosopis pallida) es un árbol singular.[5] Extraordinariamente bien adaptado a las condiciones de sequía en medios desérticos, posee larguísimas raíces que alcanzan profundidades de hasta sesenta metros, capaces de captar humedades a las que otras plantas no llegan. A estas raíces verticales, a veces más gruesas que el tronco del árbol, se suma una alfombrilla de raíces que se extienden hasta ochenta metros a su alrededor. Ambas bombean el agua del subsuelo y contribuyen a mantener vivo el ecosistema entero del cual es parte el árbol. Su tronco es grueso, retorcido, de gran plasticidad al adaptarse a las condiciones locales, haciendo de cada ejemplar particular un espécimen diferente, individuado. Una bella imagen arborescente y esquemática del huarango irrumpe, rozada por la Panamericana, en las denominadas «Líneas de Nasca», sobre la pampa de San José: un gran geoglifo que traza las ramas ondulantes del árbol y una serie de raíces debajo, asociado al parecer con la noción de fertilidad.[6]

El árbol costeño de extensas raíces y ramas es semicaducifolio y está revestido de hojas menudas, abigarradas, recubiertas de cera, de un verde apagado o encendido cuando reverdecen. La corteza es áspera y rugosa, y envuelve una madera pesada, fuerte y dura. El núcleo del árbol es de color rojo, por la cantidad de tanino, resina y aceite que alberga, más del doble de otro tipo de maderas duras. Su durabilidad es proverbial: más resistente que el roble, la teca, la caoba o el nogal. Los desiertos peruanos están poblados de vestigios de tocones, estacas y horcones de huarango que han resistido el transcurso del tiempo desde épocas precolombinas, como atestigua el sitio de Cahuachi, o la Estaquería, al oeste de Nasca, donde se erigían numerosos postes mortuorios de huarango, algunos tallados con caras humanas; atestigua su resistencia la reutilización constante de esta madera en la actualidad, casi indestructible en el clima árido y seco del desierto. Hoy es común encontrarla en las estructuras de las viviendas rurales, principalmente en forma de dinteles y horcones de considerable antigüedad.[7]

El algarrobo o huarango presenta la peculiaridad de contar con ejemplares cubiertos o desprovistos de espinas, algo que los pobladores tanto de la costa norte como de los desiertos del sur conciben que denota el sexo del árbol. En general, dominan los ejemplares sin espinas, y los árboles espinosos son más bien raros. El escritor afroperuano Gregorio Martínez recoge aspectos evocadores del pensamiento de Coyungo, una pequeña población de Nasca. Escribe: «la espina, el pincho, era la seña que diferenciaba a una planta macho de una hembra […], el guarango macho tenía unos pinchos afilados que podían atravesar el pie de lado a lado […]. La hembra, no. El guarango hembra, frondoso, verde encendido, apenas tenía en las ramas una desparramadera de nudos como cacarrutas de tórtola y en medio una espinita insignificante. Nada más. Nunca era una amenaza. Y todavía la hembra daba las mejores guarangas, carnudas y jugosas. Eso nadie lo discutía. En cambio el guarango macho, ceniciento y espinudo, daba sólo unas guarangas flacas, semilludas, que los puercos las despreciaban y sólo eran buenas para forraje de los chivos. Si se hacía algarrobina con dichas guarangas, aunque le echaran azúcar, la algarrobina salía torcida que fruncía adentro de la boca cuando se la paladeaba».[8]

Al tratarse de un árbol leguminoso, el algarrobo o huarango produce sus semillas en el interior de vainas. Se trata de unos frutos alargados y de un vistoso color amarillo. Su nombre, al igual que el del árbol, difiere según la latitud: la vainita es llamada algarroba en el norte y huaranga en el sur. Son árboles prolíficos, y las dispensan copiosamente, dejando, junto al tronco, el suelo alfombrado de ellas. El fruto es dulce, nutritivo como el frijol, con proteínas, carbohidratos y azúcares que lo hacen apetitoso para una amplia serie de animales y el ser humano, lo que favorece su consumo y la dispersión lejana de las semillas. El hombre lo ha comido crudo en tiempos precolombinos, y hoy es altamente valorado su extracto, denominado algarrobina, un denso jarabe que se añade como miel a los alimentos del día.

El algarrobo o huarango mantiene una curiosa relación con el ser humano: no es un árbol domesticado, y ni siquiera se trata de un cultivo, ya que crece espontáneamente sin la necesidad de cuidado alguno para subsistir. No obstante, se trata de la planta silvestre más valiosa como alimento en los ecosistemas desérticos americanos y pareciera haber experimentado y ser en parte producto de un proceso de coevolución con los seres humanos desde la etapa de cazadores-recolectores. El aprecio por su madera para ser empleada como leña y elaborar carbón ha disminuido hoy notablemente las poblaciones de estos árboles en la costa y, aunque se los encuentra por todas partes, son casi inexistentes los árboles antiguos y los grandes bosques a que hacían alusión los cronistas; lo que se observa son plantas jóvenes que no llegan a los cien años.

No obstante, en ciertas regiones del Perú aún existen, aislados, supervivientes, grandes ejemplares de huarango o algarrobo. Cabe decir que una característica principal de estos árboles es su longevidad. La larga vida del huarango es un hecho real y al mismo tiempo una clave de su concepción mitológica, que está contenida en su etimología. Huarancca o huaranga significa mil o millar en quechua, y alude a los mil años atribuidos a la vida del árbol:[9] de ahí, en español, huarango. En aquellos lugares del norte donde al árbol se le llama algarrobo, los pobladores describen ciertos ejemplares de la misma manera: «un árbol milenario». En la lengua popular de Nasca existe una expresión que revela bien esta noción temporal; para decir que algo tuvo lugar en un pasado remoto, se dice que aconteció «hace un huarangal de años»,[10] en un tiempo mítico, inmemorial, que se remonta a los orígenes. La idea de ancestros creadores o fundadores es inseparable de la concepción del algarrobo o huarango, sin que sea necesario atribuírsela a todos los árboles, sino a ciertos colosos destacados que son ejemplos y animadores vivientes de otros árboles menores.

En lugares puntuales de la costa norte y sur del Perú subsisten algunos de estos ancestros milenarios. Es el caso del Bosque de Pómac, en Lambayeque, al norte del país, que cuenta con un árbol fechado en cerca de quinientos años. Se dice que, cuando el tronco principal alcanzó los cuarenta metros de altura, se venció dando lugar a una serie de ramas paralelas al suelo o rastreras, ondulantes como serpientes, que asumieron formas caprichosas, enterrándose y desenterrándose a medida que avanzaban en el terreno adyacente, en una suerte de auto-reproducción, eclosionando en nuevos tallos jóvenes. Aunque la corteza luce dura y oscurecida, en la parte superior —como los pobladores del lugar insisten en señalar— las hojas reverdecen: «Está vivo». Ocupa, expansivamente, varias decenas de metros a la redonda en su irregular desarrollo vegetal. Como explicó un poblador de las inmediaciones: «Con el paso del tiempo, por su misma edad, se ha abierto, y ha caído, pero estos brazos cogen tierra fértil y vuelven a surgir otra vez, de ahí va agarrando y se va engroseciendo, tiene ya nuevas generaciones. Y todo lo que es alrededor, grandes y pequeños, son algarrobos, de diferentes edades, más jóvenes, más adultos, pero éste es el patriarca».[11] La insistencia en el carácter «milenario» del árbol reside en su estatus sacro de antepasado. No cualquier algarrobo librado a su crecimiento se torna milenario. Sólo algunos reclaman este privilegio, manifestando su naturaleza fuera de lo común, que se revela en una producción abundante de algarrobas, una existencia prolongada y una inusitada capacidad de acción: evitan ser talados, se rebelan contra el hacha del leñador o buscan agredir a éste deliberadamente, dejando constancia de su sacralidad. Tampoco permiten, como se cuenta, que les crezca vegetación parásita, como les sucede a los árboles adyacentes. En el Bosque de Pómac, la población venera a este viejo algarrobo en cuyas ramas ven una cruz; fue al intentar abatirlo un leñador y herirse la mano cuando la gente interpretó que se trataba de un árbol milenario, es decir, de un ser cuya condición ontológica lo hacía partícipe de la naturaleza y propiedades genésicas de los ancestros. Hoy se dice que es un árbol milenario no porque los tenga, sino porque se asume que «va a llegar a los mil años».[12]

En la costa sur del Perú destaca otro árbol milenario. Se trata del «Huarango milenario» de Huayurí, cerca de la población de Palpa, al sur de Nasca. Este árbol cuenta con una edad de mil sesenta y cuatro años y crece, aislado, cerca del río Santa Cruz.[13] Ostenta un tronco corto de casi cinco metros de diámetro y siete ramas, inclinadas hacia el suelo, extendidas unos cuarenta y tres metros de longitud, que le hacen ocupar una considerable superficie alrededor. Las ramas, unas postradas, otras rastreras, adquieren formas caprichosas y envolventes, con la corteza contorsionada como barro solidificado. Es una enorme arborescencia desplegada en abanico junto a la cual un ser humano pasa casi inadvertido. Según los investigadores, «este antiguo árbol ciertamente queda como una poderosa ilustración de las diferentes escalas temporales conforme a las cuales las relaciones hombre-huarango necesitan ser evaluadas. Porque era un árbol joven durante el Horizonte Medio, que precedió la ocupación Huayurí y era ya viejo cuando el Inca Pachacútec Yupanqui conquistó la costa sur, unos cuatrocientos años después. Y está aún vivo hoy en día».[14]

 

EL ALGARROBO, ORIGEN DEL HOMBRE. UN MITO DE LA COSTA NORTE

En la región de Lambayeque fue documentado, en las primeras décadas del siglo xx, un mito acerca del algarrobo, clarificador en lo que respecta a la relación de este árbol con el origen de los primeros hombres. El mito explica no sólo la creación humana, sino la particular naturaleza que se le atribuye hoy al árbol. La narración refleja la textura del español local:

Luchaban en todas las esferas cósmicas los dos poderes eternos: los dioses y los demonios, el genio del bien y el poder maligno, para establecer la supremacía de sus propios derechos y rodaban por los diferentes mundos y los espacios siderales, en abierta y constante rebelión.

El bien pretendía crear al ser que lo ayudara en la obra de la evolución, al hombre, y el mal quería impedir esta realización, que le conllevaría un enemigo declarado.

Surcando el universo, llegaron aquellas fuerzas luchadoras a la Tierra, en la cual nada existía fuera del algarrobo, que era una planta rastrera, reptante, endeble y raquítica, la cual nada era, nada significaba, ni nada producía. Y a pesar de su mínima importancia, una de las lianas del algarrobo se enroscó en los pies del genio del mal, accidente que fue aprovechado por su enemigo para dominarlo.

Entonces, y en agradecimiento, dijo el jefe de los dioses: «Como si te hubieras adelantado a mis deseos, has contribuido a mi victoria. Tú serás desde hoy mi siervo, mi semejante y mi aliado. Para que tengas poder, tú serás el candidato elegido para ser hombre y tendrás las características de un dios encerrado, de un dios en potencia, de un dios encadenado. Hombre por fuera y dios por dentro, serás, desde ahora, grande y fuerte en tu aspecto; severo y sereno en tu forma; eterno y constante en tu vida. No necesitarás sino de mí, el sol, para vivir, porque a nadie debes tu emancipación sino a ti mismo y a mí».

Y al conjuro mágico se creó el indio mochica, que salió del propio árbol del algarrobo, ya mayestático.

Pero el demonio, que no estaba muerto sino cautivo, produjo su maldición diciendo: «Puesto que te has tornado en mi enemigo y has contribuido a mi derrota, yo, el genio del mal, en oposición a las virtudes que te han sido otorgadas, te concedo para siempre una parte de mí mismo. Serás mi vasallo, mi prójimo y mi aliado. Aunque seas grande y fuerte, el fuego de la pasión te convertirá en cenizas; aunque seas severo y sereno, te conmoverás cuando el viento de la adulación te roce; aunque seas eterno y constante en tu vida, pesará sobre ti el soplo del olvido y de la ingratitud, y aun cuando solamente necesitarás del sol para vivir y perdurar, estarás unido a la Tierra, con todos sus vicios y defectos, puesto que sólo así podrás aprovechar de aquella primicia celestial. Y ten presente que a mí también debes tu liberación. A ti y a mí.

Por esto:

El algarrobo es dios: él jamás llora;

el algarrobo es el diablo: nunca reza;

no necesita nada en su grandeza;

nada pide jamás, ni nada implora.[15]

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