«Siempre me he esforzado por abrir la escritura, volverla porosa, receptiva a lo que tengo delante»Por Michelle Roche Rodríguez

Fotografía de Diego Berruecos

En verano de 2014, la mexicana Valeria Luiselli emprendió un viaje con su familia desde la costa este a la oeste de Estados Unidos. Para ese momento tenía seis años viviendo en ese país, a donde se había mudado para estudiar un postgrado en Literatura Comparada en Columbia University y luego se quedó. La noticia de ese verano en los medios de comunicación era que ese año la Patrulla Fronteriza había detenido a 46.188 menores de edad centroamericanos que cruzaron la frontera de México sin sus padres, para reunirse con familiares en ese país. Los niños que venían de países lastimados por la inequidad y la violencia como El Salvador, Guatemala y Honduras eran 40.000 más que los dispuestos a enfrentar recorridos similares casi tres lustros antes. Y se hablaba por esos meses de «una crisis migratoria». A las dificultades del viaje por Centroamérica y a las inclemencias del trayecto a través de México y del desierto de Arizona, los infantes aprehendidos por la patrulla fronteriza debían sumar los trámites del proceso de deportación que incluía la formación de un auto —como si emigrar fuera delito—, la gestión de cada caso en la Oficina de Reasentamiento de Refugiados del Departamento de Salud y la reunión con sus familiares que los acogían hasta que las cortes de inmigración decidieran sus casos.

Mientras Luiselli viajaba, tomaba fotos y notas sobre los paisajes abandonados en lugares como Texas, Nuevo México, Arizona o California, también documentaba cómo en la radio, la televisión y los periódicos se registraba la crisis. El germen de un libro comenzaba a perfilarse en el caos de sus notas. Cuando volvió a su casa en Harlem, se presentó como voluntaria para trabajar de traductora con niños desplazados en la corte de inmigración en la ciudad de Nueva York. A la postre, ya había comenzado a escribir una obra de ficción en la cual conectaba el atávico intervencionismo estadounidense en Centroamérica con la vulnerabilidad de los niños que venían desde ese territorio y las formas de narrar las noticias sobre inmigración y satanizar a los recién llegados en los medios de comunicación. Conforme pasaron los días en su trabajo de voluntaria, la indignación ante los casos de la corte que debía tratar comenzó a mezclarse con la escritura de su novela. Cuando se dio cuenta de que esto pasaba, descubrió que así no le hacía justicia al tema y decidió cambiar la estrategia. Entonces recurrió a la no ficción. Esta es la génesis, en el año 2016, de su ensayo escrito y publicado primero en inglés por Coffee House Press, Tell me how it ends: An Essay in Forty Questions. Allí se refiere concretamente a la crisis migratoria a partir de los cuestionarios a los cuales las autoridades someten a los niños migrantes. Solo después de ese ensayo, la autora pudo volver a la ficción. Y Alfred A. Knopf (del grupo Penguin Random House) publicó, tres años después, su novela Lost Children Archives.

Un par de los ensayos en Papeles falsos los escribí originalmente en inglés y luego los traduje al español y con Los ingrávidos pasó algo similar: comencé en inglés y lo abandoné, luego seguí en español

Los libros aparecieron justo a tiempo para la presidencia de Donald J. Trump. Durante este tiempo de alta conflictividad social, transcurrido entre 2017 y 2021, la inmigración se convirtió en un tema cotidiano en la prensa. Trump mismo lo promovía con políticas restrictivas, como el aumento del número de tropas en la frontera, el incremento de las limitaciones para las tarjetas de residencia permanente y la reducción del número de refugiados admitidos en el país. La construcción de un muro en la frontera —que hoy continúa incompleto—, la suspensión temporal de la acogida de extranjeros y la drástica reducción de los visados para inmigrantes convirtieron a Trump en el presidente que con más severidad trató el problema, a pesar de que la realidad que retrata Luiselli en el ensayo corresponde a la gestión de su antecesor, Barack Obama —quien, por cierto, incluyó Lost Children Archives en su lista de «libros recomendados» de 2019—. La edición estadounidense de Tell me how it ends apareció con este comentario tomado del Texas Observer, impreso en la portada: ‘The first must-read book of the Trump era’. Frase que puede traducirse como: «El primer libro de lectura obligatoria en la era Trump». Cuando se publicó la novela, la autora se convirtió en tertuliana habitual sobre el tema de la inmigración en universidades, emisoras de radio y canales de televisión en-línea, como Democracy Now! A esta exposición pública se añade la que le dieron numerosos galardones. Entre otros, ganó tres de los premios con mejor reputación en Estados Unidos: el American Book Award, en 2018, por el ensayo; la McArthur Fellowship, conocida como «la beca de los genios» y, en 2020, el premio a la «Promesa Creativa en Literatura» que otorga la Fundación Vilcek, organización cuyo objetivo es hacer visible la contribución de los inmigrantes a la cultura estadunidense. A estos reconocimientos se suman el que recibió de la Folio Society de Londres en 2020 y el Internacional Dublin Literary Award de 2021.

El ensayo y la novela aparecieron en castellano el mismo año que cada libro se publicó en inglés. La editorial mexicana Sexto Piso que ha publicado hasta la fecha toda la obra de Luiselli en castellano sacó Tell me how it ends con traducción de la propia Luiselli con el título Papeles falsos. Para la versión de Lost Children Archives, la autora contó con la ayuda de Daniel Saldaña París. La novela cuyo título en castellano es Desierto Sonoro cuenta el viaje en automóvil de una familia entre los estados de Nueva York y Arizona. Mientras su matrimonio avanza hacia el fracaso, los padres buscan las antiguas ruinas apaches e información sobre la diáspora de los niños centroamericanos, dos proyectos profesionales y de vida diferentes que se han instalado entre la pareja. En el asiento de atrás, sus hijos, un niño y una niña, mezclan la información histórica con las noticias que reciben a diario y los libros que les lee su madre. El resultado es una bella novela donde se reflexiona sobre la capacidad de la literatura para servir de archivo de las ignominias, pues más allá de su argumento, Luiselli se propone desmontar los lugares comunes sobre el trato que en Estados Unidos dan a los inmigrantes. «Cuanto más escucho lo que cuenta [mi marido sobre las tribus apaches y] sobre el pasado de este país, más me parece que podría estar hablando sobre su presente», escribe la autora en la primera mitad del libro. Hacia el final construye en la imagen de «las corrientes sonoras del viento desértico» una interesante metáfora sobre la relación entre la literatura y los lectores, porque [los vientos, como la literatura] «recorren eternamente los valles vacíos, cargados de sonidos que nadie registra, que nadie escucha, sonidos perdidos en última instancia, a menos que den con la concavidad de alguna oreja humana, por ejemplo las orejas de los niños, que ahora los escuchan e intentan darle un nombre pero no encuentran palabras ni significados a los que aferrarse».


Fotografía de Diego Berruecos

De lo que pasó antes de escuchar sonidos en el desierto.

La situación de Luiselli como inmigrante en Estados Unidos que publica libros en inglés no es comparable a la del dominicano Junot Díaz, el peruano Daniel Alarcón, la colombiana Ingrid Rojas Contreras o la de otros autores nacidos en Hispanoamérica que escriben en inglés y pertenecen al medio literario de ese país, aunque a veces bajo la etiqueta de escritores «latinos» —o «latinx», según la denominación con neutralidad de género en boga ahora—. La mexicana publicó sus tres primeras obras en su país, un ensayo titulado Papeles falsos (2010) y dos novelas, Los ingrávidos (2010) y La historia de mis dientes (2013), todos traducidos al inglés por Christina MacSweeney, como Sidewalks (2014), Faces in the crowd (2011) y The story of my theeth (2015). «Un par de los ensayos en Papeles falsos los escribí originalmente en inglés y luego los traduje al español y con Los ingrávidos pasó algo similar: comencé en inglés y lo abandoné, luego seguí en español», explica la autora cuando se le pregunta sobre esta particularidad bilingüe de su obra: «Crecí hablando ambos idiomas, en escuelas o países anglófonos, y me cuesta decidir cuál usar, pero no se trata de un cambio de una lengua a otra; mientras escribo en español, también lo hago en inglés».

En Papeles falsos, Luiselli une la erudición y el voyerismo en recorridos por Ciudad de México, Venecia y Nueva York para presentar su bagaje como escritora. En las dos novelas hace gala del mismo estilo fragmentario que en Desierto Sonoro. En su primera novela, dos historias avanzan en paralelo. Una línea narrativa corresponde a la vida de una mujer que quiere escribir un libro en donde se referirá a su pasado como becaria de una editorial dirigida por un hombre de apellido White y el proyecto de rescatar del olvido al poeta Gilberto Owen, quien vivió entre Nueva York y Filadelfia durante la primera mitad del siglo XX. La segunda línea narrativa reconstruye la vida de este autor mexicano, cuya fama quedó eclipsada por la de otros autores hispanohablantes de la época más populares en Estados Unidos, como Federico García Lorca.

La confusión entre la obra de Owen y su biografía funciona aquí como una alegoría del caso de Roberto Bolaño, cuya obra comenzaba a descubrirse con entusiasmo crítico cuando ella se mudó a Estados Unidos. «White estaba seguro de que, tras el éxito de Bolaño en el mercado gringo hacía más de un lustro, habría un segundo boom latinoamericano», dice la autora en boca de la narradora de la primera línea narrativa: «Pasajera —asalariada— en el tren de su entusiasmo, yo le llevaba una mochila llena de libros todos los lunes, y dedicaba mis horas de oficina a escribir un informe detallado sobre cada uno de ellos». Esto conecta con las preocupaciones de la autora cuando recién comenzaba a estudiar en Columbia University sobre cómo el caso de Bolaño ponía en evidencia los mecanismos de validación de la literatura. En una entrada de la columna «Cartas desde Harlem» que entre 2014 y 2017 escribió para El País, Luiselli se refiere a la candidez del público lector en Estados Unidos y a la obsesión por encontrar explicaciones al mito de la personalidad o de canonizar a la persona antes que a la obra. La reflexión es importante pues, de una forma u otra, todas las novelas de esta autora tienen como tema la impostura. En Desierto sonoro se trata de la impostura de una mujer que quiere registrar el tema poliédrico de las violencias que padecen los niños inmigrantes; en Los ingrávidos la escritora apeló a la falsificación de obras y, en la siguiente novela, el protagonista mismo es una impostura.

La historia de mis dientes se escribió originalmente por entregas destinadas a ser repartidas entre los trabajadores de la fábrica de jugos Jumex. Allí cuenta las aventuras de un cantador de subastas charlatán y entrañable llamado Gustavo «Carretera» Sánchez Sánchez cuya obsesión era poseer la dentadura de Marilyn Monroe. La fantasía del protagonista es escribir una autobiografía que le haga famoso y ganar tanto dinero como para comprar la dentadura codiciada. La novela discute el arte como objeto mercantil, a través de los objetos que subasta y de la condición de celebridad más o menos casual del protagonista. Porque Carretera era especialista en un tipo de subastas «alegóricas», en la cual no se vendían objetos —estos se «aluden, pero solo tangencialmente»—, sino las historias que les daban valor y significado: «Las alegóricas eran, según Carretera, “las subastas poscapitalistas de reciclaje radical que salvarían al mundo de su condición de basurero de la historia”».

Igual que hace en Los ingrávidos, Luiselli presenta aquí una estructura fragmentada y, como haría después en Desierto sonoro, la interviene constantemente con dibujos y fotografías. Tal estilo llevó al crítico literario mexicano Christopher Domínguez Michael —en un artículo publicado el 9 de febrero de 2014 en la revista Letras Libres— a comparar sus dos primeras novelas con las Boîtes en valise que Marcel Duchamp desarrolló entre 1935 y 1966, las cuales reproducían algunas de sus obras artísticas dentro de una caja que a veces estaba acompañada por una maleta. Seis años después, en la misma revista, el crítico ecuatoriano Wilfrido H. Corral se ocupa de Desierto sonoro. Considera que la autora es aguda por haberse dirigido al público de Estados Unidos, pues según piensa, la novela aporta menos para la crítica hispanoamericana que para la anglófona, pues esta suele interpretarla desde el desconocimiento de la tradición «nativa». Un año después de esta reseña, Gaëlle Le Calvez, en un texto que lleva el revelador título «El siglo XXI será femenino», describe la obra de la autora como consistentemente «brillante». Según la académica, las novelas de Luiselli no dan respuestas, más bien «generan más diálogos con la literatura (Los ingrávidos), con el arte contemporáneo (La historia de mis dientes) y con la política (Desierto sonoro)». Y el gran aporte de estos libros es que «hacen una lectura sistemática de textos canónicos y crean algo distinto». Como todos los ejemplos citados aquí provienen de la misma revista, se puede dar cuenta de la recepción mixta que la crítica mexicana tiene de su obra.

Tu formación políglota entre México, Sudáfrica y Estados Unidos se nota desde el inicio de tu carrera literaria. En Papeles falsos aparecen referencias en inglés y francés y me gustaría saber qué aportes hicieron esas lenguas a tu formación literaria.

Todos los lectores leemos a través de los idiomas. No conozco a lectores que se ciñan a una visión nacional. Leemos de manera caótica, como es la vida, sin un precepto de tradición lingüística. Zigzagueando por mis distintas lecturas a lo largo de los años, sí hay un par de autores y autoras a los que regreso siempre. Joseph Brodsky, Anne Carson, Hannah Arendt son los tres más importantes. Iba a decir que J. M. Coetzee fue alguien importante para mi formación, pero tal vez no tanto, pues siempre regreso a los antes nombrados. A María Zambrano también. Mi formación académica es más bien en Filosofía, estudié en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Con el paso de los años noto que cada llegada de una nueva crisis mundial o una crisis personal y cuando tengo que volver a lo básico regreso a mis lecturas formación, que son casi siempre en filosofía, como puede ser la poesía y la prosa de Carson y de Brodsky.

La estructura de tus novelas, así como la de los ensayos Papeles falsos y Los niños perdidos es fragmentaria. En Los ingrávidos escribes: «Yo tengo una bebé y un niño mediano. No me dejan respirar. Todo lo que escribo es —tiene que ser— de corto aliento». Me pregunto si la experimentación con lo fragmentario en tus novelas obedece a eso, al hecho de que seas madre, a tu manera de vivir, por momentos, la escritura.

Puede ser. ¡Y sigo teniendo hijos! Hace cuatro meses nació mi hija, doce años después de mi primera hija. No te sé conectar la maternidad y la experimentación con lo fragmentario porque no sé qué significa ser adulto sin tener niños. Creo que tiene que ver, más bien, con mi forma de hilar y deshebrar las ideas, con la manera en que funciona mi concentración y mi imaginación, las cuales, por su puesto, están intervenidas por factores externos. No escribo en el vacío. Siempre he preferido dejarme distraer que resistir la realidad frente a mí. Entonces, si estoy escribiendo y pasan unos vecinos sosteniendo una conversación que me atrapa, la anoto. En lugar de tratar de concentrarme apartada de la realidad, prefiero lo contrario. Siempre me he esforzado por abrir la escritura, volverla porosa, receptiva a lo que tengo delante. La pregunta que me hago siempre es cómo se convierte el espacio narrativo en un espacio que pueda dar lugar a una multiplicidad de voces. Creo que en mi trabajo me he ido moviendo más hacia esa multiplicidad. La pieza que estoy trabajando ahorita es una especie de ensayo o ficción sonoro de veinticuatro horas. Se trata de una pieza completamente coral, tanto en los narradores ficticios como en la documentación de voces reales de personas que voy entrevistando con mi equipo en la azotea. A lo que me refiero es que la escritura no fragmentaria muchas veces se cierra sobre sí misma, es un mundo más compacto con menos entradas que el mundo real. Yo trabajo una escritura llena de hoyos y eso me permite dejar entrar el aire y a otras voces. Creo que ahora estoy llevando esa estructura lo que creo que es una consecuencia lógica: la de la exploración con una pieza realmente coral.

Intenté escribir primero en español, pero no funcionó. Después lo intenté en inglés y sí funcionó. Hay una cosa sensorial que me pasa cuando algo va a funcionar; es como si te dijera que experimento con una textura. No tengo idea hacia dónde va, no sé qué quiero contar, pero presiento la textura de ese mundo nuevo que está formándose en mi cabeza

Otra característica de tus obras es la incorporación de imágenes. En La historia de mis dientes aparecen con frecuencia pantallazos de teléfonos móviles que te mandaban cuando estabas escribiendo la historia de Carretera; en Desierto sonoro, las fotos polaroid son un elemento de la trama. ¿Qué te permite el uso de estos elementos gráficos ajenos a la literatura?

Es que esas imágenes no eran ajenas a mi trabajo, fueron piezas fundamentales de mi proceso creativo. Sirvieron para que yo pudiese anclar mi imaginación en ciertos lugares. Me interesa dejar al descubierto una parte del proceso creativo o, por lo menos, lo suficientemente descubierta como para que pueda darse esa porosidad en la obra de la que te hablo; descubierta para que pueda haber con la obra una relación viva, en la cual no estás recibiendo un producto bien empacadito. Lo importante para mí es que veas un poco del proceso de la hechura de la obra, en tanto me interesa eso dejo pedazos de lo que utilicé en el proceso de escritura.

En el caso de Desierto sonoro fueron realmente fundamentales las polaroids. En ningún momento las pensé como algo ornamental o suplementario. Realmente creo que gracias a esas fotos pude empezar a escribir el libro. Había tomado fotos a lo largo de dos viajes al sureste de Estados Unidos y tenía un montón de polaroids y de notas, pero no tenía ideas. Me habían dado una residencia en Alemania que era parte de la Akademie der Künste [Academia de las Artes de Berlín], donde tenía que exhibir en una galería mi trabajo. Me proponía exhibir las fotos junto a unas grabaciones que había hecho en la frontera. Pero también tenía que leer y no tenía nada escrito. Tenía notas, por su puesto: dos años de notas en inglés y en español. Todo era un caos absoluto. Me acuerdo de que con el tiempo encima me senté un momento con esas fotos y comencé a organizar las notas para llegar aunque fuera a frases coherentes o a construir arcos narrativos. Así comencé a pensar en las imágenes de una manera particular y eso desató, por fin, el proceso de escritura. Intenté escribir primero en español, pero no funcionó. Después lo intenté en inglés y sí funcionó. Hay una cosa sensorial que me pasa cuando algo va a funcionar; es como si te dijera que experimento con una textura. No tengo idea hacia dónde va, no sé qué quiero contar, pero presiento la textura de ese mundo nuevo que está formándose en mi cabeza. Presiento un aire. Cuando eso me pasa ya estoy en contacto con la otra realidad que empezaré a construir lenta, paciente y desesperadamente.

¿Por qué es tan importante para ti mostrar el proceso de la escritura, de la hechura, el cómo llegas a las ideas?

Porque creo que abre la obra a ser cuestionada como un artefacto, como un dispositivo, como una realidad. No creo que la literatura imita la realidad, sino que la comenta y pregunta sobre esta. Algo que se muestra como un artefacto puede ser tomado como una caja de herramientas para cuestionar, preguntar y entablar un diálogo interesante con la literatura, con el archivo o con formas de acercarse a la realidad.

Fotografía de Diego Berruecos

La erosión del sentido del lenguaje es un asunto al que te refieres en Desierto sonoro. ¿Cuáles son las consecuencias más preocupantes de este hecho para quienes nos dedicamos a la literatura? ¿De qué sirve escribir en un mundo donde el lenguaje ha perdido sentido?

Es una pregunta importante. Creo que ha habido otros momentos históricos en donde quienes escriben sienten lo mismo. Los autores que sobrevivieron a las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial y a los campos de concentración, por ejemplo, escribían mucho sobre eso, Primo Levi fue uno de ellos. Saben que es fundamental pensar en la ausencia de sentido dentro del lenguaje; si en un mundo donde somos capaces de generar tales infiernos, qué sentido tiene el lenguaje literario, qué sentido tiene la poesía, qué sentido tiene hacer un intento por encontrar belleza o sentido dentro del sinsentido. No hay respuesta a eso, creo que con años como los que últimamente nos han tocado, con una pandemia y una guerra, la supervivencia del espíritu, sentir que uno quiere seguir estando vivo ha tenido mucho que ver, para mí al menos, con renovar constantemente los votos para con el lenguaje y para con la imaginación. Es decir, pensar que sí vale la pena esta búsqueda de sentido. Pensar que vale la pena sentarse, dedicarle el tiempo que uno tiene a la escritura, al lenguaje, a la imaginación, porque eso nos sigue conectando con las partes más luminosas del ser humano, a pesar de lo horrible que a veces nos rodea. Y no se trata solo de eso, también sentimos la responsabilidad de seguir generando cosas en los momentos más oscuros porque sabemos cómo la belleza nos ha sacado antes de la oscuridad. Sabemos cómo, a veces, cuando escuchamos una pieza de música o leemos un párrafo o una idea eso nos permite volver a agarrarnos de algo y volver a sentir que somos parte de una comunidad más grande, de algo trans-histórico. La responsabilidad hay que renovarla cada tanto, por cierto, como los votos en un matrimonio. Nunca había pensado en la literatura como una entidad con la cual tengo una relación pero el otro día escuchaba una charla hermosa de la poeta Layli Long Soldier y ella hablaba de su relación con la escritura. Decía que a la escritura puedes exigirle lo mismo que a cualquier otra relación, como la reciprocidad, por ejemplo. Después de escucharla, yo pensaba en la relación que tengo con la escritura. Yo me siento todos los días a intentarlo, pase o no pase. Y me preguntaba: ¿La escritura a mí qué me da? ¿O qué quiero de la escritura? Todavía no sé la respuesta exacta, llevo pensando en eso un par de semanas, pero de lo que estoy segura es que me interesa que la escritura como una habilidad para encontrarle sentido a esto que vivimos ahora. Y, por ende, creo que es una herramienta que permite generar sentido para otros. Agradezco cuando agarro un libro y lo abro y encuentro alguna frase que da en el puto clavo de un tema, lo agradezco profundamente. Esto es algo que le podemos exigir a la escritura.

Antes dijiste que tu nuevo libro es una pieza realmente coral en la que trabajas con grabaciones de voces y en otras entrevistas has dicho que te refieres a las historias de varias mujeres, ¿cómo te has propuesto lograr esto?

Ahora no estoy trabajando tanto con las historias de las mujeres. La historia la llevan las mujeres, sí, y son de mujeres las voces que cuentan. Pero solo eso. Al principio pensé que iba a ser una pieza sobre violencia y género, y luego resultó que no. Por ahora se trata de una historia sobre la crueldad de la economía extractiva: una violencia tanto con el territorio o la tierra, como hacia los cuerpos. Pero cuando me refiero a la violencia sobre los cuerpos, no me refiero solo a los cuerpos de las mujeres, si bien es cierto que son mujeres las que cuentan la historia. 

Pienso en las dificultades de trabajar esto desde el punto de vista del sonido. ¿Cómo se trabaja un proyecto así, con sonidos, digo, para meterlos en el formato bidimensional de una hoja de papel y del libro?

La hoja de papel será solo un componente de esta pieza. La pieza es fundamentalmente sonora. Se puede leer algo, una versión de la pieza la queremos publicar en libretas, casi panfletos, porque son veinticuatro horas. Entonces mi equipo y yo estamos pensando en veinticuatro libretos, o algo así. Pero mucho de lo que es la pieza sonora no es traducible al texto o al libreto. Por ejemplo, grabamos muchos sonidos de la naturaleza, pensamos en los espacios que estamos grabando en términos de la geofonía, los sonidos que produce la tierra sin la presencia animal ni humana, la biofonía y la antropofonía. No todo eso puede trasladarse al papel, aunque sea fundamental para la pieza sonora. Uno de mis colaboradores es un músico, un artista sonoro realmente, muy talentoso y con un oído muy particular. Grabamos una espina de saguaro [de un tipo cactus] en el desierto y él se pone a tocar la espina y con eso es capaz de generar una melodía particular que emerge de la pieza. En ningún momento imponemos música; necesitamos que surjan momentos melódicos a partir del ruido de la naturaleza o personas que tararean algo o cuentan historias. La música emerge así de la pieza y no desde afuera. Nada de eso es traducible a los libretos, es algo que se va a escuchar.

Los premios producen que algunos críticos te tomen en serio, cuando antes no lo habían hecho. Siendo una mujer joven latinoamericana es más difícil que te tomen en serio. Sigue habiendo en nuestros tiempos algo del escritor de tweed o del crítico de tweed del siglo pasado. Los premios te ponen en un lugar en donde la gente tiene que ocuparse de ti, no te pueden ignorar

Es un proceso de escritura interesante, como en el resto de tus novelas, porque La historia de mis dientes fue un encargo de una fábrica de jugos y entre Desierto sonoro y el ensayo Papeles falsos hay una relación explícita que comienza cuando te tocó trabajar con menores indocumentados en el estado de Nueva York. ¿Cómo surgen tus libros?

Mis libros emergen unos de otros. Si me propongo un género, un tema o un camino, al final, no soy capaz de hacerlo. Mi modo de trabajar es distinto, no es que me enorgullezca de eso, solo digo que es distinto. Me gustaría ser una escritora capaz de pegarle a un rango muy amplio de formas: escribir un musical, una película o una novela de vampiros… Me interesa el rango completo de la experiencia de la escritura pero tengo límites, desafortunadamente.

Pienso en tus afinidades literarias en Estados Unidos, que fue donde primero publicaste Desierto sonoro, e intento ubicar esa novela en el contexto de los autores latinoamericanos que viven en ese país y publican en inglés, como Ingrid Rojas Contreras, Julia Álvarez o Junot Díaz. Pero tú haces algo distinto. ¿No sientes una gran orfandad allí o una necesidad de conectarte?

Uno no hace amigos por sus afinidades literarias. La vida es más caótica que eso. Mi mundo literario acá está compuesto por gente con quienes solo en algunos casos comparto un gusto literario, sin embargo, ellos son mis interlocutores. Muchos se van de Nueva York, eso es lo que tiene esta ciudad, sobre todo los latinoamericanos. Entre los extranjeros y los anglosajones aquí hay gente como Keith Kitamura o Zadie Smith pero se fueron de regreso a Inglaterra, también estaba un escritorio alemán, Daniel Kellerman, que también se fue durante la pandemia. Estos son los amigos con los que tomábamos el brunch el domingo, pues no hablábamos de estilos literarios, sino de política, de nuestros hijos o de la inflación.

En una columna que tenías en la revista Letras Libres hace más de una década te referiste al «Bolaño fever»; allí te preguntas si esta obsesión por el autor terminaría por abrir un lugar para los escritores latinoamericanos en Estados Unidos. Y en tus textos publicados en El País has hablado sobre la manera en que el autor chileno entró al star system literario de Estados Unidos. Mi pregunta es esta: ¿Cómo ha incidido el «Bolaño fever» en la recepción de la literatura en español? Al final, ¿el fenómeno Bolaño abrió puertas a la narrativa hispanoamericana en Estados Unidos?

Eso es de las primeras cosas que publiqué en prensa y revistas. Me da mucho gusto porque nadie ha leído eso y siento que tuve una visión. Sentía que lo que estaba pasando con Bolaño iba a abrir la cancha para una generación de latinoamericanos que hasta ese momento no estaba siendo traducida ni leída en inglés y sí pasó. Tal cual. Los ingrávidos es una respuesta a la inconformidad que generó esa pregunta que es la sensación de orfandad a la que quizá te referías antes, precisamente, la del latinoamericano que escribe en Estados Unidos, sobre todo el que escribe en español y que no es leído por su misma generación de autores angloparlantes. Pensaba en la generación de poetas mexicanos que traducían furiosamente a T.S. Eliot, a Ezra Pound o a Langston Hughes o que tenían revistas literarias en los años veinte y treinta, las cuales se estaban abriendo cancha a la escritura en inglés, porque hasta ese momento habían publicado especialmente traducciones del italiano, del francés, el ruso. Y aquellos escritores no eran leídos por sus contrapartes en inglés. García Lorca era el único distinto, porque era el más superstar y lo recibieron mejor en Nueva York. Esa generación de los poetas mexicanos Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen o Alfonso Reyes no fueron leídos por sus contrapartes anglófonos y, en cambio, ellos fueron traductores de sus obras. Esa conversación de un solo sentido, la ausencia de reciprocidad me preocupaba. Y, de pronto, Bolaño llegó a Estados Unidos y causó sensación. Pero allí no habían leído a Enrique Vila Matas, a Sergio Pitol ni tampoco los libros de periodismo tremendos de Sergio González Rodríguez. Por eso les parecía que Bolaño surgía del vacío y no de una tradición rica con la que estaba en diálogo.

¿Dices que en efecto sí que Bolaño ha abierto un campo para los latinoamericanos?

Las puertas se tenían que abrir. Ya no podían seguir ignorando en Estados Unidos lo que estaba sucediendo en el resto del continente y, en menor medida, en España. Tenía que pasar, la burbuja y la insularidad de este país tenía que reventar. Él precipitó esa apertura pues todos los editores querían descubrir al siguiente Bolaño, motivados quizá no por las mejores razones. De pronto se pusieron de moda los latinoamericanos y nos comenzaron a traducir a todos. No es que antes no hubiese habido traducciones, sí las había, pero eran aisladas. Entre las obras del Boom y la del Bolaño hubo un largo silencio, con contadas excepciones. Sin embargo, no había la sensación de que se estuviera traduciendo la literatura conforme se iba escribiendo. Eran unos poquitos escritores los que se leían acá, nada más. Después de Bolaño se abrieron las puertas. Su éxito tuvo algo que ver. Su caso es como el de Elena Ferrante. Ella abrió cancha a un tipo de escritura italiana que estaba medio ignorada; nadie leía a Natalia Ginzburg y después de leer a Ferrante, la buscaron a ella. Aquí se tradujo a Pitol después de que se publicó a Bolaño.

¿Cómo crees que los premios que has ganado hasta ahora han cambiado la manera en que tu obra es recibida tanto en México como en Estados Unidos? Me refiero a la recepción crítica de tu obra.

Más allá de los premios, se trata de que ya existe un corpus, aunque todavía sea flaquillo. Ya tengo publicados cinco libros y eso hace más legible mi proyecto, más para algunos críticos que para mí misma, que estoy allí metida en el quehacer cotidiano. Los premios producen que algunos críticos te tomen en serio, cuando antes no lo habían hecho. Siendo una mujer joven latinoamericana es más difícil que te tomen en serio. Sigue habiendo en nuestros tiempos algo del escritor de tweed o del crítico de tweed del siglo pasado. Los premios te ponen en un lugar en donde la gente tiene que ocuparse de ti, no te pueden ignorar. Creo que la combinación de eso con la acumulación de una obra, un poco todavía magra, como te digo, sí produce una legibilidad que no necesariamente es acertada, pero que está allí y, bueno, son teorías.

Fotografía de Diego Berruecos

 

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