TRADUCCIÓN Y NOTA DE JAVIER VELA

paul-valery-1La fortuna literaria de Paul Valéry ocupa todavía hoy una posición fluctuante en el panorama de la poesía moderna europea. Bien mirada, toda su obra no es sino una encrucijada de pensamientos y estilos sabiamente integrados en un imaginario singular, y eso es quizá lo que la convierte en una de las grandes experiencias «terminales» de la literatura. A mitad de camino entre el impresionismo naíf de Verlaine y el «trovar oscuro» de Mallarmé, pese a todo estrechamente relacionados, el post-simbolismo de Valéry se afana en decantar lo indeciso, lo vago –entendiendo por «vago» todo lo que reside en las cotas más bajas de la percepción sensible–, lo huidizo, lo indefinido y lo enigmático para extraer de todo ello su ideal de pureza, noción no menos volátil.

No resulta disparatado afirmar que la hostilidad de Valéry hacia determinados valores de la modernidad le situó en una posición incómoda ante críticos e historiadores de la literatura, siempre empecinados en acotar tendencias, obras y autores, y aun en simplificar los conceptos mismos en aras de una mayor proyección didáctica. Lo cierto es que, tras su muerte, acaecida en París el 20 de julio de 1945, pocos meses después de que acabase –en Europa– la Segunda Guerra Mundial, su poesía fue cayendo en un injusto y progresivo olvido (la «gelidez» de sus versos se ha convertido en un tópico) del que su prosa, por muchos aclamada, no ha terminado aún de rescatarla. Baste decir no obstante, por lo que nos concierne, que su huella lírica e intelectual se hace reconocible en casi todas las generaciones poéticas del siglo xx español, del 27 al 68: Jorge Guillén, Pedro Salinas, Gerardo Diego, Luis Felipe Vivanco, Miguel Hernández, Luis Rosales, José Hierro, Carlos Edmundo de Ory, José Ángel Valente, Pere Gimferrer, Antonio Colinas o Guillermo Carnero, por citar sólo algunos, leyeron, tradujeron o admiraron indistintamente al erudito francés[1], cuyos esquemas de pensamiento crítico en torno a la poesía han constituido desde hace casi cien años una fuente inagotable de reflexión y debate.

Apartado de la poesía desde 1892, tras sufrir una aguda crisis intelectual y afectiva que le hace consagrarse por entero a lo que él llama «la vida del espíritu», y de la literatura desde 1896, a la que vuelve la espalda tras la publicación de algunos de sus textos señeros –la Introducción al método de Leonardo da Vinci y Monsieur Teste–, parece claro que la muerte de Mallarmé, acaecida en 1898, acabó de alejarlo del mundo de las letras. Recluido en el número 12 de la calle Gay-Lussac como en un claustro del intelecto, se contenta, «entre la lámpara y el día», con trabajar en sus misteriosos cuadernos, que no deja leer a nadie. Por lo demás, consagra su tiempo libre al cultivo de la mente: la ciencia, la filosofía, la política, la música, las matemáticas y la lingüística ocupan ahora su interés. Sólo frecuenta a Louÿs y a Gide, sus amigos de juventud. No es hasta 1912, persuadido por el propio Gide y el editor Gaston Gallimard, cuando, tras veinte años de introspección y meditación solitaria, decide retomar sus poemas tempranos, que aún habrán de esperar hasta 1917 para ver la luz, bajo el título de La joven Parca. El libro obtiene de inmediato un enorme éxito entre lectores y aficionados a la poesía. Le siguen El cementerio marino y Álbum de versos antiguos, ambos de 1920, y Cármenes (pese a lo afortunado de la traducción, la ambigüedad polisémica de su título original, Charmes, de origen latino, resulta indudablemente mucho más fiel a las concepciones poéticas del autor), de 1922, donde compila veintiún textos en su mayoría aparecidos ya con anterioridad, incluida su obra culmen hasta entonces, «El cementerio marino». Dicha compilación le consagrará definitivamente como uno de los más grandes poetas de su tiempo.

Es entonces cuando recibe el encargo de escribir Alfabeto. Corre el año 1924 y el librero y editor René Hilsum proyecta elaborar un refinado volumen para bibliófilos empleando los grabados que acaba de comprarle al pintor y tipógrafo catalán Louis Jou (Barcelona, 1881-Les Baux, 1968), a fin de publicarlo en la «Grande Collection» del sello que figura asimismo bajo su dirección, Au Sans Pareil. Valéry, que acaba de asistir a la publicación del primer tomo de sus Variedades, acepta y aun redobla la apuesta. No será el primer libro que escriba por encargo (Introducción al método de Leonardo da Vinci y Eupalinos o el arquitecto, sin ir más lejos, nacieron de las mismas circunstancias), ni desde luego el último que le soliciten. Desde principios de la década de 1920, debido, entre otras razones, al alto grado de excelencia alcanzado por las técnicas de impresión, la reproducción de manuscritos literarios en ediciones facsimilares había conocido un auge sin precedentes. Convertido por entonces en una especie de ídolo de las letras, Valéry es simplemente uno de los primeros en beneficiarse de esta moda. No en vano, a mediados de ese mismo año –1924–, los libreros parisinos Ronald Davis y Édouard Champion habían acudido ya al editor e impresor Daniel Jacomet para reproducir dos manuscritos del escritor: (La velada con) Monsieur Teste y Cuaderno B, 1910. Sin embargo, el proyecto de publicación de Alfabeto era más ambicioso, ya que, según lo concebía Hilsum, aparecería «ilustrado» con las letras de Jou y las acuarelas del propio Valéry. Así lo relataría él mismo una década más tarde:

«Hace algunos años, se me pidieron veinticuatro piezas en prosa (o en versos variados) cuya primera palabra, en cada una de ellas, debía comenzar por una de las letras del abecedario. ¿Abecedario incompleto? Sí. Se trataba de emplear veinticuatro letras ornamentales, grabadas sobre madera, que se deseaba publicar con el concurso de alguna literatura –pretexto y causa aparente del álbum concebido–. Las condiciones no me arredraron. El grabador había omitido dos letras, las dos más engorrosas, además de infrecuentes, en la lengua francesa: la K y la W. Quedaban pues xxiv caracteres. Tuve la idea de ajustar estas veinticuatro piezas a las xxiv horas del día, a cada una de las cuales se puede muy fácilmente hacer corresponder un estado y una ocupación o disposición anímica diferentes»[2].

En su retrospección, Valéry omite la dilación a que el texto, desde un primer momento, estuvo sometido. Hoy sabemos que la escritura del mismo no dio comienzo hasta marzo de 1925, adoptando de modo progresivo un tono cada vez más personal. Pero, no bien empezó a tomar forma, Valéry se sumergió en él hasta tal punto que ya no fue capaz de entregarlo. El libro cayó en la sombra, y, postergando sin fecha su compromiso –con gran pesar de Hilsum, que no cesaba de reclamárselo–, el autor pareció abismarse en el trabajo obsesivo de las tachaduras y las variantes, ya habitual en él. En una carta dirigida al librero en julio de 1928 en el empeño de calmar su impaciencia y la de los suscriptores, Valéry explica: «Alfabeto no deja de preocuparme. Lo he tomado y retomado en cada hueco del que he dispuesto. Pero la idea de tratarlo como un poema, es decir, como una cosa infinita, ha jugado en mi contra […]. Nadie sabe qué cantidad de asuntos debo simultáneamente arreglar, expedir y sobrellevar. Pero al fin, he declinado todo compromiso. El médico me ordena imperiosamente un descanso. Si lo encuentro, el primer fruto del mismo será Alfabeto. He aquí cuanto puedo decir por mi parte a los reclamantes. Dígales también que he reescrito la letra E quince veces de quince formas distintas y aún no estoy contento con ella. Paciencia, paciencia».

Sin embargo, múltiples esbozos se fueron sucediendo en el tiempo sin que Valéry, fiel a su premisa de que una obra –siempre «perfectible»– no llega nunca a acabarse, se decidiera al menos a abandonar la suya en manos del editor. Reemprendido y aplazado en multitud de ocasiones, parcialmente disperso en revistas y publicaciones de la época y definitivamente relegado en 1939, el texto original (completo y a la vez inacabado) no vería la luz en forma de libro hasta cuatro décadas más tarde, cuando Agathe Rouart-Valéry, hija del autor, decide publicar en el sello de la prestigiosa librería Blaizot una primera edición del conjunto, limitada a ciento ochenta ejemplares. Dicha edición no incluiría sin embargo más que una sola versión de cada letra, quedando inéditas las restantes, hasta que, en 1999 y de la mano del reputado valerysta Michel Jarrety, la colección de clásicos de Le Livre de Poche diese a conocer el manuscrito íntegro del libro con el beneplácito de su legataria. Su cuidada edición da cuenta de los diferentes estratos de redacción del original, así como de las variantes o soluciones principales de cada poema. En ella se sustenta nuestra versión.

Las veinticuatro letras que Valéry proyectaba asociar al «ritmo psicofísico» de una jornada humana, entre la llegada de la luz y el regreso de las tinieblas, exploran las relaciones de similitud y divergencia entre alma o conciencia y cuerpo –obsérvese a este respecto el uso que el autor hace de las cursivas y de las formas reflexivas del verbo, a fin de subrayar el desdoblamiento–, así como sus transformaciones en los estados de vigilia y de sueño. La secuencia extractada aquí (que corresponde, como se verá, a las primeras horas del día) queda codificada simbólicamente por la liturgia pequeñoburguesa del hombre occidental: la observación del tiempo y de los signos remanentes de la noche, el despertar, el baño… A todo ello se alude de manera indirecta, como al sesgo, por medio de estructuras semánticas que trabajan por acumulación, exentas de referencias explícitas. Aventurar, en clave realista, una interpretación o decodificación de las mismas en el empeño de dirigir su lectura sería un contrasentido, si no una ofensa deliberada a los postulados del propio autor. No en vano, Valéry se haría eco de la concepción mallarmeana de la poesía según la cual un poema debe ser una puerta misteriosa cuya llave debe encontrar el lector. «Mis versos tienen el sentido que se les atribuye, y el que yo les doy no se adecua más que a mí», escribe; afirmación hermenéutica antes que literaria, si se quiere, pero que prefigura un horizonte interpretativo desde el que leer su obra de modo más abierto y abarcador.

Tengo para mí que las seis piezas aquí vertidas al castellano no arraigan en su hondura primitiva. Espero no obstante haberlas «recreado» traicionando lo mínimo posible el espíritu que las animaba en origen. Ahora es tarea del lector inspirado contrastar el modelo con la imagen que esta edición yuxtapone, y ante la cual le dejo, esperando que sepa disculpar los excesos, más aún que los defectos, de mi traducción.

1 Para obtener una visión de conjunto acerca de la recepción de la obra de Valéry en España y la América de habla hispana, remito al lector al exhaustivo estudio de Monique Allain-Castrillo Paul Valéry y el mundo hispánico (Gredos, 1995), con prólogo de Carlos Bousoño y epílogo de José Hierro.

2 El texto, mecanoscrito, se conservaba en una carpeta en cuya portada Valéry había hecho figurar a mano: Prefacio, etcétera. Dicha evocación, que se antoja incompleta, vendría a constituir así pues el pórtico «natural» de Alfabeto.

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