Uno de los criados de Johann Wolfgang Goethe abre la puerta de su gran casa de Weimar, donde el célebre escritor reside desde 1775, un año después de publicar Werther. Nos encontramos en 1823. Por los pasillos hay lienzos, grabados, esculturas. En una de las estancias anoche se celebró un recital de música, esta mañana el archiduque ha visitado al venerable poeta, mañana lo hará un filólogo, un científico, un dramaturgo, seguirán llegando cartas de toda Europa. Goethe permanece sentado, ensimismado en sus pensamientos, y recibe al visitante con cordialidad y firmeza; toman asiento y empieza la charla: la literatura, la naturaleza, los sentimientos, la política, la religión. Como reza el tópico, nada de lo humano es ajeno junto al padre de la literatura alemana, como le definió Walter Scott en una carta, junto al «más genial de todos los hombres», como dijo de él Lev Tolstói.
Ese que entra en casa de Goethe y conversa con él se llama Johann Peter Eckermann, un joven muy inquieto desde el punto de vista intelectual –aunque autodidacta y sin apenas recursos– que entablará tan profunda amistad con el escritor que será elegido por éste como el editor de su legado literario. La poesía, el dibujo y el ejército son los compañeros de un Eckermann sensible al arte pero sin futuro alguno, pese a conseguir publicar algún poema en 1815, momento en que descubre la obra de Goethe; la admiración que siente por este «astro infalible» se hará obsesiva, reuniendo sus impresiones en un ensayo titulado «Contribuciones a la poesía con referencia especial a Goethe», que a fin de cuentas será una carta de presentación inmejorable para el anciano escritor, quien, siempre interesado por los nuevos talentos, le agradece el envío de ese texto.
La amable respuesta de Goethe cambia la vida de Eckermann, que emprende a pie el largo camino que de Hannover le conducirá a Weimar. Ya en el primer día, «pasamos mucho rato juntos, en una atmósfera serena y afectuosa. […] Hablaba despacio y con desenvoltura, tal como podemos imaginar que lo haría un monarca entrado en años. Se advertía en él que vivía en armonía consigo mismo y que estaba por encima de las críticas y de los elogios. A su lado me sentía indescriptiblemente a gusto». Este ambiente sosegado, donde un Goethe paternalista con ademanes de viejo profesor siempre tiene una excusa para meditar sobre cualquier cosa con tal de tener buena compañía, es lo que va a respirar Eckermann hasta la muerte del genio, en 1832, a lo largo de una relación de provecho mutuo, como explica Antoni Marí en su artículo «Jean Paul Eckermann: confesor»: «Goethe podía exponer sus ideas, matizar otras para deshacer los malentendidos que su obra siempre generó, opinar sobre personas e instituciones y exponer lo que le comprometía sin tener que recurrir a la escritura, que imponía una exigencia que a su edad, setenta y cinco años, no estaba dispuesto a cumplir. Eckermann, por su parte, convivía con la persona que le había descubierto el mundo y a sí mismo y junto a su agradecimiento esperaba extender el saber y realizar el único objetivo de su existencia: dejar constancia por escrito de la magnitud ciclópea que puede adquirir un ser humano».
Durante ese tiempo, el joven llevará un diario sobre sus encuentros con el maestro, su familia, sus amigos y conocidos, registrando, entre mil asuntos más: la idolatría de Goethe por su inseparable amigo Friedrich Schiller; su gran visión histórica y su admiración por Napoleón, con quien tuvo un histórico encuentro en 1808 en el que el emperador le recriminó cierto pasaje del Werther por «poco natural»; la explicación de la génesis de algunas de sus obras narrativas o poéticas, por ejemplo, Wilhelm Meister y Hermann y Dorothea –aunque tanto da, pues para la poesía y la prosa «es la realidad la que tiene que proporcionarnos la ocasión y el tema necesarios»–; la alusión a las reacciones a su obra más célebre: «A mi Werther lo criticaron tanto que, si quisiera eliminar cada pasaje objetado, no quedaría ni una línea entera en todo el libro»; su veneración por Lord Byron, «el mayor talento del siglo»; sus mayores influencias (Homero, Menandro, Sófocles, Virgilio, Shakespeare, Goldsmith, Sterne, Voltaire); el teatro y las artes plásticas… En definitiva, la Vida en todos los órdenes materiales y espirituales en unas Conversaciones con Goethe en los últimos años de su vida (publicadas en 1836 y, ampliadas, en 1848; Nietzsche las calificará como «el mejor libro alemán que existe») que hoy son un documento de valor superlativo que, además, entroncan, mediante los diálogos transcritos por Eckermann, con otros textos goethianos, caso de La elegía de Marienbad, poetización del amor tardío que el escritor, ya viudo, en 1823, sintió por una chica de diecinueve años, Ulrike von Levetzow –cuya madre, tres lustros atrás, también despertó el amor de Goethe–, quien rechazaría su propuesta de matrimonio. Así pues, el tiempo que Eckermann vivió cerca de Goethe pertenece –además de a los años de la última parte del Fausto y a los postreros libros de Poesía y verdad, que tardó casi veinte años en escribir y abarca desde su nacimiento hasta que se trasladó a Weimar, donde moriría– a esa elegía cuya escritura tan bien recreó Stefan Zweig en uno de los textos de su libro Momentos estelares de la humanidad: «Ningún desbordamiento lírico de sus años jóvenes surgió de modo tan directo a partir de un motivo, de un suceso. Ninguna otra entre sus obras puede observarse hasta ese punto en su desarrollo, paso a paso, estrofa por estrofa, momento a momento, como ese “canto maravilloso, que nos dispensa”, este poema tardío de sincero ardor otoñal del hombre de setenta y cuatro años, el más intenso, el de mayor madurez. Este “producto de un estado de la más extrema pasión”, como él mismo lo definió en presencia de Eckermann, reúne a la par la más elevada sujeción a la forma. Así, de un modo a la vez manifiesto y misterioso, toma cuerpo el instante más ardiente de la vida». Todo sucederá en un momento de «rejuvenecimiento interior», como dice el autor austriaco, tras un episodio de salud quebradiza el año anterior que estuvo a punto de matarlo, lo que se traduce en la marcha a ese balneario en verano –Mariánské Lázně, hoy situado en la República Checa, que también verá a otros insignes visitantes: el propio Zweig, y Chopin, Nietszche, Kafka, Freud e incluso Mark Twain– en el que le gusta «revolotear con mujeres hasta media noche». Goethe experimenta allí el frenesí de su infatuation y el declive de su decepción frente a la despedida infructuosa de la muchacha en Karlsbad, a donde la ha seguido. Qué vulnerable, hipersensible este Goethe que siente en lo más hondo su canto de cisne romántico con tanto dolor, que sólo encuentra consuelo en el consuelo de siempre: la poesía, y no de cualquier forma, sino, como dice Zweig, manifestando «su emoción por vez primera de forma abierta y espléndida» con esa elegía que en breve enseñará a Eckermann y algunos otros íntimos.
Mucho tiempo después de aquel fracaso amoroso, cuando entiende que ha de replegar velas y concentrarse en recopilar bien sus obras completas y concluir sus antiguos proyectos, dirá algo a su fiel compañero, en concreto en 1831, que podría interpretarse a la luz de acontecimientos personales tan impactantes como el de su enamoramiento tardío y dramático: «Un hecho de nuestra vida no vale en la medida en que sea verdad, sino en la medida en que signifique algo». Daría igual si aquel amor había sido verdadero a ojos de los demás, que lo criticaban por ello y hasta se burlaban; lo había significado todo para Goethe. Tres años antes, el discípulo anotaba: «Lo principal es tener un alma amante de la verdad y capaz de absorberla allí donde la encuentre». Pues bien, ya fuera con el ropaje del lenguaje reflexivo, ya fuera con las palabras directas y francas a partir de la confesión más sentida, esta idea emersoniana avant la lettre –el sabio de Concord le dedica un ensayo en su libro Hombres representativos; Goethe sería «el escritor», «un hombre domesticado en el siglo, que respira su aire, goza de sus frutos, imposible en ninguna época anterior, y que invalida, por sus partes colosales, el reproche de la debilidad que, si no fuera por él, se aplicaría a las obras intelectuales del periodo»– podría representar el lema vital y creativo del poeta, que nació en una Alemania, como en el caso de Ralph Waldo Emerson con respecto a los nacientes Estados Unidos, en la que la literatura «aún era una tabla rasa», según indicó él mismo. De ahí la diversificación de sus intereses artísticos e incluso científicos, como prueba la importancia que en las Conversaciones se le da al Ensayo sobre la metamorfosis de las plantas y a la Teoría de los colores, que le llevaría a polemizar al respecto con el mismísimo Isaac Newton. Y es que, como se desprende de lo que diría a su discípulo, Goethe prestaba tanta atención a las letras como a la naturaleza y la pintura; así tuvo la oportunidad de comprobarlo quien asistiera a la exposición «Goethe. Paisajes», celebrada en el Círculo de Bellas Artes (Madrid, 2008), y que ofrecía a un hombre con una destacable habilidad para el dibujo y la pintura, si bien no extendería tal afición al ámbito público. No en balde, en el precioso catálogo publicado para la ocasión, el presidente del CBA, Juan Miguel Hernández León, hablaba de que «la dedicación al dibujo tuvo para Goethe una dimensión estrictamente privada», la cual le serviría para «entender las profundas exigencias y requerimientos del trabajo artístico y formular su conocida crítica del diletantismo».