Fuera a causa de la propaganda antimarxista o marxista, de Lenin, de las denominaciones que emplearon algunas instituciones soviéticas o de la influencia trotskista, una influencia en la historia del pensamiento político contemporáneo que no debería ser subestimada, una parte del marxismo del siglo pasado tendió a suprimir la cesura que había dispuesto en sus inicios y a privilegiar las semejanzas en detrimento de las diferencias: hizo sitio a una interpretación en la cual los proletarios, que se ampliaron más adelante a los desposeídos en general, ya se plantearon un primer asalto al poder político en la Francia de finales del xviii, no sólo como circunstanciales aliados de los burgueses o animados por éstos, sino como actores principales. Un intento que repetirían a lo largo de las décadas siguientes y cuya lógica García Sánchez hereda y hace suya.

El problema es que la impugnación drástica de la lectura de la reconstrucción de los historiadores que siguieron las tesis de Michelet tiene las piernas de alambre. Incluso en la perspectiva marxista son escasos los especialistas que conceden pertinencia analítica a la analogía entre bolcheviques y jacobinos. Más bien parece comúnmente aceptado, en la comunidad investigadora, que el grupo organizado más numeroso del ala radical próxima a lo que se podría asimilar a un «cierto» proletariado urbano, pues se nutría de trabajadores independientes, pequeños comerciantes y artesanos, los sans-culottes, se aproximaba más a la facción política de los enragés de Roux (como indicó en su momento el propio Marx en La Sagrada Familia) o a los hebertistas que a los jacobinos. De hecho, el que es señalado como uno de los más directos precursores de los ideales comunistas, Babeuf –cuya «conspiración de los iguales», reprimida en 1797, supuso el primer intento articulado de instaurar una «comunidad de bienes y de trabajos»– fue especialmente crítico con el ala robespierrista durante el tiempo que estuvo al frente de la República. No es de extrañar. Pese a que tras la victoria termidoriana se alió con los restos del movimiento jacobino, esta coalición fue muy coyuntural. Como anota Wolfgang Harich, valedor de la concepción de Babeuf como protocomunista, «los republicanos puros, los herederos de Robespierre, Saint-Just y Marat, veían mayoritariamente en las consignas comunistas un simple medio para ganarse a las masas miserables, mientras que, por el contrario, Babeuf y sus fieles aspiraban a la vuelta a la constitución democrática de 1793 únicamente como punto de partida de un poder político orientado a la transformación gradual de las relaciones de propiedad»[6]. Les separaba un elemento nuclear: la propiedad privada. Robespierre, como anota García Sánchez, nunca puso en duda su condición de derecho fundamental. Saint-Just, en su opinión, iba más allá (propuso la confiscación estatal de los bienes de los «traidores») y cree que se inclinaba hacia alguna forma de supresión pero es difícil esclarecer si efectivamente así hubiera sido y si se habría deslizado hacia las posiciones de «los iguales» que no coincidían con las de la pequeña burguesía a la que, dicho apresuradamente, tendían a «representar» los jacobinos[7].

Lo que anacrónicamente se podría considerar extrema izquierda no se identificaba con el club de los jacobinos: mantenían una distancia vigilante, aunque durante el año 1793 acostumbraron a respaldarles como mal menor ante el riesgo contrarrevolucionario, toda vez que el radical Roux ya había sido arrestado en otoño. Sin embargo, en el segundo año de la Revolución, en 1794, la discordia se había transformado en hostilidad y prueba de ello fue el encarcelamiento y ejecución de los caudillos hebertistas. Los grupos políticos izquierdistas vinculados con las masas depauperadas fueron reprimidos por los jacobinos como lo serían inmediatamente después los más moderados agrupados en torno a Danton. A esta enajenación del apoyo mayoritario de los sans-culottes y de los elementos más conciliadores de la pequeña burguesía radicalizada que les sustentaban hay que añadirle que hasta en la propia conspiración contra Robespierre participaron destacados jacobinos próximos a los hebertistas como Billaud-Varenne y Collot d’Herbois, por lo que el aventurado dictamen de Michelet quizás no fuera una burda manipulación sin sostén alguno. Tal vez la conjetura más plausible fuera pensar que había perdido buena parte del soporte popular coyuntural del que había gozado durante la última fase del gobierno revolucionario: no siendo, en este sentido – y por emplear la terminología clásica–, «expresión» de los deseos «del Pueblo», de las clases más bajas, habiendo cercenado a derecha e izquierda el campo de posibles consensos y con enemigos en el interior de su propio bando es probable que su popularidad en el verano de 1794 hubiera menguado lo suficiente como para explicar las dudas de muchas secciones de la Comuna de París a la hora de tomar resueltamente partido por Robespierre y los suyos contra la Convención, que había ordenado su detención. Los objetivos políticos de sans-culottes, enragés o hebertistas coincidían sólo parcialmente con los de los partidarios del Incorruptible. Asimismo, la represión, que había afectado indiscriminadamente a todos los estratos de la población y no sólo a los contrarrevolucionarios, los problemas de abastecimiento, que habían provocado una crisis alimentaria y de bienes de consumo en vez de procurar la esperada abundancia, y la ley del maximum que, tras ser aplicada a los productos de primera necesidad luego se impuso a los salarios, provocando un incremento espectacular del mercado negro y una fuerte tensión social, socavaron el apoyo del que gozaban Saint-Just y Robespierre. Es difícil comprobar si la alegría se desbordó por París pero hay bastantes argumentos como para sospechar que lo que sí que no hubo, como mínimo en los días subsiguientes, fue un duelo masivo y en este punto el artificio de Javier García Sánchez, sin derrumbarse, queda afectado en su estructura, mermado, habiendo perdido su armonía, aunque no su estabilidad.

Más allá de la siempre pertinente e imprescindible reflexión clásica acerca del dibujo de los personajes, la estructura, el vocabulario o aspectos aparentemente menores pero que en realidad no lo son tanto, como las dimensiones[8], la crítica de Robespierre, como la de otras muchas obras literarias ha de afrontar también el problema de la verdad: debe interrogarse, al menos, por las pretensiones de validez de sus afirmaciones (implícitas o explícitas), preguntas, negaciones… y las condiciones bajo las cuales las satisface o no. Sin mecanicismos reduccionistas, pero tampoco postulando un reino absoluto y separado para la veracidad literaria que no se sometería a más regla que la que ella misma se prescribiera. Por eso, y aunque la tradición máximamente autónoma del género poético o la escritura metaliteraria puedan provocar semejante efecto, este espejismo debe ser analizado cuidadosamente huyendo de referencialismos ingenuos[9]. En un sentido amplio e intencionadamente vago, toda obra literaria guardaría alguna relación con el conocimiento, con la verdad y la falsedad, por muy elusivas e indefinibles que sean estas nociones. Esta relación quizás tendería hacia el «grado cero» en algunos casos (puede pensarse en ciertas vanguardias como el dadaísmo) mientras que en otros, por contra, tendería al máximo posible (sería el caso de Archipiélago Gulag). Y pese a que nunca debería olvidarse que la famosa sentencia de Goethe –«un hecho de nuestra vida no vale en la medida en que sea verdad, sino en la medida en que signifique algo»[10]– sigue siendo crucial en cualquier medida de la singularidad propia de «lo literario», tampoco ha de menospreciarse el interrogante planteado por Hesse: «¿Qué sentido tendría escribir si no existiera el propósito de decir la verdad?»[11].