«Rehacer la vida propia es uno de los sueños más persistentes del ser humano»

Por Carmen de Eusebio

Vicente Molina Foix (Elche, 1946) estudió Filosofía y se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue profesor de Literatura Española en Oxford y es autor dramático, crítico y director de cine (ha dirigido dos películas, Sagitario y El dios de madera). Sus reseñas de películas han sido reunidas en el volumen El cine estilográfico. Su carrera literaria la comenzó escribiendo poesía y, en 1970, se lo incluyó en la histórica antología Nueve novísimos poetas españoles de Castellet. Su producción lírica completa ha sido recogida en el volumen La musa furtiva. Poesía 1967-2012 (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2012). En el campo de la novela es donde ha desarrollado su mayor labor literaria. Sus principales publicaciones son Museo provincial de los horrores (Seix Barral, 1970), Busto (Premio Barral, 1973), La comunión de los atletas (Alfaguara, 1979 y Anagrama, 1989), Los padres viudos (Premio Azorín de Novela, 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde, 1988), La misa de Baroja (Anagrama, 1995), La mujer sin cabeza (Plaza y Janés, 1997), El vampiro de la calle México (Premio Alfonso García Ramos, 2002), El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura 2007; Anagrama, 2006 y 2010), El invitado amargo, coescrito con Luis Cremades (Anagrama, 2014), y El joven sin alma (Anagrama, 2017). Cabe destacar también sus libros de relatos, Con tal de no morir (Anagrama, 2009) y El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011), así como sus versiones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia.

El joven sin alma. Novela romántica «es el relato de una educación sentimental, sexual y artística, y de la búsqueda de la identidad, con un retrato de fondo de la España —y la Europa— de los años cincuenta y sesenta». Así es como nos presenta, en la contraportada, su último libro.

El joven sin alma culmina, tras El abrecartas y El invitado amargo (coescritas con Luis Cremades), lo que usted denomina «novelas documentales». Las tres de profundo carácter autobiográfico. ¿El que sean novelas no parece un salvoconducto?

Las tres son documentales en tanto que utilizan intermitentemente textos previos, ciertos unos (fragmentos de cartas enviadas en su día, citas, versos de autores identificados, etcétera) y otros creados por el autor, como los informes policiales del personaje de Ramiro Fonseca en El abrecartas. Lo que es distinto por completo en los tres libros es la matriz autobiográfica. En El abrecartas los hechos biográficos que pueden existir están insertados (y enmascarados) en la trama ficticia, por lo que sólo a posteriori, leyendo los otros dos libros que siguieron a esa novela, es posible saber, por ejemplo, que el episodio de la madre catalana que da a luz a un niño en Elche por insistencia religiosa se inspira en el caso real del nacimiento de Vicente Molina Foix. La materia biográfica cruzada y ceñida a las dos (o cuatro) voces que escriben El invitado amargo es evidente. Y, respecto a El joven sin alma. Novela romántica, digamos de entrada que podría ser una novela irónicamente romántica y falsamente autobiográfica (y esto último se lo dedico a los críticos, unos más perspicaces que otros, que han creído ver en el libro unas memorias encubiertas, lo único que no es).

Muchas personas conocidas aparecen en sus libros; aunque en algunos casos se omitan los apellidos, todos ellos son reconocibles. Algunos ya han fallecido y otros aún viven. ¿Ha tenido alguna reacción por parte de ellos tras su publicación? ¿Qué supone incluir personajes en una novela que están también en la realidad?

Las reacciones han variado. Dos me emocionaron especialmente. La primera, la de una conocida escritora (no digo en este caso su nombre porque la reacción fue privada, una llamada telefónica desde un tren) que reconoció en El abrecartas la figura de su madre y la amante de su madre en personajes muy ficcionales que, en efecto, fueron inspirados, aunque no en su totalidad, por ellas, ambas conocidas por mí en su momento; la otra, años más tarde, la de Fernando Savater. Fernando aparece con su nombre y apellido en la segunda parte de El invitado amargo, cuando los dos autores, Molina Foix y Cremades, hablan de hechos sentimentales que fueron ostensiblemente públicos, nunca ocultos o negados. Mi gran apego y admiración por él me llevaron, sin embargo, a advertirle de antemano, cuando el libro entraba en prensas, de esa aparición suya, que rehusó, con elegancia, leer de antemano. Publicado el libro, que escandalizó en dicho particular a algunos, la primera carta de emocionada felicitación que tuvimos Cremades y yo fue la de Savater. Dos personas se enfadaron con El invitado amargo; una reaccionó de modo vengativo, aplicando sin elegancia la ley del talión, la otra fue víctima de un engaño malintencionado, pues protestó de oídas de un nimio error que yo había cometido. La máxima satisfacción para mí, a ese respecto, ha sido la respuesta que ya he tenido en El joven sin alma. Novela romántica de varios «personajes» del libro que son seres reales (y vivos), los poetas que en la novela llevan su propio nombre de pila (los apellidos no me hacían falta en este caso), Pedro, Guillermo, Antonio, y dos mujeres cruciales en la trama novelesca. Placentero y vertiginoso me resultó que Pedro (Gimferrer) y Guillermo (Carnero) oficiaran gozosamente de presentadores de mi libro, el primero en Barcelona y el segundo en Valencia, sus ciudades natales; lo que dijeron me fue importante y revelador, pero el mayor vértigo me lo daba el verlos a mi lado, inteligentes, memoriosos, amigos leales no exentos de ironía y, por encima de ello, criaturas de mi ficción.

La identidad del narrador de El joven sin alma es la única que queda sin descubrir. ¿Por qué el narrador está sumido, en cuanto identidad, en la sombra?

Sombra, sí, o el intruso que necesité a mi lado desde el principio y sin el cual no habría novela. De hecho, cuando llevaba casi cien páginas escritas, hice una prueba de dinámica interna, digámoslo así, borrando a ese personaje, el narrador impaciente y en gran medida omnisciente, y dejando sólo como voz relatora al Vicente identificado con pelos y señales. No pude continuar. Sin esa intrusión, sin ese otro escritor que se escribe a sí mismo en la ficción y «ve cosas», visiones algunas de ellas, no sabía cómo seguir, me atoraba, me sentía perdido. Un amigo joven y escritor, el primero que leyó el manuscrito, a la vez que lo hacían en Anagrama Silvia Sesé y Jorge Herralde, me dijo por carta algo muy sugestivo, que yo mismo no habría sabido expresar tan acertadamente: en la contienda o bifurcación de las dos voces está el mayor aliciente del libro, puesto que de ese modo se plantea la reelaboración de la memoria como ficción haciendo así aparente su carácter ficcionado desde el principio (donde dos negaciones crean una afirmación).

Y, en efecto, ya en la primera página el narrador se presenta y nos presenta al protagonista-actor, dando el nombre de éste y diciendo literalmente «Yo no me llamaré de ninguna manera, al menos de momento»; trescientas y pico páginas después el libro se acaba sin que lo sepamos, pudiéndose así confirmar en cierta manera la sospecha legítima que el lector puede ya haberse hecho: que ese intermitente pero omnímodo narrador se llama también Vicente, que se querría haber llamado Luc, o Lucas, o Luis-Alfonso, o no haber tenido nombre sino calificativos, como el Vicente sí nominado: Cara de Luna, Cara de Fogasseta, el Aprendiz Eterno, el que se Pone Precio, el Hombre de los Tres Abrigos, el Joven sin Alma. Variantes todas, y no sólo en este personaje de este libro, de algo que como escritor (y aquí habla Vicente Molina Foix, el escritor ilicitano entrevistado por Carmen de Eusebio) me es grato, en tanto que capricho, juego vagamente «oulipiano» o fijación letrista: los títulos de las obras, los apodos, los epítetos, las manías nominativas.

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