POR SOCORRO VENEGAS

La primera palabra es ábreme, vengo
del frío, dame la escritura (…)
Gonzalo Rojas

Te hablaré de cómo nació mi libro Ceniza roja. No hubo nociones preconcebidas. Ningún tipo de investigación, de diseño, de plan, no hubo germen ni disparador de la ficción. A mis alumnos en los talleres literarios les explico que una de las pocas reglas que sigo proviene del Decálogo del perfecto cuentista de Horacio Quiroga: no escribas desde la emoción, déjala pasar y evócala. El consejo tiene sentido cuando hablamos de ese tipo de emoción que te rompe, que te desarticula. Una experiencia que impide algún margen de maniobra, donde no hay aliento para imaginar siquiera que un día lo que se atraviesa podrá evocarse. Creo que fue Montherlant quien dijo que la felicidad escribe en blanco. El dolor, para narrarse, necesitará su tiempo, si queremos que su mensaje sea legible. Esta es la idea alrededor del dictum de Quiroga. Imagínate, quién iba a decirme que un día publicaría un libro escrito no desde la emoción, sino desde la carne viva.

En el verano de 2021, durante una mudanza, encontré un diario de 1999 que no recuerdo haber escrito. Quizás en otros momentos tropecé con esas mismas paginas y volví a enterrarlas en las arenas movedizas de la memoria. Tanto así me dolían. Un diario que no nació para ser leído, donde escribir y sobrevivir se volvieron lo mismo: solo intentaba llegar al día siguiente mientras surgían esas letras desnudas. Ojalá hubieran sido ficción. Ojalá. Esas páginas no te imaginaban a ti, lector: no querían contarle nada a nadie y procedían del consejo de mi psicoanalista: «Escriba, pero no lea». Tal vez se debe a que no volvía sobre mis palabras que no guardo memoria de esa escritura. Ni siquiera puedo verme escribiendo. Veo el pequeño bungalow al que me había mudado, las paredes altas y blancas, las repisas de madera que encargué para rodearme o abrigarme con libros que no lograba leer. Veo un jardín inmenso llamándome con su plenitud, pero mis sentidos estaban entregados a ese dolor absoluto: el de volver y volver cada día al momento en que él moría.

Alan, mi esposo, había muerto dos meses antes de que yo comenzara el diario. Estuve ahí cuando partió, aunque no sé si lo supo. Lo abracé fuerte, en instantes en los que tuve las intuiciones más inquietantes de mi vida. He tratado de desentrañar esa experiencia en mis cuentos de La memoria donde ardía y también en la novela Vestido de novia, libros que escribí años después de mi pérdida, cuando no me quedó más remedio que seguir la necesidad de contar e iluminar esa herida. Un día descubrí algo que acaso también te ha sucedido a ti: la herida ya se dejaba tocar como tejido cicatricial. Podía contemplar lo que había sucedido sin caerme en pedazos. Y sin embargo, el dolor es otra cosa: seguía ahí, su presencia definitiva me decía que nunca se iría, solo que ya tenía una sintaxis propia. Podía escribir desde esa parcela profundamente mía, inabarcable y mía, imaginando todo lo que necesitara para armar mis historias. Era mi historia, y también la de mis personajes.

Fíjate qué curioso: el texto primigenio, el de mi diario, permaneció muchos años en la sombra mientras los cuentos y la novela, muy posteriores, se publicaban. El cuento con el que abre La memoria donde ardía se titula «Pertenencias». Una joven mujer publica un anuncio en una revista para intercambiar todos –todos– los objetos de su casa por los de alguien más, incluyendo electrodomésticos, cubiertos y lo que sea que haya en los armarios. Es una mujer que ha perdido a su pareja y necesita mudar (se), de casa, de vida, de ella misma. Para su asombro, hay ese alguien que necesita lo mismo y responde a su anuncio. Otro hallazgo. En una mudanza menos radical vino a dar a mis manos el cuaderno rojo, aquel diario. No sabes cómo me sorprendió esa voz de alguien que era yo, lejana, a sus veintisiete años, contando su temporada en el infierno. Sentí miedo y curiosidad. Pensé que ahí solo iba a encontrar un aullido interminable. Y por otro lado, no quería negarme a escuchar lo que esa joven mujer tenía que decirme sobre la persona en la que me había convertido. 

Resulta que no todo lo que escribí era la terrible, la inmensa oscuridad de un mar amargo. También me fijé en otros matices, me sentí un árbol andariego, vi que había guayabas japonesas, espié con envidia a los amantes en las calles, pero no me amargué. Ceniza roja es el testimonio de una sobreviviente. En sus palabras germina la esperanza

Recorro con el tacto las tapas del diario, algunas hojas están sueltas. Es un cuaderno francés muy bonito, regalo de un amigo escritor muy querido, que murió apenas unos días antes que mi pareja. Yo ya atravesaba un duelo cuando partió Alan. Las cubiertas son de un papel rugoso, sigue siendo muy rojo. Comienzo a leer. Encuentro una escritura en duermevela, se ausenta de sí misma, sé que escribo pero a veces no. Pienso, puedo pensar, me sorprende. La añoranza es terrible, todo lo que soy lo busca. Nunca cuento en estas páginas cómo murió Alan, la pluma no pasa por ese episodio abrupto que nos apartó sin poder despedirnos. En ocasiones pongo su nombre completo, casi siempre me refiero a él como A. ¿Con todas las letras de su nombre temo estar reproduciendo el enormísimo error del acta de defunción? Una incredulidad que comienzo a reconocer o a recordar según avanzo en mi lectura: algo en mí no sabía que él ya no iba a volver. Ese algo o alguien esperaba que volviera. Nadie está preparado para asumir sin más la desaparición de un ser amado. El dolor solo sabe disentir: no parece haber nada de natural en que alguien se muera.

Hay un deliberado abandono de las convenciones del diarismo, dejo de señalar fechas, el dolor no tiene tiempo, carece de medidas, de peso, de orillas. En alguna página cuestiono la primera persona, porque, ¿quién soy yo? Ese yo solo podía ser transitorio, atemporal, despojado. No tenía nada mío ni sentía que podía tomar alguna decisión genuinamente mía: la vida me había mudado de todo a lo que creía pertenecer. Dislocada, mi lugar era la caída.

Me conmueve esta voz, la narración en tiempo real de su pena. Qué ternura ese momento en que se atreve a desafiar al universo imaginando que algún día podría convertirse en madre. ¿Cómo puede, viniendo de donde viene, concebir ese sueño? ¿Por qué cree que tiene derecho a la esperanza? Quisiera hablar con ella. ¿Qué le dirías tú?

Y aquí toco finalmente la razón por la que quise publicar mi diario. Además de emocionarme, conmoverme, sentir ternura, también me sorprendió que aquella joven viuda fuera capaz de encontrarle belleza al mundo. Resulta que no todo lo que escribí era la terrible, la inmensa oscuridad de un mar amargo. También me fijé en otros matices, me sentí un árbol andariego, vi que había guayabas japonesas, espié con envidia a los amantes en las calles, pero no me amargué. Ceniza roja es el testimonio de una sobreviviente. En sus palabras germina la esperanza.

Tras la publicación del diario en forma de libro ha sido muy interesante que algunos lectores traten de circunscribirlo a un género, lo han denominado novela, conjunto de relatos, epigramas, y la sabia Irene Vallejo me habló de la consolatio, un género clásico para consolar ante la pérdida. Todas las posibilidades me gustan. Yo misma no sé qué es, lo llamo diario pero no me alcanza la forma. Es un conjuro, un testimonio y una elegía. Un diario es también una autobiografía intensa. Menos racional, menos a propósito. Un río pensativo. No siempre sabemos lo que estamos creando. Recuerdo ese momento que reproduce Marguerite Duras en Escribir, cuando Jacques Lacan le dice: «Usted no debe saber que ha escrito lo que ha escrito».

En el fondo lo que más quiero es que Ceniza roja, en su transparencia, cale en la necesidad de compartir el corazón con los otros. 

Hace poco leí El año del pensamiento mágico, la crónica del duelo de Joan Didion, que perdió a su marido. Mientras avanzaba en mi lectura asentía constantemente. Lo comprendía todo, podía verlo como si estuviera frente a mí. Dice Didion que quienes han perdido a alguien tienen las pupilas dilatadas por «una extrema vulnerabilidad, desnudez y sinceridad», y yo a esas personas quise dedicarles Ceniza roja. 

La verdad es que nunca me ha interesado en particular leer libros sobre la pérdida. No me convertí en una cazadora de esa experiencia literaturizada. Es hasta estos días, cuando decidí publicar el diario, que oteando en el horizonte di con Didion, con Barthes y con C.S. Lewis. Ya había leído Di su nombre, de Francisco Goldman. Ninguna pena se cuenta de la misma forma. Cómo nos singulariza el dolor. 

Muy recientemente leí La ridícula ide de no volver a verte, ese libro precioso de Rosa Montero donde trabaja a partir del diario de Marie Curie al tiempo que desgrana también su propio duelo por la muerte de su pareja. Qué intenso dialogo. Otra vez, el tiempo no pasa en la pena, dos experiencias que no podían parecer más lejanas, y sin embargo recorren la misma nervadura, convergen y se abisman ante nuestros ojos.

«Me he encontrado ante un desorden fenomenal de pensamientos y sentimientos que no me he atrevido a tocar y comparado con el cual la literatura me ha avergonzado», expresa Duras en las primeras páginas de su libro El dolor. También un diario. Tampoco recuerda haberlo escrito. No hay literatura posible con este material, parece decirnos. Y sin embargo no resiste la tentación de reescribir, de corregir, de volver legibles –quizás en primer lugar para ella misma– esas páginas en las que narra su vida en plena guerra, esperando a su marido, que fue llevado a un campo de concentración, mientras se enamora de otro. Un desgarro. 

En su momento, fue un verdadero desafío decidir, junto con el editor de Páginas de Espuma, Juan Casamayor, cómo trabajaríamos para convertir el cuaderno rojo en un libro. ¿Cómo se edita memoria? Decidimos hacer discretos cambios en favor de la legibilidad, pero sobre todo preservar el corazón de aquella experiencia. En varios momentos tuve la tentación de eliminar algún pasaje: me avergonzaba haber sentido autoconmiseración. En realidad me avergonzaba la muerte en casa. Era algo que ya había vivido en la infancia, con la muerte de mi hermano menor, yo también quería desaparecer, odiaba que me miraran, que hablaran de mí como si me conocieran; odiaba ir a la escuela, me apenaba ser distinta porque la muerte había pasado así de cerca sin llevarme, que me vieran como si fuera a contagiarles esa singularidad. Pienso que hay un comportamiento social que convierte en parias a los deudos, primero se les abraza, luego se les empuja para que sean funcionales otra vez. El dolor de los demás asusta y repugna. No se habla de él. Los días de guardar existen para que los dolientes rumien lejos su pena. Es necesario abrazarlos y muchas veces ni siquiera intentar decir algo que consuele: tal vez no existen esas palabras. Pero estar dispuestos a escuchar sí que puede ser un bálsamo para quien lo necesita. 

El título, Ceniza roja, surgió de conversaciones con Juan en las que resonaba mi amor de lectora por el soneto de Quevedo, «Amor constante más allá de la muerte». Precisamente uno de esos versos es el título de La memoria donde ardía. En el poema de Quevedo las cenizas persisten porque son capaces de amar; donde hay amor, hay vida, torrente sanguíneo, alma. Eso es Ceniza roja, y un tributo y un largo adiós.

El trabajo artístico de Gabriel Pacheco profundizó en la dimensión poética del diario. Sus imágenes están llenas de símbolos, de mensajes cifrados, de una belleza que existe a pesar de la muerte. Como afluentes de un mismo río, las ilustraciones de Gabriel y mis palabras se abrazan: tal vez no haya algo que represente mejor la belleza en este mundo que la esperanza.