Es prácticamente imposible enfrentarse a un repaso del motivo del duelo en la literatura de ficción hispanoamericana actual sin traer a la palestra ese manoseado concepto, convertido hoy en un peligroso cajón de sastre, de «autoficción». Genette en su obra Ficción y dicción (1991) ya redefinió el controvertido término propuesto por Doubrovsky con la fórmula «yo, autor real, os voy a contar una historia protagonizada por mí, que nunca tuvo lugar». Es más que probable que si se hubiese respetado esta definición tan estricta para el término, ahora no me vería obligada a comenzar por él esta sucinta reflexión. El problema es que el prefijo «auto» se ha acabado imponiendo al lexema «ficción», quizá por una suerte de asimilación con otro término, más antiguo y, sobre todo, menos problemático, como es el de «autobiografía». Aunque a priori podemos afirmar que la autoficción juega con los parámetros de la falsa (o quizá sea mejor decir «ficticia») autobiografía, a menudo la frontera entre ambas se diluye. Quizá deba buscarse la explicación a esta descarada tendencia al hibridismo en la propia naturaleza de la novela, donde todo cabe: desde la verdad (o el prurito de verdad, dado que esta es ciertamente imposible en la medida en que las palabras someten al pensamiento a un proceso de forzosa transformación), hasta la manipulación más fehaciente, que borra cualquier resto de realidad para acabar adentrándonos en el terreno de la ficción pura, donde el «auto» ya no tiene cabida. En última instancia deberíamos preguntarnos por la naturaleza de esa proyección del yo: ¿ha de ser a la fuerza ficticia, o con ella nos vemos irremediablemente conminados a acarrear en gran parte nuestra impronta autobiográfica?
En el caso del tema que nos atañe, la autoficción puede convertirse en la forma más propicia para descafeinar unos hechos cuya dolorosa o controvertida naturaleza concierne al autor de manera particular. Sin ánimo de contribuir al galimatías terminológico, en el caso del tratamiento del duelo en la narrativa quizá convendría aludir al término «novela testimonial», que a menudo viene a fusionarse con el carácter menos heterodoxo de ese ambiguo concepto de «autoficción», cuyo último propósito parece ser hablar del yo en el ámbito novelístico; y es este un género lo suficientemente en boga como para que cualquier autor quiera poner este marbete a su texto, sea cual sea su naturaleza última. Al encontrar en la novela su cauce más adecuado, siempre cabe leer estos textos en ese espacio de indeterminación entre la verdad y la mentira que es el del testimonio ficcionalizado. Al margen de su veracidad, que, en última instancia, no concierne al lector, este distanciamiento logra que nos acerquemos al relato, por cruento que sea para su autor, de una forma lúdica, desinteresada, menos empática que la exigida por los géneros de la memoria o el diario.
Para encontrar a los culpables contemporáneos de esta cíclica fiebre de la autoficción, debemos acudir a los consabidos referentes de la literatura francesa Emmanuel Carrère y Delphine de Vigan. Ambos han escrito historias con una manifiesta conexión con la realidad, que van desde la biografía novelada (Nada se opone a la noche, 2011, de De Vigan) hasta el ensayo personal (Yoga, 2020, de Carrère). Por cierto, en ellas también se aborda, aunque de manera ancilar, el asunto del duelo. En España, debemos primordialmente a Javier Cercas la viralización de la práctica, que desarrolló tanto en formato novelístico-biográfico con autocameo incluido (Soldados de Salamina, 2001), como en clave de reconstrucción cronística (Anatomía de un instante, 2009) o intrahistórica (El monarca de las sombras, 2017).
En lo que respecta al duelo en la ficción y, particularmente, a la literatura en español, podemos rastrearlo en referentes anteriores. Reformulada en unos términos más poéticos que novelísticos, encontramos la a todas luces precursora Mortal y Rosa (1975) de Francisco Umbral. Probablemente el autor no se propuso novelar cuando concibe esta obra, que más bien podría encuadrarse dentro de las memorias, el ensayo personal o el diario literario. Sin embargo, el texto se convierte en un inmediato referente a la hora de abordar el duelo de forma estética. La obra de Sergio del Molino La hora violeta (2013), en la que reiteradamente se exhibe su inmediato referente, es un claro testimonio de la actualización del género. En una línea similar, encontramos las novelas de Milena Busquets También esto pasará (2015), en la que la autora catalana novela la muerte de su madre, Esther Tusquets, y Gema (2021), donde hace lo propio con el fallecimiento de una compañera del colegio. No es casual que, aprovechando esta veta del discurso autobiográfico, la autora catalana haya publicado recientemente sus diarios bajo el título Las palabras justas (2022). En El dolor de los demás (2018), de Miguel Ángel Hernández, el escritor murciano plantea su particular duelo por un amigo de la infancia, suicidado tras asesinar a su hermana, como una suerte de crónica de investigación trufada de reflexiones personales acerca de sus recuerdos de la vida como niño y adolescente en la huerta. No saldrá indemne de esta revisión; más bien al contrario: con ella resucitarán todos los fantasmas de un pasado que inconscientemente había sido silenciado hasta el momento de la escritura de la novela.
Asimismo, el tema del duelo adquiere una nueva deriva en novelas como Los llanos (2020), de Federico Falco, finalista del Premio Herralde de Novela, que, también en clave autoficticia, narra un duelo muy particular: el de la separación de la persona amada. El protagonista, un tal Federico, intenta olvidar una reciente ruptura sentimental cultivando el huerto al que lo ha llevado una necesidad de retorno a los orígenes que lo ayude a recuperar su talento creativo.
También en la narrativa breve encontramos testimonios de autoficción relacionados con la pérdida, como es el caso de La vaga ambición (2017) del mejicano Antonio Ortuño, que recoge una serie de relatos entretejidos en los que fusiona tragedia e ironía protagonizados por un escritor que arrastra un trágico pasado familiar en el que nos muestra su doble orfandad: la derivada de la ausencia de un padre poco ejemplar, y la que surge como consecuencia de la traumática muerte de una madre sobreprotectora.
Sin embargo, el duelo en la ficción no siempre tiene una base netamente real. Un espacio intermedio entre la realidad y su ficcionalización podemos hallarlo en esas novelas que construyen su trama en relación con una pérdida personal, ficcionalizada o no, que forma parte de un duelo colectivo real. Es el caso de la focalización de una intrahistoria ficticia en el contexto de las desapariciones de la dictadura argentina. Así lo vemos en novelas como A quien corresponda (2008) o Los Living (2011), de Martín Caparrós. El carácter metaliterario de la primera de ellas apunta a esa verdad histórica que sirve al relato como punto de partida para narrar esa otra «verdad» individual, en este caso, de la mujer del narrador, compañera militante, desaparecida. En Los Living el protagonista es Nito, nacido el simbólico día del fallecimiento de Perón. En este caso, las inexplicables muertes de su padre y abuelo irremediablemente han de encuadrarse en un proceso de duelo global que forma ya parte de la idiosincrasia argentina. En Nuestra parte de noche (2019), de Mariana Enriquez, también encontramos una marcada presencia de este duelo colectivo, aunque encarnado en la lucha de una reportera junto a algunos familiares de desaparecidos. En esta historia la pérdida funciona como tesela complementaria de un universo terrorífico en el que los desaparecidos durante la dictadura argentina constituyen, junto con la epidemia de sida, los únicos focos de terror terrenales que sustentan el relato.
En lo que respecta a la ficción pura, esto es, a novelas cuyas historias no guardan ninguna relación (o esta es solo tangencial) tanto con la vida privada de sus autores como con el contexto histórico-social en la que estos textos se encuadran, encontramos textos de todo tipo en la literatura hispánica de las últimas décadas. En estas historias, no podemos obviar el referente, de nuevo extranjero, que marca la magistral Mientras agonizo (1930) de William Faulkner. Estas historias abordan el asunto desde un enfoque más lírico hasta un tratamiento más próximo a lo policíaco o, en todo caso, a una suerte de investigación post-mortem que redunda en un mejor conocimiento del finado. Este es el caso de Salvatierra (2008) del también argentino Pedro Mairal. En esta historia, la pareja de hermanos protagonistas, unidos para gestionar la herencia pictórica del padre difunto, logran rescatar del olvido un fragmento del lienzo de decenas de metros en el que el padre, sordomudo de nacimiento, plasmó su autobiografía. En él descubrirán la hasta entonces desconocida existencia de una amante. De una manera tangencial y plurifocal, se aborda asimismo el asunto del duelo en Los años invisibles (2020), de Rodrigo Hasbún, en la que se nos cuenta cómo la muerte transforma la vida de una de sus protagonistas. Esta ha de enfrentarse a un traumático aborto que propicia un fortuito asesinato. También hay espacio en la novela para la ruptura amorosa, esa otra forma de duelo que también requiere del paso del tiempo para que cicatrice la herida.
En este somero recorrido por el motivo del duelo en la ficción, nos hemos visto obligados a espigar algunos ejemplos que consideramos especialmente significativos. Es evidente que se han obviado textos cruciales. No obstante, el propósito último de esta reflexión ha sido tomarle el pulso a esa reiterada presencia en las historias del trauma de la pérdida, evidenciadora de la potencia narrativa del asunto de la muerte. Su constante manifestación en las letras universales ya desde la épica fundacional de cada cultura resulta reveladoramente sintomática del lugar de privilegio que ha de seguir ocupando el tema de la pérdida en la deriva actual de nuestras letras.