POR GONZALO TORNÉ
Javier Marías posando junto a una estatua de Valle-Inclán. Fotografía cedida por la familia.

Este texto tiene un aire tentativo y una inevitable atmósfera de precipitación. Tentativo porque es apenas un temprano abordaje a un autor recién muerto demasiado importante para mí para tratar de encapsularlo en un único texto, y al que debo volver, y volveré, vamos si volveré. Y precipitado porque así como existen escritores que se configuran como algo muy parecido a un gusto secreto, y ante los que tenemos la impresión de que si no hablamos nosotros nadie lo hará, y que la única oportunidad de que se nos escuche es cuando el impacto de la muerte abre un breve y urgente espacio de atención, hay otros de los que se va a seguir hablando durante décadas, y que su obra será abordada por personas sensibles y con entendederas, y no dudo que el autor de Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, es uno de ellos.

Dentro de este acopio de artículos sobre Javier Marías me toca el más abstracto y quizás también el más decisivo de los asuntos: el del estilo. La respuesta al problema del estilo parece escondida a la vista de todos: pues si bien basta una página para reconocer la respiración sintáctica de la frase de Marías, hay algo de enigma en la manera cómo de su particular disposición derivan sus principales temas: el secreto, las instituciones narrativas, las vidas no recorridas, los escamoteos de la muerte, las búsquedas bibliográficas, las derivas semánticas, la aterradora fragilidad de la conciencia.

¿De dónde viene el estilo de Marías? La pregunta puede responderse por dos vías. La primera remite a la tradición literaria inglesa: la capacidad para detener el tiempo de Sterne, los vagabundeos entre los espectros de la memoria de Henry James, el gusto de George Eliot (y de su discípulo aventajado, Proust, el más inglés de los escritores franceses) por rematar casi cada párrafo en una idea, y el gusto por el aforismo sugestivo y enigmático de Shakespeare. Influencias que la página de Marías combina de manera inesperada e inaudita.

(Inciso: escribo este texto de memoria, forzado por la distancia con mi biblioteca, y le pido al lector complicidad con unos argumentos más tentativos e impresionistas que apuntalados en ejemplos incontestables).

Pero hay otra vía de exploración que consiste en entroncar el estilo de Marías con la operación que Benet llevó a cabo en La inspiración y el estilo, para presentarse a sí mismo como el renovador de la prosa española. Marías estudió con gran detenimiento el Gran Estilo que defendía Benet y que imitó con solvencia en El monarca del tiempo, un fárrago narrativo que le llevó a replantearse una estrategia literaria cimentada hasta ese momento en el pastiche, y a convencerse de que seguir la estela de Benet conducía a un callejón sin salida donde agonizaban varios proyectos narrativos de sus coetáneos.

¿En qué consiste el Gran Estilo? Hay algo de artificioso en la insistencia de Benet en que el alto estilo del barroco se deshilachó con Cervantes y la entrada de la ficción en la taberna, empujando la novela española a siglos de literatura despeinada del que vendría a rescatarle la elevación conceptual y de pensamiento literario que arranca (o regresa) en Volverás a Región. Si se trata de la construcción consciente de un estilo y del alto vuelo del pensamiento el propio Cervantes, La Regenta y el proyecto completo de Valle-Inclán (bastante más de tres mil páginas de concienzuda concentración estilística y reflexión sobre la vida comunitaria) se interponen como duros obstáculos a las pretensiones de Benet, quien por momentos parece menos interesado en el «estilo» que en el rango social y de pensamiento donde se mueve la prosa. Pero aclarar este asunto nos llevaría demasiado lejos.

Claro que si la recreación histórica de Benet es tan sugestiva como endeble la prosa que surge como resultado o ejemplo es incontestable. En el largo ciclo que abarca de Volverás a Región hasta Saúl ante Samuel, y que se prolonga en variaciones de tono menos exigentes en la inconclusa Herrumbrosas lanzas, Benet levanta a pulso el desconcertante monolito de su estilo. Despreciando la narración (por la que Benet parece sentir un asco casi somático), la psicología de los personajes y el diálogo ideado para que avance la trama, Benet acumula párrafo tras párrafo de prodigiosas descripciones que mezclan de manera nunca vista la precisión científica del dato con la personificación maliciosa de los elementos (vientos, tormentas, oleadas de calor).

Considerado con algo de distancia el estilo de Benet parece afirmar el territorio a cuya descripción dedica tantos esfuerzos y los elementos que lo recorren y lo configuran (a menudo al erosionarlo) sobre sus habitantes pasajeros. El escenario cobra protagonismo y la historia pasa como una pesadilla sin asideros. Las generaciones se relevan como esas nubes que proyectan sobre el suelo sombras incapaces de arraigar. Una y otra vez tierra y clima afirman su superioridad sobre unos habitantes cuyas historias se ven deformadas por los espejismos de la memoria, reducidos a mitos complicados de descifrar o distorsionados por las leyendas. El azar, la suerte (cuantos juegos de naipes en las páginas de Benet), la parálisis y la repetición ciega contribuyen también a desustanciar unos personajes que le deben al territorio su sangre y su conciencia, y que una y otra vez aprenden la misma lección: que los hombres se envidian, se codician, se traicionan, depredan su mutua dependencia y al final se matan o se mueren.

El recurso más espectacular de Benet para apuntalar esta visión invertida de la jerarquía entre el escenario y sus actores la encontramos en el manejo de un tiempo verbal hipotético, de manera que lo que se narra sobre la página no siempre es lo que pasó sino lo que pudo pasar o lo que directamente no ocurrió jamás. Benet nos cuenta lo que un personaje hubiese dicho de no haber callado, lo que hubiese hecho de no haber renunciado a actuar. A menudo para concluir que ambos caminos (o tres o cuatro) conducen al mismo agotamiento. ¿Qué más da que el viajero quiera o no llegar a Región, recorra o no el camino, se enfrente o no a sus inclemencias, si el escenario y sus posibilidades van permanecer inimitables, si en la frontera del territorio nos espera el disparo impersonal e inevitable del Numa?

Este carácter hipotético del Gran Estilo benetiano es un buen punto de partida para explorar el estilo de Marías, donde encontró la línea de fuga de la influencia del maestro para alterarlo e inclinarlo en el sentido de sus intereses. Lo que en Benet es hipótetico y subjuntivo en Marías se vuelve adversativo y confrontado. Donde Benet explora lo que no ocurrió ni se dijo aunque hubiese conducido al mismo desenlace, la frase de Marías proyecta con cada adversativa la sombra de lo que pudo ser de otra manera para compararlo al detalle e incrementar el significado y el valor a la fragilidad casi arbitraria de la existencia. Del signo de Caín que domina el estilo de Benet, pasamos al agradecido temblor (casi piadoso) de que exista lo que existe y de que seamos lo que somos que caracteriza el estilo de Marías. Donde esa voz de Benet que narra desde el final del tiempo, como si nos hubiese visto morir a todos, nos dice que da igual una cosa que otra, que en los amplios esquemas de la geología todo se neutraliza en el mismo agotamiento impotente; la voz de Marías liga y contrasta lo que es con lo que se evitó para explorar la aterradora cantidad de posibilidades que mueren con cada decisión. O si lo preferís: que pasan a la negra espalda del tiempo, para que las exploren la memoria imaginada o la ficción.

El paso de lo hipotético a lo adversativo altera también la forma de la narración. Benet alterna la descripción del territorio y de las malignas intervenciones del clima con el «comentario de estampas», una técnica que fue afinando hasta alcanzar en Saul ante Samuel un dominio prodigioso. Se trata de comentar una lámina de tiempo congelado, de explorar la disposición de una loncha de tiempo (como el salchichón que atrapado entre las páginas de un libro suelta despacio sus aceites y grasas, por recurrir a un ejemplo del autor) sucedido e hipotético, pero ya acabado para todo lo que no sea el morboso interés de su narrador. Marías, al concatenar lo que es y la sombra de lo que pudo ser y no fue dota a sus libros de una fluidez narrativa más ligera, aunque avance menos al ritmo de la trama que siguiendo los movimientos y vaivenes del pensamiento.

El triunfo de lo adversativo en el estilo de Marías provoca un descenso del tono en relación a Benet: del movimiento inerte de la geografía, el escrutinio resbaladizo del mito y el comentario de lonchas de tiempo congelado por la muerte quizás no sea justo decir que regresamos a la taberna (de la que el mejor Marías se mantiene alejado, ¡qué decepcionantes sus escenas de discoteca!) pero sí nos instalamos en el ámbito de las relaciones familiares: sus secretos, lealtades, fetichismos y adulterios. El estilo de Marías se abre al escrutinio de la moralidad cotidiana, que parece amoral en su independencia de los credos populares y las autoridades éticas que dominan de manera casi feroz la ficción española, que como señalaba Valle-Inclán prefiere reforzar el mecanismo de castigar el pecado y la vulneración de la honra con la sumisión privada y el desprecio público antes de examinar el espacio amorfo, complejo e inseguro de la moral privada: del hombre, ni héroe ni villano, cuya conciencia se juzga a sí misma como quien se mira en un espejo.

En la medida que sus compañeros de generación prefirieron denunciar y ejemplificar (formas inferiores de la inteligencia moral) los movimientos de la conciencia, o distraerse entre los jardines de estatuas de la literatura sobre literatura, Marías estará bastante solo en su empresa, aunque nunca aislado. En paralelo a Marías, y siguiendo la estela de Iris Murdoch, Álvaro Pombo inicia una serie de novelas donde la corriente de un estilo majestuoso arrastra materiales de procedencia variada que van de lo santo a lo obsceno, de lo noble a lo turulato, de las altas finanzas a los bajos fondos. Y está por entroncar adecuadamente este interés por el escrutinio amoral de las moralidades cotidianas con la empresa que emprendieron en Barcelona los poetas Gil de Biedma y Carlos Barral (pero también Castellet y Ferrater), decididos a forjar en sus diarios y memorias una prosa capaz de competir en claridad con el registro civil mientras alcanza inflexiones muy complejas de la vida íntima y de sus imbricaciones con el espacio político y social. Una prosa que por momentos impresiona y sosiega (en el contexto verboso de Valle o Cela, o del propio Benet, por no mencionar las angosturas descriptivas de Delibes) como la irrupción de un adulto en la habitación.

Como también queda por examinar qué pasó con el gran estilo de Marías cuando se convirtió en lo que más temía y tanto combatió: el escritor único, el favorito nacional al Nobel, el novelista liberado de cualquier escrutinio crítico, condenado a la celebración rutinaria de cada nuevo libro como una obra maestra. ¿Qué pasó con el estilo de Marías al final de Tu rostro mañana y después? Queda por contrastar sus últimos libros con la oscura parábola de Juan Benet según la cual el mayor peligro de un estilo poderoso es quedar a su merced, no ser capaz de escapar a sus mecanismos, depreciar los logros en manierismo. Es un asunto doloroso y quizás desagradable que no empaña los principales triunfos de Marías, aunque quizás ofrece indicios tenebrosos sobre nuestro sistema literario. Pero dejadme parafrasear a Macduff: «mañana hablaremos de decadencia como críticos, dejadnos celebrar hoy sus logros como lectores».