En el año 2021, un estudio científico publicado en la revista People and Nature reveló un descubrimiento descorazonador: el Centro Alemán para la Investigación en la Biodiversidad Integrativa concluyó, después de estudiar 16 000 obras literarias escritas por 4000 autores entre 1705 y 1969 (y digitalizadas en el marco del Proyecto Gutenberg), que desde 1835 la presencia animal había decrecido en ellas de forma notable. El desarrollo exponencial de las ciudades durante ese tiempo provocó una desconexión con la naturaleza directamente asociada con el cambio climático y las resistencias que despierta. En relación con este desconocimiento, se podía concluir que en los textos literarios hay un número cada vez menor de especies de flora y fauna, al tiempo que se multiplican los términos genéricos: el árbol en el lugar del almendro o el almez, el pájaro en el lugar del petirrojo o el picogordo. De ser así, estaríamos ante una situación francamente dramática: la de una literatura fraguada por sujetos miopes en un mundo evanescente.
Es un hecho cierto que la mayor parte de nuestro tiempo se desarrolla, en muchos casos, de espaldas a la naturaleza y a las distintas formas de vida del planeta. Vivimos en lugares donde, como se lamentaba el poeta chileno Jorge Teillier, «nadie conoce el nombre de los árboles» y somos perfectamente capaces de desoír los cantos dispares de las aves que conviven con nosotros incluso en las ciudades más urbanizadas. Apenas nos inquieta durante un segundo conocer que en los océanos existen colosales islas de plástico tan grandes como la suma de varios países de Europa y nos sorprende descubrir que el pulpo es un animal tan inteligente que quizás en algún momento valoremos la posibilidad de dejar de comerlo. Si este es el ser humano que somos, no puede sorprendernos que produzca una literatura tan enfrascada en sus asuntos y tan ajena a los de las demás formas de vida.
Al mismo tiempo, sin embargo, es posible esgrimir motivos para la esperanza. En primer lugar, se podría asumir que la poesía es la forma de escritura más apta para resguardar y celebrar el vínculo humano con la naturaleza. Desde los poemas más primitivos hasta los más contemporáneos, la poesía ha estado siempre receptiva a dejarse impresionar por el misterio de los territorios y de las otredades no humanas, a reflejar la admiración y el asombro ante el susurro del viento que agita las hojas de los abedules o el silencioso destello eléctrico de una luciérnaga en la noche. Desde el fondo de la lírica griega arcaica hasta, por ejemplo, Mary Oliver, que instiga a prestar atención emocionada a la vida que nos rodea, la savia de la naturaleza ha alimentado la creación de los poetas. Como sostiene Ángela Segovia en el ensayo de este dossier titulado «Léxico natural», sus imágenes conforman un núcleo vertebrador de la poesía: «hemos conservado ese léxico en nuestros poemas porque la poesía y el lenguaje de la naturaleza hicieron una alianza sanguínea desde el principio». A pesar de que nuestra desvinculación con el ámbito de lo natural ha sido cada vez mayor, la poesía, habituada a ser expresión de resistencia, ha preservado –en cierta medida– este enlace esencial y ha dado lugar a todo tipo de paisajes, oscuros como los de Georg Trakl, con campanas dolorosas que atraviesan los negros ramajes, o encantados como los de Marosa di Giorgio, de donde salen caminando las flores multicolores. Por eso, ahora que vivimos enajenados tanto del mundo como de nosotros mismos, propone Segovia que la poesía podría devolvernos a la naturaleza y a nuestro propio ser.
Es necesario pensar entonces si la poesía es ciertamente un reducto frente al menoscabo de lo viviente y, en caso afirmativo, de qué manera se enfrentaría a esa pérdida de la pluralidad. Niall Binns ha propuesto hablar del concepto de biodiversidad poética para estudiar la capacidad de un poema a la hora de construir un ecosistema literario donde las distintas especies de flora y fauna mantienen diferentes relaciones entre sí. Se trataría de una pregunta «que en las próximas décadas irán formulando lectores cada vez más impacientes e intolerantes con el ombliguismo humano de tanta literatura contemporánea», augura Binns en «De Rubén Darío a Humberto Ak’abal. Sobre biodiversidad y competencia ornitológica», ensayo recogido en este dossier.
De la misma manera que es necesaria una competencia literaria para descifrar los rudimentos básicos de un texto, tal y como explicó Jonathan Culler hace medio siglo, Binns plantea la necesidad de poseer además una competencia ecológica –declinable a su vez en una competencia botánica o una competencia ornitológica– que permita interpretar los elementos naturales que aparecen en los poemas. ¿Cómo comprender plenamente el poema de Juan Ramón Jiménez sobre el mirlo sin poder vincularlo a una vivencia personal de deleite al escuchar su canto en los crepúsculos de cada primavera? «La madreselva se cerró al amanecer / y yo, sin su perfume, seguí creyendo en la poesía», escribió el poeta peruano José Watanabe en Banderas detrás de la niebla (2006), y es probable que la mayoría de sus lectores de hoy no sean capaces de asociar esa referencia a un olor concreto. Si buena parte de la historia de la poesía es inseparable del imaginario natural, el lector del XXI que carece de una experiencia vívida del mismo se ve abocado a realizar una hermenéutica apagada, condenado a la ceguera, la anosmia y la sordera en un exuberante hábitat literario.
La relación intrínseca entre la poesía y la naturaleza ha ido puliendo a lo largo de los siglos ese léxico natural que es todo un diccionario de descubrimientos, como muestra Clara Obligado en su ensayo «Los árboles y la traducción». Allí recoge términos tan hermosos como «celaje», que es el aspecto que tiene el cielo cuando está surcado de nubes tenues y colores de distintos matices, o «cencellada», que se refiere a la niebla congelada de la noche. E incluye también una palabra quizás todavía más bella: «desextinción», lo que permite acariciar la posibilidad de recuperar especies o ecosistemas desaparecidos. Una vuelta al pasado para hacer reaparecer lo perdido: «Poner nombre a la esperanza es, también, una estrategia de supervivencia».
¿Qué sucede mientras tanto en el ámbito de la narrativa? A partir de las conclusiones del estudio aparecido en People and Nature, el escritor británico de literatura infantil Piers Torday respondió en The Guardian –«Animals have dwindled in novels since 1835. Is fiction undergoing its own extinction event?»– que, a pesar de algunas excepciones (entre las que él destacaba a Elif Shafak y Richard Powers), los novelistas acostumbran a ignorar los últimos descubrimientos en torno a las formas de vida no humanas, ya sea sobre la inteligencia de los pulpos, las formas de comunicación entre los árboles o los poderes mentales de los hongos:
Hay millones de libros sobre el ser humano, que contienen multitud de puntos de vista antropocéntricos. Pero ninguno de nosotros tiene un futuro sostenible en este planeta a menos que actuemos para proteger a los otros millones especies con las que convivimos. Los científicos están haciendo descubrimientos radicales sobre cómo interactúan y se comportan estos organismos. Quizá haya llegado el momento de que los autores de ficción nos formemos y aprendamos a representar de forma radical y auténtica la voz no humana en la página.
En efecto, parecería que ha llegado el momento y que un número creciente de escritores de hoy están recogiendo el guante o al menos identificándose con un planteamiento como este. Cada uno de ellos, naturalmente, trae su propio programa ético y estético, pero todos se encuentran en la idea de que la literatura que necesita nuestro tiempo debe dejar atrás el sesgo antropocéntrico y apuntar hacia otras articulaciones y otros espacios, expandirse en otros afectos. Son los excéntricos, como propone Gabi Martínez en el ensayo de este dossier titulado «Un aire nuevo y excéntrico», una serie de narradores que, en lugar de enfocar hacia lugares preestablecidos y contribuir a discursos esclerotizados, formulan miradas y epistemes distintas. Un rasgo importante es que la propuesta de estos escritores no debe leerse como una expresión conservadora ni como la pulsión nostálgica del regreso a un pasado edénico en comunión con la naturaleza, sino más bien lo contrario, y ahí radica la fuerza política de su gesto: constituyen una luminosa vanguardia, una avanzada resplandeciente que concibe una renovación en los temas pero también en las formas de lo literario. En ese sentido, Gabi Martínez se refiere a ellos como a esos «esbeltos excéntricos que, desde sus laboratorios silvestres, están proponiendo letras como raíces frescas, perfumadas con un aire nuevo, heraldos de lo que vendrá».
Hay que recalcar entonces que para muchos de estos autores la apertura de la mirada es inseparable de la apertura de las formas: en el momento en el que se desplaza al ser humano del centro de la novela, es asimismo necesario reinventar sus estructuras. «No se trata de bogar por lo animal, de convertir a los animales en protagonistas pero a la vez seguir apostando a novelas o narrativas que en el fondo siguen siendo fieles a esa idea de mundo intrínsecamente ligada al reinado antropocéntrico», defiende María Sonia Cristoff en «Narrativa mula: hacia una poética animal», que forma también parte de este número. A partir de un animal híbrido y estéril como la mula, Cristoff fundamenta su pensamiento en torno a las narrativas mezcladas, que hacen confluir voces y elementos de distinta especie, cuestionan la productividad y el orden del género de la novela y constituyen por ello mismo el esperado cambio radical de perspectiva. Esto último resulta primordial, en la medida en que para las poéticas animales no es tan imprescindible erigir a un animal en protagonista de sus narraciones como adoptar un punto de vista desde el que la especie humana se relacione de forma igualitaria con el resto de los habitantes del planeta.
Como es lógico, la presencia de lo animal en las obras literarias se manifiesta de maneras muy distintas. Berta García Faet propone en este dosier una metodología de lectura de las múltiples figuraciones de lo animal en «Interés y perspectiva: notas sobre el deseo de animalizar a los animales». Para ello, establece un continuum en función del mayor o menor antropocentrismo que pueda regir la construcción de los textos, atravesado por dos criterios: el interés –que implica la curiosidad y atracción por lo animal– y la perspectiva –que conlleva una comprensión y una empatía en cuanto al modo específico de existencia de cada cual–. Como resultado, García Faet propone cuatro grandes tipos de animalidad literaria: el animal como metáfora, el animal como otredad, el vínculo animal-humano y una última clase que estaría naciendo ahora y que sería precisamente la literatura militante y politizada que discute y subvierte esas relaciones entre humanos y animales. Al respecto de esta última categoría, concluye que «necesitamos interés (conmoción, saberes); necesitamos perspectiva; necesitamos trenzar ciencias, humanidades (incluyo la teoría política y la filosofía del derecho) y artes. Ir más lejos desde las artes de lo que van desde las ciencias y las humanidades».
Entonces, el desafío crucial que espolea a los escritores tiene que ver con encontrar la manera de representar el mundo animal sin caer en la antropomorfización; con lograr el modo de focalizar sus textos en una mente animal que, aun a pesar de los avances de la ciencia, sigue siendo un misterio para la nuestra. En el ensayo aquí incluido, «Las palabras del león», Santiago Wills discute con Jonathan Franzen, cuyo artículo «The Problem of Nature Writing», publicado en 2023 en The New Yorker, sostiene que una doble dificultad afecta a quienes practican esta literatura: por un lado, el hecho de que en el pensamiento animal no exista una individualidad o una «particularidad del yo» y no pueda, por lo tanto, construirse una evolución o un posible arco dramático como sucede con los personajes humanos de una novela; por otro lado, la necesidad estratégica de poner siempre en juego un vínculo con un ser humano que sea capaz de emocionar y seducir a los lectores no convencidos, y que funcione así como espejo y los gane para la causa. Wills refuta a Franzen mostrando que los animales poseen, por supuesto, un amplio abanico de emociones y sentimientos que nos emparenta con ellos, un rico mundo interior que los hace merecedores de que imaginemos e inventemos sus historias, puesto que «la literatura ofrece un espacio inigualable para explorar esas vidas hasta hace poco relegadas». Siguiendo ese camino, estaremos cada vez más cerca de lograrlo, de comprender sus signos y descifrar sus huellas.
La huella, ya lo sabemos, es aquello que está y no está al mismo tiempo, la presencia física de una ausencia: de ahí el encantamiento poético que produce y su reverberación simbólica en tantos asuntos de la vida y de la muerte. En ese sentido, todas las huellas son «Rastros de fantasmas», como se titula el ensayo de Jorge Comensal incluido en este número, donde el escritor da cuenta de su fascinación por las pisadas de los lobos, convencido de que ellos «son el espejo salvaje de nuestra especie». Muchos otros han sido tocados por el hechizo del lobo, y entre ellos el pensador francés Baptiste Morizot, que en libros cautivadores como Maneras de estar vivo expone sus reflexiones desde la práctica, es decir, desde la investigación sobre el terreno del comportamiento de estos mamíferos. A partir de ahí, Morizot propone el rastreo como una forma de conocimiento basada en la búsqueda y la interpretación de los signos y los vínculos entre especies, un modo de salir del ensimismamiento y dirigir la mirada hacia el afuera. Para ello es necesario que activemos nuestra «sensibilidad vibrátil» hacia esas alteridades –alteridades con las que por otra parte estamos feliz e inevitablemente emparentados– que constituyen dentro de su singularidad el espléndido conjunto de los vivos.
Quizás en estos tiempos sea más importante que nunca, en un sentido no solo ecológico sino también literario, activar nuestra sensibilidad vibrátil y volver la mirada y la atención a esas otras alteridades. Después de que el arte y la literatura tomaran un giro autobiográfico que terminó desembocando en el callejón sin salida de la hipertrofia del yo, hoy se hace necesario recuperar el sentido de lo colectivo y volver a imaginar una escritura abstraída de lo propio, ajena de sí y en íntimo contacto con el mundo.