POR J. JORGE SÁNCHEZ

A finales de 2012 el escritor barcelonés Javier García Sánchez publicó una monumental novela de más de 1200 páginas titulada Robespierre. Se trata de una obra concebida, desde un punto de vista partidista, «fanático» –en sus propias palabras–, como una suerte de recuperación moral de las figuras de Robespierre y Saint-Just y, por extensión, del movimiento jacobino en general. Una rehabilitación que supone, por una parte, un ajuste de cuentas con la interpretación que las corrientes hegemónicas de la historiografía realizaron sobre su papel en la Revolución Francesa y, por otro, una reinterpretación de ésta, de su génesis, desarrollo, final y posterior proyección. En este sentido, no es una novela histórica al uso, pero sí, al menos en la intención explícita del autor (p. 1107), una novela, aunque mantenga una relativa distancia respecto a las habituales tipologías del género. Y precisamente esta condición puede servir para ilustrar, una vez más, la polifuncionalidad de la obra de arte en general y de la literaria en particular: la hipótesis de que su función no se agota en su dimensión estética, lúdica, psicológica o ética, sino que también interviene en la generación, conservación, reproducción o difusión del conocimiento. Que no sólo tiene que ver, en fin, con la belleza, la conciencia o la bondad, sino también con la verdad.

La reparación moral emprendida por Sánchez se encara con la farsa construida históricamente en torno a Robespierre y Saint-Just: su identificación con el Terror. Una asociación que se extiende al movimiento del que fueron sus más famosos representantes y que ilustra con la definición que el DRAE realizaba, en su edición de 1992, del concepto «jacobino»: «Dícese del individuo del partido más demagógico y sanguinario de Francia en tiempos de la Revolución…»[1]. A grandes rasgos, la estrategia narrativa de esta revisión sigue una doble trayectoria. Apoyada en una minuciosa inmersión en los documentos de la época (memorias, actas de reuniones, legajos judiciales, periódicos, cartas, etcétera) busca llevar a la superficie, por un lado, la ocultada dimensión de las convicciones éticas de ambos y, por otro, la tendenciosa comprensión subyacente al relato histórico hegemónico respecto a la Revolución Francesa como acontecimiento. Y la exposición de esta empresa adopta la forma literaria porque sólo la ficción permite dar cuenta de los matices, las diferencias, las contradicciones, las disparidades, «ese cúmulo de circunstancias que aparentemente la historia no llega a aprehender» debido a que sus exigencias de comprensión le llevan a privilegiar la coherencia y la homogeneidad en detrimento de la paradoja y la heterogeneidad.

García Sánchez explica cómo tras la llamada «reacción termidoriana», que les condujo a ambos al patíbulo junto a los principales líderes jacobinos y de la Comuna de París, durante varios años aparecieron docenas de panfletos, libelos y escritos que les describían como monstruos sedientos de sangre, pervertidos pedófilos, crueles torturadores, ávidos devoradores de lujo y riquezas, déspotas intransigentes e inhumanos, etcétera. Una auténtica «parada de los horrores» de la que, con el paso del tiempo y la falta de pruebas, se fueron desvaneciendo casi todas las acusaciones excepto la de haber sido los instigadores del Terror y los más feroces partidarios de las ejecuciones masivas del período 1793-1794 motivados por su afán de poder, por su deseo de establecer una tiranía. El autor no tiene muchas dificultades en desacreditar la narración de las veleidades dictatoriales que se les atribuyeron, recuperando la altura moral de Robespierre y de Saint-Just frente a esta acusación. El primero fue conocido en aquella época, incluso por sus enemigos más enconados, como «el Incorruptible» lo cual parece suficiente argumento como para al menos poner en tela de juicio buena parte de lo que se dijo de él. Para Robespierre, a tenor no sólo de sus escritos sino también del grueso de su vida política, de la que se tiene constancia, la virtud y la ley eran los principios básicos que debían regir la República y a ellos trataba, asimismo, de acomodar siempre su ascética conducta. Una sobriedad espartana compartida por Saint-Just, cuyo apodo en cambio –«el arcángel del Terror»– ciertamente no serviría como profiláctico intelectual, como el de su colega, pero fue uno de los encargados de la redacción de la Declaración universal de los derechos del ciudadano, y comprendía la política en términos fundamentalmente éticos, algo indicado por numerosos analistas (entre ellos Geffroy), tal y como puede observarse con nitidez en el «Preámbulo» a sus inacabados Fragments sur les institutions républicaines.

Pero con sus discursos, sobrenombres o contribuciones no habría suficiente para que el desagravio emprendido no se tambaleara, pues la trabazón entre los jacobinos y la guillotina, como se ve obligado a admitir, no fue un puro infundio de los termidorianos: ninguno de los dos se manifestó como firme opositor a las medidas represivas propuestas por la Convención y vehiculadas tanto a través del Tribunal Revolucionario como de su antecesor, el Tribunal Criminal Extraordinario. De hecho, aunque Robespierre defendía la abolición de la pena de muerte en los meses iniciales de la Asamblea Constituyente, poco después fue partidario de la ejecución del rey Capeto y, posteriormente, de todos aquellos que fueran condenados como traidores a la causa. Asimismo, Saint-Just conjugó su defensa de las libertades con su labor como virulento acusador en el proceso contra el monarca y, en su calidad de comisionado de la Convención en los ejércitos que luchaban contra las potencias europeas, fue inflexible en la aplicación de castigos sumarios para restablecer la disciplina en las tropas bajo su mando. Sánchez pecha con estas evidencias pero introduce los suficientes matices como para separarlos de la fase más feroz del Terror y de algunos de sus episodios más crueles. El suceso que la tradición histórica ha acostumbrado a considerar como su comienzo, la matanza de aristócratas, clero y monárquicos en septiembre de 1792, fue organizada por Marat y sus cordeliers y no gozó, según el novelista, de la aprobación de Robespierre. Tampoco tuvo el cometido fundador que interesadamente se le adjudicó en la creación del órgano central del Terror instituido en marzo de 1793, que cargaría con el peso de la represión, el Tribunal Revolucionario. Fue, ciertamente, uno de sus apologetas, pero ni siquiera fue el principal impulsor, como tampoco Saint-Just. Más problemas tiene en eximirles de la liquidación del movimiento girondino y, más adelante, de los radicales de izquierda, (Hébert y sus seguidores) y de Danton y sus «indulgentes». Es indiscutible que, en el caso de la Gironda, Robespierre protagonizó el acoso pero argumenta, consistentemente, que trató de limitar los ajusticiamientos y evitar un baño de sangre. En el proceso de aniquilación de las facciones hebertista y dantonista, interpreta que ambos se vieron superados por los acontecimientos: la pugna interna entre extremistas y moderados («clementes») –y los aliados circunstanciales y móviles de que disponían en otros grupos que luchaban por el poder– los arrastró y accedieron a regañadientes a la eliminación de los dirigentes de ambos sectores para salvar el proceso revolucionario. Esta conjetura haría comprensible la defensa pública que Robespierre hizo de Danton ante los diputados antes de su enjuiciamiento todo vez que, por el contrario, no facilitaría una explicación plausible de la violenta acusación que Saint-Just realizaría poco después, ante el mismo foro, en el discurso que supuso la condena política del bando moderado capitaneado por aquel. Tampoco parece que la firma de ambos en el documento del Comité que dictaba la orden de detención de los cabecillas dantonistas sea fácilmente comprensible como alguna forma de inhibición, pasividad o fatalismo, tal y como propone. Ni, sumando, resulta fácil explicar la iniciativa de la temible ley de 22 de Pradial (10 de junio de 1794) que agilizaba los procedimientos contra los enemigos de la Revolución privándoles del derecho de defensa y recurso y que les acabaría conduciendo al cadalso. Su redacción la realizó Couthon, amigo y leal colaborador de Robespierre, y sirvió para que se desencadenase el periodo del «Gran Terror» en el que la guillotina se aplicó a centenares de personas cada semana.

Sin embargo, resulta convincente cuando centra su mirada en esos dos últimos meses del período revolucionario, bajo la dinámica de la ley de Pradial, y demuestra que Robespierre estuvo ausente de los órganos de dirección del Estado, al parecer tanto por motivos de salud como por discrepancias en el uso masivo e indiscriminado del Terror, causa en la que pone especial acento, y que Saint-Just, por su lado, desempeñaba ya completamente su labor como legado en el Ejército del Norte y se había alejado de los entresijos del día a día parisino. Ninguno de los dos intervino ni directa ni indirectamente en el frenesí ejecutor: adjudicarles la responsabilidad exclusiva del Terror –y más si éste es entendido como el asesinato desbocado, indiscriminado y sin garantías procesales de los últimos meses, de la manera en que lo decidió la tradición que crearon los vencedores de la pugna por el poder en la naciente Francia revolucionaria– es una falsificación de la historia. Esta distancia no les exime de su participación en el Terror y menos aún de su misma concepción pero en el diseño finalmente puesto en práctica, por un régimen en pañales y amenazado por enemigos interiores y exteriores, deberían situarse a su lado otros personajes que esa posteridad salvó apartándolos del entorno creador y manipulador del Artefacto, como los propios girondinos (que avalaron la creación de todas las instituciones represivas de excepción) o Danton, el revolucionario «compasivo». A fin de corroborar sus afirmaciones, Sánchez se fija en sus últimos discursos. El de Saint-Just, que no llegó a pronunciar, proponía medidas para evitar las disensiones en los comités, los abusos de poder y las tentaciones dictatoriales. El de Robespierre, que sí pudo defender ante la Convención, criticaba severamente a todos aquellos «monstruos» que habían «mantenido el terror en todas las condiciones»: esta censura del «odioso sistema de terror», que sellaría su suerte, probaría que se había apercibido de que, de los dos principios en torno a los que debía asentarse la República, «la virtud sin la cual el Terror es funesto y, en segundo lugar, el Terror sin el cual la virtud es impotente», el primero se estaba difuminando a pasos agigantados ante el segundo. En la versión más indulgente de los estudios históricos, la que no se sirve del estereotipo, esta conciencia habría sido la consecuencia de las noticias que llegaban de las atrocidades cometidas por varios de los «representantes en misión» enviados desde París para asegurar la fidelidad a la causa revolucionaria de los departamentos más díscolos, especialmente el trío «termidoriano» Fouché, Barras y Tallien. Sánchez, por su parte, va más allá y retrotrae esta conciencia de la degradación «terrorista» al juicio contra Danton y su colaborador Desmoulins, amigos ambos del tribuno jacobino, principalmente el segundo, mediante una prolija ilustración. Esta benevolencia, no obstante, no desmerece su esfuerzo ni su logro: es difícil no coincidir con él en que Robespierre discrepaba de la aplicación indiscriminada y masiva de la guillotina, en que Saint-Just buscaba evitar el impulso totalitario y en que ambos, ni mucho menos, aspiraban a establecer algún tipo de tiranía, como sus ejecutores pregonaron a diestro y siniestro.