POR DANIEL JIMÉNEZ

No conozco a José Ángel Mañas, pero me consta que es un buen tipo. Lo vi una vez, hace varios años, pasar por debajo de mi casa cruzando a destiempo un paso de peatones. Yo había salido al balcón para fumar un cigarrillo. Era mediodía. Me estaba tomando un descanso, otro más, en la escritura de mi segunda novela, que trataba precisamente de otro escritor de los 90: Ray Loriga. Aunque estaba demasiado lejos para percibirlo con claridad, me pareció ver que Mañas estaba llorando. Al instante me entraron unas ganas terribles de ponerme a llorar yo también.

Era el verano de 2016. A principios de ese año había publicado mi primera novela, Cocaína, un diario escrito en segunda persona sobre un aspirante a escritor adicto a la cocaína y a la escritura a partes iguales. El libro era excesivo, y en cierto modo agónico, porque la vida de un escritor y la vida de un adicto son excesivas y agónicas. No puedo negar que el libro, a primera vista, podía encuadrarse en el subgénero que algunos han llamado con el tiempo literatura drogada. Pero las continuas referencias al consumo de droga, en este caso de cocaína, eran más bien un recurso argumental para marcar el ritmo de la narración. Cocaína no era tanto, o no solo es, la historia de un adicto: es el retrato de un hombre deprimido en una época convulsa. En un contexto marcado por la crisis, la precariedad laboral y la sensación de fracaso generalizado, el narrador y protagonista, Daniel, intenta salir adelante tras el suicidio de su hermana pequeña. Los vínculos familiares rotos, la soledad no elegida, la rabia desproporcionada contra el mundo, el dolor por el duelo no zanjado, el miedo a seguir los pasos de su hermana y la obsesión por la literatura le acaban incitando al consumo indiscriminado de cocaína y alcohol, lo que le genera nuevos problemas y agrava los que ya tiene. La editorial decidió promocionarla como autoficción. No era cierto. Es una autobiografía.

Durante el año que escribí Cocaína fui adicto a la cocaína. Trabajaba en un bar casi sesenta horas a la semana, pero todos los días escribía y todos los días me drogaba. No sé si escribía para poder drogarme, o me drogaba para poder escribir. No sé cuál de las dos adicciones, a la escritura o a la cocaína, me sentaba peor. Una me llevaba irremediablemente a la otra, pero no sé cuál fue primero; cuál era el huevo y cuál, la gallina. Las dos, de diferente forma e intensidad, me han dejado secuelas.

En varios artículos que se publicaron, los periodistas hicieron hincapié en los parecidos de mi primera novela con Historias del kronen, la primera novela de José Ángel Mañas. Nada más lejos de la realidad. Esos agudos periodistas no parecían haberse leído la novela de Mañas, o bien no se habían leído la mía, o bien no se habían leído ninguna o se habían leído las dos pero no se habían enterado de nada. Más allá del consumo de drogas por los protagonistas de ambas obras, cierta frustración generacional y un nihilismo mal asimilado, se trata de dos novelas completamente diferentes. Durante las entrevistas hice notar mi disconformidad por la comparación. Sin embargo, para la maquinaria periodística era lo más fácil de digerir. Estaban equivocados al hermanar las novelas, pero había algo imperceptible que nos había unido a Mañas y a mí.

El éxito de Mañas prefiguró una época dorada para los jóvenes escritores españoles. Quedó finalista del Premio Nadal en 1994, encabezó las listas de ventas y al año siguiente ganó el Goya a mejor guion por la adaptación de la novela. Fue entrevistado, ensalzado y también, cómo no, denostado. Se hizo famoso. Se hizo rico. Pero no era, como nos gusta decir pomposamente, un gran escritor. Después de todo, ¿quién puede decir quién es un gran escritor? Yo no. Es decir, yo no puedo decirlo porque yo tampoco lo soy. Quizá por eso me entraron ganas de llorar cuando vi a José Ángel Mañas llorando mientras cruzaba un paso de peatones a destiempo, sin esperar a que el semáforo se pusiera en verde: porque nuestro destino estaba ligeramente hermanado en el tiempo y en el espacio. Ni muchísimo menos podía compararse la dilatada repercusión de su novela con el vuelo fugaz de la mía, pero alguien había descubierto paralelismos entre ellas; entre nosotros.

El año que esnifé peligrosamente leí casi toda la literatura yonqui que pude. No solo los clásicos como Thomas De Quincey y su libro Confesiones de un inglés comedor de opio. No solo Burroughs y sus amigos beatniks. No solo las Noches de cocaína de J.G. Ballard. No solo Hunter S. Thompson e Irvine Welsh. No solo Bret Easton Ellis y Jay McInerney. Leí tres novelas de Edward St. Aubyn, agrupadas bajo el título de El padre, en las cuales la adicción del protagonista está contada tan elegantemente que crea fascinación. Leí, claro, la Fariña de Nacho Carretero. Leí la investigación de Saviano sobre cómo la cocaína gobierna el mundo titulada CeroCeroCero. Leí los Escritos sobre la cocaína de Freud. Leí aproximaciones históricas como Polvo blanco, historia cultural de la cocaína. Leí testimonios de traficantes como Ciego de nieve de Robert Sabbag. Leí antologías de poemas con cocaína como La venganza del Inca. Leí libros de viajes como La ruta de la coca, de Charles Nicholl, libros de investigación como Los reyes de la coca y Las guerras de la coca, y relatos policíacos como los tres que se incluyen en el libro también titulado Cocaína. Leí thrillers, género que nunca me ha entusiasmado, como Dinero fácil, de Jens Lapidus. Leí el libro que se tituló Pregúntale a Alice, que se publicó anónimamente en los años 70 del siglo pasado, y que es el diario original de una quinceañera adicta a las drogas. Leí un cuento poderosísimo de Horacio Quiroga que narra un diálogo imposible consigo mismo de un muerto adicto a la cocaína a punto de ser enterrado que lo único que desea es «un poco de cocaína, por favor». Leí Cocaína, manual de usuario, de Julián Herbert, una miscelánea exquisita. Leí Novela con cocaína, de M. Aguéev, que sin duda fue el libro que más me marcó y conmocionó. Y hasta leí Diario de un cocainómano, de Gustavo Biosca, un cómico español que cuenta su adicción en primera persona, «un libro que engancha», como lo promociona la editorial a falta de otra cosa mejor.

Sin embargo, el verdadero linaje de Cocaína no proviene de los libros sobre la cocaína porque Cocaína no es un libro sobre la cocaína. Fueron mucho más influyentes y decisivos libros y autores igualmente excesivos como Memorias del subsuelo, de Dostoievski; Un hombre que duerme, de Georges Perec; El asco, de Horacio Castellanos Moya; Hambre, de Knut Hamsun; la pentalogía autobiográfica de Thomas Bernhard; los Diarios de Kafka y también, imposible negarlo, la obra y la actitud de Roberto Bolaño. Es evidente que la ópera prima de Mañas, con todos los aciertos y errores que pueda tener, no fue uno de mis modelos a imitar.

Cuando vi a José Ángel Mañas cruzar la calle esa mañana, hacía poco tiempo que había publicado su último libro, una novela negra que había tenido cierta repercusión (aunque lo que le ha devuelto a la rueda mediática han sido las novelas históricas que ha ido publicando en estos últimos años). Se había vuelto a hablar de él por el estreno de un documental sobre los escritores de su generación que eclosionaron a mediados de los noventa titulado Generación Kronen. Yo fui a una de las proyecciones que se hicieron y salí con unas ganas irrefrenables de dejar de escribir. Todo esto, pensé, ¿para qué? La escritura, los premios, la fama, el dinero, las drogas, ¿para qué? ¿De qué sirven?

En dicho documental se ve a Pedro Maestre confesando que tiene once novelas inéditas y que si no logra publicar alguna tendrá que buscarse un trabajo para vivir; a Pablo González Cuesta relatando los incumplimientos de sus contratos de publicación que le llevaron a desistir y largarse a Chile; a Paula Izquierdo añorando los tiempos en que los escritores podían vivir de los anticipos; a Marta Sanz lamentando que los escritores siempre serán unos muertos de hambre; a Javier Azpeitia saludando el fin de la relevancia de los escritores y de sus novelas como algo coherente con los tiempos que nos ha tocado vivir, y remarcando, con ironía o no, imposible saberlo: «Y está bien que sea así».

Thomas de Quincey, autor de Confesiones de inglés comedor de opio.

Al escuchar las declaraciones de varios de los entrevistados, me enteré de que muchos de ellos no tenían la sensación de pertenecer a un grupo o tendencia, y además preferían no hacerlo. Algunos se niegan unos a otros, se quitan valor, se desmarcan, se ridiculizan. Lo más desolador del documental es comprobar que los jóvenes siempre están perdidos cuando entran en el mundo de los adultos, un mundo donde las reglas las ponen otros cuyos intereses nunca están del todo claros, y cuando lo están resulta difícil de creer. Lo más asfixiante es certificar que la literatura del exceso, y la nueva narrativa de los 90 desde luego lo era en muchos sentidos, tiene fecha de caducidad, y que los escritores jóvenes no somos más que artefactos imperfectos en manos de niños cabreados. Juguetes rotos, como alguien dice sobre el propio Mañas. El verdadero valor de ese documental, lo que de alguna forma le da sentido a nuestra vida y a nuestro empeño por seguir escribiendo, es la actitud de Mañas, a quien el director le dedica más metraje y se convierte en el protagonista. Mañas habla despacio y se mueve tranquilo y sin nostalgia por los recuerdos de una época que pudo ser suya y que ya no lo es. «Porque se acabó la fiesta», como afirma en un momento dado Juana Salabert, lo que aplicado a nuestra época genera dos reflexiones: una, trágica, y es que casi todos los escritores somos estrellas fugaces; otra, esperanzadora, y es que, para algunos, la muerte mediática no es el final de este valle de lágrimas que es la escritura. Casi al final de la cinta, el director del documental le pregunta a Mañas qué pinta él en el mundo literario. Y entonces Mañas responde sereno, con la hechura que dan las decepciones: «Nada. No pinto nada».

Quizá por eso lloraba Mañas la mañana en que lo vi cruzando a destiempo un paso de peatones debajo de mi casa. Pero también puede que no fuera Mañas. Cada vez veo peor de lejos y no llevaba las gafas, y puede que fuera un simple paseante que acababa de discutir con su pareja o había descubierto que tenía una enfermedad incurable o le habían echado del trabajo o qué sé yo. Lo más probable es que no fuera Mañas y que en algún lugar estaba escrito que yo, esa mañana de julio, debía ponerme a llorar como un niño, como un desheredado, sencillamente porque sí, porque somos estrellas fugaces, porque llevaba días sin querer escribir y porque nada de lo que escribía tenía sentido, porque me había acostumbrado a escribir drogado y todo lo que escribía estando sobrio me parecía tremendamente aburrido y no menos excesivo, solo que en los textos que acabaron siendo mi segunda novela lo que de verdad era un exceso era yo mismo, pero sobre todo lloraba porque mi pareja estaba cada vez más harta de que no fuera capaz de remontar y en vez de eso me pasara todo el día en pijama deambulando por la casa, sin apenas comer, sin leer y sin hacer nada de provecho salvo escribir una novela para resarcirme o para vengarme porque empezaba a ser consciente, igual que Mañas, de que yo no pintaba ni pintaría nada en el mundo literario.

Es cierto que, gracias a Cocaína, gané el II Premio Dos Passos. Me dieron doce mil euros y entré a formar parte del catálogo de Galaxia Gutenberg. Conseguí ser representado por la agencia literaria Dos Passos. Dejé el trabajo en el bar y borré el teléfono de Andrés, mi adorable y fiel camello. Me apunté a un gimnasio y me propuse hacer vida de escritor, pero esta vez sin excesos. Leer, escribir, pasear. Rentabilizar mi adicción a la escritura. Profesionalizar mis esfuerzos. Hacer carrera. Desintoxicarme.

Nada de eso me resultó fácil. Cocaína me abrió algunas puertas y me cerró otras. Casi diez años después y cinco libros más publicados, sigo siendo el autor ese que escribió aquel libro donde se ponía fino de cocaína. Las pocas veces que me llaman para escribir una colaboración en la prensa, como en este caso, me piden que escriba sobre mi relación con las drogas. Me han llegado a proponer participar en un programa de televisión más bien escabroso sobre el elevado consumo de drogas entre los jóvenes, como si yo tuviera alguna respuesta, como si yo fuera un sociólogo o un psicólogo o, ya puestos, un camello. No me molestó la propuesta, pero decliné la invitación. Era una manifestación evidente del estigma asociado a los consumidores y a los adictos a las drogas. Un estigma que no se reproduce con los adictos a otras sustancias o comportamientos igualmente erráticos aunque legales.

Si escribo ahora sobre mi relación con las drogas es porque antes, y por encima, se valora mi relación con la literatura. Yo no escribí Cocaína para exhibirme ni para mercadear con mi intimidad. Tampoco lo hice como advertencia a las nuevas generaciones ni mucho menos como manual de autoayuda. De haberlo hecho así, seguramente habría vendido más libros y no tendría que haber vuelto a trabajar en un bar a jornada completa. Mi motivación fue exclusivamente literaria. Lo importante de mi experiencia con las drogas no era mi testimonio más o menos realista, más o menos morboso, sino mi experiencia con la escritura, el trabajo con el lenguaje, los hallazgos formales, si los había, y la estilización de mi estilo, si lo tengo; es decir, mientras aspiraba cocaína y escribía que escribía y que aspiraba cocaína, lo único a lo que aspiraba realmente era a convertir en buena literatura la peor época de mi vida. Me gustaría pensar que lo conseguí.

Al fin y al cabo, Mañas, o quien fuera la persona que vi aquella mañana de julio de 2016 cruzando un paso de cebra a destiempo, tiene razón. Se puede llorar en plena calle, a moco tendido, con rabia y desesperación, pero un escritor que aspira a ser un gran escritor, o un escritor que simplemente quiere vivir de su escritura, no puede pararse y esperar a que el semáforo se ponga en verde. Tiene que caminar, caminar y caminar y seguir caminando y seguir escribiendo y no detenerse jamás.