En el sótano de la Biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, hay una bóveda con temperatura controlada en cuyo interior descansan algunos de los mayores secretos de la literatura latinoamericana del siglo XX. Están ahí los papeles personales, cuadernos, manuscritos y cartas de Reinaldo Arenas, Julio Cortázar, Rosario Ferré, Guillermo Cabrera Infante, Elena Garro, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Ricardo Piglia, José Donoso, Enrique Lihn y Margo Glantz, entre muchos otros. Cualquiera puede sacar una credencial y solicitar acceso a esos archivos, entre los que tienen también diez cajas con todos los diarios y cuadernos de Sergio Pitol.
En febrero de 2024 tomé el tren hasta Princeton, desde Penn Station, para ir a revisar los diarios de Pitol en la sala de consulta de las colecciones especiales de la biblioteca. No tenía ninguna razón para hacerlo, más allá de que llevo muchos años leyendo a Pitol y muchos años leyendo y escribiendo diarios personales. Tenía un día libre y un fetiche, que conservo, por los cuadernos, la marginalia, los apuntes incompletos y las marcas que la vida va dejando en los textos y en el papel. Como cualquiera que haya leído la Trilogía de la memoria de Pitol, estaba más o menos familiarizado con algunos fragmentos de sus diarios, los que él mismo decidió incluir ahí, pero tenía curiosidad por ver su escritura de puño y letra, entender cómo organizaba sus bitácoras y conocer qué tanto de lo que escribía ahí pasaba al libro sin correcciones.
A Pitol lo conocí una sola vez, en Bogotá, en una feria del libro en la que México era el país invitado. Él era el escritor más viejo de la delegación; yo, el más joven. Coincidimos en el lobby del Hotel Tequendama. La enfermedad que le fue carcomiendo el lenguaje ya era notable, pero todavía conversaba más o menos y fingía interés como hacen los escritores amables con los jóvenes impertinentes. Aquella vez en Bogotá cruzamos unas cuantas frases y luego alguien se incorporó al grupo, lo agarró de un codo y reclamó su atención. Pitol sonrió, me dirigió una mirada risueña y caminó rumbo a la calle. En Princeton, quince años más tarde, me dispuse a leer los diarios de Pitol como si quisiera retomar esa conversación interrumpida.
A las 10 am dejé en un casillero mis pertenencias personales, salvo mi laptop y un celular (está prohibido entrar al área de colecciones especiales con cuadernos o plumas). Me lavé las manos por indicación de la bibliotecaria, me dieron acceso a la sala de lectura, elegí una mesa y pedí que me trajeran las primeras tres cajas de los diarios de Pitol. Mi intención era leer cuanto me fuera posible.
Sergio Pitol no era uno de esos diaristas obsesivos que escriben siempre en el mismo formato de cuaderno, con la misma tinta. El primer cuaderno, en orden cronológico, es una agenda médica en cuya portada se lee «Libro de Consultorio 1968». En el margen superior de cada página par se pueden leer anuncios de diferentes fármacos. Así, en una de las primeras páginas del diario, el encabezado reza: «Tiaminal B12. 500 mcg. Antineuríticos, antineurálgicos. Dosis media: 1 mL diario o en días alternos, intramuscular, profunda y lenta». Y más abajo, en la elegante manuscrita de Pitol: «Viva Dubček. Viva el Socialismo checo».
Más adelante usó agendas propiamente dichas, pero imponiendo su propia temporalidad a las fechas rígidas de la libreta: aunque el encabezado de la página dijera «5 de abril», Pitol anotaba debajo, por ejemplo, «28 de junio», escribiendo entradas que se extendían a lo largo de varias fechas, saltándose días y, a veces, semanas enteras de silencio. En otros momentos usó también cuadernos escolares en octavo y hasta libros de contabilidad para llevar su diario.
En los primeros cinco minutos de hojear aquellos volúmenes me di cuenta de lo absolutamente inútil que era mi proyecto: si leía entrada por entrada podía pasar un día entero con cada uno de los cuadernos. Eran alrededor de treinta estrictamente hablando, más otras miles de entradas que habían sido transcritas y capturadas digitalmente, además de los «cuadernos de trabajo», donde Pitol alternaba notas para sus libros y traducciones con algunas secuencias de entradas de diario propiamente dichas. Si quería darme una idea de la práctica diarística de Pitol, tenía que pedir una beca y dedicarme a ello de manera casi exclusiva durante al menos tres meses. Yo sólo tenía, de momento, un día. En vista de eso, renuncié a la lectura exhaustiva y me propuse leer de manera transversal, buscando fechas o periodos que me parecieran especialmente interesantes.
Pero otra vez, la dimensión de la empresa, aunque más modesta, empezó a rebasarme muy rápido. Sólo en el primer cuaderno (de marzo de 1968 a diciembre de 1971) había suficiente material para varias tesis. En el verano del 68, Pitol (entonces agregado cultural de México en Yugoslavia) reacciona horrorizado a la invasión soviética de Checoslovaquia y el fin de la Primavera de Praga, que tanta esperanza le había provocado a comienzos de año. Poco después, sufre una crisis de ansiedad mientras sigue a la distancia la escalada de violencia y represión estatal que finalmente desemboca en la matanza de Tlatelolco, el 2 de octubre. Estando en Belgrado, no entiende muy bien qué es lo que ha pasado, y le cuesta encontrar información fidedigna sobre la actuación del gobierno hasta que logra hablar con su gran amigo, Carlos Monsiváis, y con María Luisa La China Mendoza; ellos le explican la gravedad del crimen y, en consecuencia, Pitol toma la decisión (sopesada en el diario) de renunciar al cuerpo diplomático mexicano a manera de protesta. Eso lo deja un poco a la deriva: se plantea mudarse a Ginebra, a Portugal, pasar una temporada en Zagreb o escribirle a Margo Glantz a ver si lo ayuda a conseguir trabajo en Inglaterra. «Se me ocurre también ir a Belice. O un trabajo fijo en Madrid», escribe. Tiene 34 años, no sabe quedarse quieto y siente una «terrible incertidumbre» sobre sus «dotes de escritor».
Mientras decide a dónde ir, se enamora por primera vez en mucho tiempo: «de golpe se ve una cara y todos los demás dejan de existir». Cuando el diario entra en confidencias amorosas, sin embargo, Pitol abandona el castellano y se pasa al polaco, así que no entiendo un carajo. Sudoroso, hambriento, desesperado en la sala de consulta de las Colecciones Especiales de la Firestone Library, intento transcribir las entradas en polaco en Google Translate, a ver si le arranco algún secreto a aquellas páginas. Pero la letra de Pitol es confusa y no conozco la ortografía polaca, así que obtengo muy poco.
Lo que es claro es que ser homosexual podía costarle a Pitol la carrera diplomática si alguien, de casualidad, leía sus cuadernos. Años más tarde, ya retirado y en Xalapa, releerá sus diarios pluma en mano, tachando las partes donde por prudencia había escrito «ella» al referirse a un pretendiente y agregando, en una letra menos críptica, un «él» inequívoco. Este es el único acto posterior de revisión que pude rastrear en los diarios, y no me parece menor: volver sobre la propia vida para acabar, de una vez por todas, con ese miedo, remanente de otra época.
Después de recorrer media Europa, Pitol recala en Barcelona en 1969, por insistencia de Beatriz de Moura. «¡Qué rancho es España! ¡Qué enorme rancho! ¡Y qué lata los Donoso! Descubro que tengo poquísimos amigos aquí». Empieza a trabajar ahí en su mítica serie de Los Heterodoxos para Tusquets, traduce —de nuevo— a Witold Gombrowicz, malvive con trabajitos como freelance para varias editoriales.
Son años en los que bebe mucho alcohol, una tendencia que después moderaría hasta convertirse en el señor elegante y ascético que vivía encerrado en su casa de Xalapa.
Hacia las dos de la tarde, en el sótano de la biblioteca Firestone, el hambre me impedía concentrarme en la lectura. Hice una pausa para comer una ensalada a toda prisa: no quería perder ni cinco minutos antes de seguir descifrando la caligrafía de Pitol. Cuando volví a la sala de lectura, tomé un diario mucho más tardío, de la última etapa de su vida, cuando estaba ya instalado de nuevo en México, a principios de los años 1980.
Una lectura de los diarios de Pitol que sea fiel a la poética de su autor tendría que practicar esas discontinuidades. En El arte de la fuga, por ejemplo, ofrece fragmentos dispersos de sus diarios entre 1980 y 1984 relativos a la concepción y composición de El desfile del amor. Más adelante, transcribe en totalidad las entradas que corresponden a los primeros meses de 1994, llenas de conversaciones, desplegados y reflexiones sobre el alzamiento zapatista de ese año. Pitol evitaba, a toda costa, la domesticidad aburrida del orden cronológico y la autorreferencialidad blanda. Por eso el diario de Pitol es mucho más que anécdota autobiográfica. Es, según escribe en El mago de Viena, «mi cantera, mi almacén, mi alcancía». En su Trilogía de la memoria el diario es una de las posibilidades del ensayo, y no sólo del ensayo personal autobiográfico, sino del ensayo de ideas y la crítica literaria, pues en Pitol hay una continuidad entre las lecturas y los viajes, las ciudades y los libros, los amigos y los autores releídos.
24 de julio de 1981. «Tuve una pesadilla desagradable anoche; otra hoy en la siesta de la tarde. Había muertos, había una capa subterránea de sexualidad, algo de mofa, de discriminación hacia mí, y larguísimas esperas llenas de incertidumbre». 8 de agosto de 1981: «Estoy intranquilo. Toda la semana estuve muy inquieto. Mal del estómago, con pesadillas atroces (en una vi cómo Luis, Monsi y yo caíamos en una celada y unos rancheros iban a acuchillarnos)». Los periodos que Pitol pasa en la Ciudad de México tienen un aire opresivo. La ciudad letrada se le aparece como un lugar lleno de personajes desagradables, intrigas de salón, politiquería. Crítico por igual del autoritarismo soviético y de los intelectuales alineados con Estados Unidos, Pitol reclama un espacio de excepción y soledad creativa para sí mismo. «Cuando recuerdo la actitud de Vargas Llosa en Managua, más y más repugnante me resulta la actitud de los escritores ligados al imperialismo», escribe.
El antídoto lo encuentra siempre en la amistad y la lectura detenida que la traducción permite. Luis Prieto, Carlos Monsiváis, Mario Bellatin, Margo Glantz y Juan Villoro desfilan como salvadores, interlocutores y fuentes de inspiración en las páginas del diario (no sin los ocasionales desencuentros, en general por discrepancias políticas), lo mismo que la traducción de Virginia Woolf, la lectura del Oblomov de Goncharov o el diario de Kafka.
«En los últimos tiempos me ha ocurrido ser a menudo consciente de que tengo un pasado», escribe Pitol al comienzo de El arte de la fuga, y el diario es el recurso textual del que Pitol echa mano para presentar ese pasado en toda su complejidad. No impone un orden a sus recuerdos, sino que se permite saltar de una década a otra, pasando de la escritura retrospectiva al presente perpetuo del diario, de Roma a San Francisco a la Plaza Río de Janeiro en la Ciudad de México. El resultado es una novela, pues hemos convenido en llamar novela al espacio total de posibilidades que no distingue entre experiencia, alucinación o mito. Y es por eso que Pitol pertenece a esa estirpe secreta de diaristas que supieron subvertir la apariencia formulaica del género para ponerlo al servicio de una inestabilidad mayor. Otros dos autores latinoamericanos que usaron sus diarios personales para componer una novela total son Ricardo Piglia y Mario Levrero; la de Pitol es una búsqueda cercana a estos y, a la vez, personalísima.
Sergio Pitol es un autor moderno en el sentido de que la historia de la composición de sus libros es una parte integral de los mismos. En su célebre ensayo «El diario íntimo y el relato», Maurice Blanchot imagina la posibilidad de un diario que consigne, solamente, el proceso de escritura de una novela, y luego llega a la conclusión de que ese diario de la escritura de, por ejemplo, En busca del tiempo perdido, es la novela misma. Es decir que, en la modernidad, el espacio entre los procesos y los resultados se anula, y el andamiaje expuesto de la obra es lo que nos permite, hipócritas lectores, la ilusión de una verdad extraliteraria. Pitol supo exhibir ese esqueleto de la obra no sólo en su Trilogía de la memoria, sino también en libros como Domar a la Divina Garza, donde una puesta en abismo nos ofrece el mundo de referencias teóricas y literarias que sostienen el ejercicio carnavalesco.
Leer los diarios de Pitol no es una experiencia fundamentalmente distinta de la de leer sus novelas. La misma vocación deambulatoria aparece ahí, la misma vigilancia crítica del Yo y sus aspavientos. Si acaso, los diarios de Pitol permiten asomarse un poco más a una malicia que, por conveniencia o entrenamiento diplomático, el autor dejó fuera de escena en su obra y su vida públicas. Junto a esa malicia, el peso de la sexualidad y la pulsión erótica, generalmente elididas con pudor en la obra pública, son la gran recompensa del lector de esos diarios. Por lo demás, lo cierto es que es si uno se ahorra el viaje a Princeton y se dedica a leer con atención la Trilogía de la memoria, encontrará más o menos el mismo tipo de escritura. Y es que Pitol supo exprimir sus diarios con ojo de editor y con la distancia que le permitió el paso del tiempo.
Febrero de 2024. Bibloteca Firestone. A las 4:45 me informaron que la división de Colecciones Especiales estaba a punto de cerrar. No había logrado leer ni siquiera una quinta parte de los diarios de Pitol, pero estaba decidido a regresar y proceder con método. Tomaría notas, sacaría fotos, pediría una beca especial de Princeton para pasar más tiempo en compañía de ese escritor amable pero esquivo que sólo empezó a ser conocido en México a partir de sus cuarenta y cinco años, pero que para entonces había vivido en medio mundo, enamorándose y traduciendo y conversando con el pasado con un ojo siempre puesto en el presente.
En el tren de regreso a Nueva York escribí en mi propio cuaderno todas las impresiones que me había dejado la lectura de los diarios, y bosquejé una investigación más precisa para la próxima vez que fuera a Nueva Jersey. Pero nunca volví a la biblioteca, ni pasé ningún otro día hojeando los cuadernos de Sergio Pitol. La vida me impuso una mudanza, y luego otra, y luego otra más. Cuatro meses después, en Venecia, me acordé del comienzo de El arte de la fuga, cuando Pitol pierde sus lentes y recorre aquella ciudad sometido a las distorsiones de la miopía: «A medida que la niebla me velaba aún más la visión de palacios, plazas y puentes mi felicidad crecía», escribe. Con los diarios de Pitol me pasó lo mismo: son una ciudad que visité con prisas, sin lentes, recorriendo callejones y patios sin llegar a imaginar un mapa; una ciudad de Piranesi que caminé de noche y de la cual sólo me traje, como un souvenir idiota, estos apuntes.