Aquellos eran los dibujos de un hombre que caminaba y miraba al cielo, a la casa solitaria, al árbol, a la colina: unos cuantos de entre los dos mil quinientos que se conservan. Los historiadores Javier Arnaldo y Hermann Mildenberger presentaban esas diferentes miradas a través de siete secciones que ahora podrían servirnos para acotar algunos de los temas sugeridos oralmente a Eckermann y poner en primer término al Goethe profundo, al poeta también emersoniano antes de Emerson: «Sentimiento y naturaleza», «Vistas nocturnas», «El todo visible», «El viaje a Italia», «Conocimiento y visión», «Nubes» y «El paisaje como poema». Los títulos ya indicaban el grado de profundidad de una serie de dibujos, por lo demás, sencillos y de un gusto exquisito. Goethe tenía el toque de los buenos pintores que, con apenas un trazo, apuntaban una forma paisajística difuminada, etérea y a la vez totalmente identificable. De modo que contemplar esas obras era «leer» a Goethe. Arnaldo escribía cómo estos dibujos ayudaban a apreciar la vinculación entre el autor y «la experiencia del lugar», sus reacciones ante la naturaleza que luego apuntaba en su correspondencia. En este sentido, como señala Mildenberger, sería crucial su viaje a Italia en 1786, el cual representó «un vigoroso nuevo comienzo artístico, un ensanchamiento del horizonte de su personalidad y de su obra». En él, Goethe aprendió a observar el entorno cambiante, y no sólo con palabras, sino lápiz y pincel en mano, a ras de tierra y vida.
SCHILLER: LA AMISTAD DE LO OPUESTO
Estamos ante un gigante de las letras con conocimientos científicos y pasión por viajar y descubrir nuevos horizontes; uno de esos excepcionales casos en que un cerebro privilegiado se combina con una inigualable sensibilidad hacia las artes –al aludido Goethe anciano se le caían las lágrimas cuando escuchaba tocar a la joven y bella pianista polaca Maria Agata Szymanowska–, con una curiosidad por entender el entorno natural y un talento para la creación literaria desbordante, incansable. Lo cual sólo puede ir impulsado por una tan fuerte personalidad que resulta natural verla a la luz de sus contradicciones; Marí destaca que era «prudente y osado, anacrónico y reformador, generoso y egoísta», pero en cualquier caso, era el visionario que todo lo parece entender, el sabio que busca equilibrar sentido común e instinto, pasión y raciocinio. «Sólo se aprende de aquel a quien se aprecia», le dijo una vez a Eckermann, y únicamente el viejo escritor sabía lo profunda y sentida que era tal afirmación, y en recuerdo sobre todo de quién la decía, a un escritor al que apreció por encima de cualquier otro contemporáneo y del que en efecto tuvo mucho que aprender a pesar de que prácticamente fuera lo opuesto a él: Friedrich Schiller, el mismo al que Thomas Mann definió en 1955 como «médico del alma para nuestro tiempo enfermo», tal fue la altura moral del autor natural de Marbach am Neckar –en cuyo centro histórico se conserva la casa que lo vio nacer–, lo que posiblemente ciento cincuenta años atrás hubiera confirmado Goethe. Éste, al tiempo, asentiría pensando en su amigo en caso de haber leído esta tan oportuna frase de Cicerón para lo que nos ocupa: «La amistad no es otra cosa que la suma concordia en todas las opiniones divinas y humanas, sostenidas con amor y buena voluntad». Los dos, ciertamente, serían un buen reflejo de tal afirmación porque, partiendo de las grandes diferencias de pensamiento que les separaban, sin embargo alcanzarían un nivel de complicidad y afecto inconmensurables tras un cultivo cuidadoso: «Goethe y Schiller consideraron su amistad como una planta rara, maravillosa, como una suerte, como una dádiva», afirma el ensayista alemán Rüdiger Safranski al comienzo de «Historia de una amistad», que es como subtituló la biografía Goethe y Schiller, despensa para almacenar las disimilitudes entre ambos astros de las letras germanas. Así, Goethe «busca el arte como asilo contra la historia, también contra la Revolución, a la que detesta. En cambio, Schiller, al que repugna igualmente la Revolución en su desarrollo, se deja incitar por ella»; Schiller «consideraba la naturaleza solamente como su enemiga», pero para Goethe «la naturaleza es sagrada»; «Goethe sigue el camino de lo particular a lo universal, mientras que él, Schiller, procede a la inversa»; «Para Goethe, el arte es un medio de vida, pero, a diferencia de Schiller, no tiende a sobrevalorar el efecto moral en el público»; Schiller «trabajaba por la noche, dormía hasta el mediodía, no era muy dado a la vida social», por lo que «sus hábitos de vida se oponían por completo a los de Goethe»…
Decíamos «sin embargo». Porque ciertamente ambos autores edificaron su amistad a partir de sus disensiones, de tal forma que todo cobró un carácter constructivo. Safranski dice que Goethe y Schiller «se complementaban de manera prodigiosa», que cada uno aprendió del otro, pues «en aquella amistad todo era estimulante, y lo eran, especialmente, las diferencias», como ha quedado claro. Pero no fue siempre así: al comienzo se vieron como rivales, e incluso la relación emergió con una mezcla de amor y odio, hasta que comprendieron que su ayuda y promoción mutua redundaba en la mejoría de sus obras respectivas. Goethe incluso le dirá a Schiller que se ha convertido de nuevo en poeta gracias a su influencia, en 1798, coincidiendo con el clímax creativo de su amigo, que vuelve al teatro triunfalmente con su obra Wallenstein; las expectativas al respecto eran altas, pues no en balde con Los bandidos había alcanzado una gran fama desde su estreno, en 1781.
¿Pero en qué momento sucede el trascendente encuentro? Safranski cuenta el tiempo previo de cada uno antes de aquel 7 de septiembre de 1788 que los vio juntos en una misma sala y que preparó una dama de Weimar ávida por tener un salón cultural. Goethe, que hacía poco había vuelto de su gran viaje a Italia, era un dios para Alemania: con su Werther había cambiado por completo la literatura de su país, y su fenómeno sociológico era aún palpable. Schiller estaba redactando una obra que admirará Goethe, Historia de la independencia de los Países Bajos, dirigía la revista Las horas y, siendo ya toda una celebridad en el campo de la filosofía, iba a ser requerido por la Universidad de Jena al año siguiente gracias también a Goethe, aunque a esas alturas aún no pueda hablarse de amistad. El cruce de dos trayectorias semejantes sólo podría derivar en dos caminos extremos: o el desprecio producto surgido de la envidia y la competencia, o la estimación por el talento ajeno. Felizmente, va naciendo desde las primeras cartas un profundo respeto e interés por lo que hace el otro: cada pieza literaria de Goethe y Schiller, a partir de esos momentos, tendrá un comentarista de lujo recíproco. Se harán inseparables cuando Schiller se establezca en Weimar; siempre enfermo, será atendido paternalmente por Goethe, quien le animará a dar paseos y quedará hundido por la muerte de su colega, el 9 de mayo de 1805. El genio de Frankfurt se encierra en su casa, hundido por la pena, y tardará veinte años en preparar la rica correspondencia que intercambiaron y que hoy es toda una lección de estética, una mirada erudita y controvertida de los autores que les rodearon, admiraron o atacaron: Novalis, Hölderlin o los hermanos Schlegel.
Resulta emocionante, de la mano de Safranski, conocer cómo el espíritu de Goethe se llenaba con la inteligencia y creatividad de Schiller; éste justificaba su vida y labor literaria, le daba una compañía personal e intelectual incomparable y le mostraba cómo la visión de la realidad –como principio y fin filosófico-literario, como origen argumental y objetivo estético, como interés sociológico y trasfondo político– sentó las bases de su propia literatura. No sabemos si lo es hoy al modo en que Pushkin aún es el poeta popular por excelencia en Rusia, pero al menos Schiller así se mantuvo en Alemania en el año en que Mann leyó un conmovedor discurso con motivo del ciento cincuenta aniversario de la muerte del dramaturgo, narrador y poeta, hablando de su «grandeza generosa, entusiasta, llameante, briosa, embriagada del universo y humana y culturalmente pedagógica, y en todo ello masculina al máximo». Obra apegada a la realidad, lo que quiere decir adherida a sus infortunios, precariedades y hasta sorpresas, como podemos glosar con la alusión a una carta de Schiller por parte de Jorge Guillén, en su texto «Vida y muerte de Alonso Quijano» –en ella, se identificaba con un pasaje del Quijote en que el caballero se da cuenta, al descalzarse, de que lleva las medias rotas–, pues no en vano en su correspondencia (por supuesto, sobre todo con Goethe; todo «un documento esencial de la historia de la cultura», según Josep Pla) se encuentran a menudo pruebas clarividentes de su aliento literario: «De mis esferas ideales me siento caer en cuanto una media rasgada me llama a la realidad».
Así es el lenguaje de Schiller, solemne y bello y hasta complejo, más esteticista que narrativo-ficcional en el libro que constituyó la primera edición de la narrativa del escritor en español y que reunía cinco relatos y una novela corta –ésta titulada «El visionario», que incluía un apéndice en forma de «diálogo filosófico»– escritos entre los años 1782 y 1789 y que, para el propio autor, fueron una parte secundaria al lado de su aportación poética y, sobre todo, dramática. Común a los seis textos, se mostraba incluso desde los subtítulos –en los cuentos «Una acción generosa. Sacada de la Historia más reciente», «El delincuente por culpa del honor perdido. Una historia real» o «Una jugada del destino. Fragmento de una historia real»– la intención de trasladar a la prosa episodios reales protagonizados por personas conocidas entonces, las cuales sin embargo aparecen detrás de un asterisco o una inicial al más puro estilo decimonónico. Tal insistencia en lo real y lo histórico, lo cual habría que extender a la citada novelita, construida a partir «de las memorias del conde de O***», o al relato «Curioso ejemplo de una venganza femenina. Sacado de un manuscrito del difunto Diderot», y con la única excepción del breve «Un paseo bajo los tilos», de carácter dialéctico-platónico, ya había sido el eje de la literatura de Schiller y lo iba a ser de sus escritos posteriores. Justo antes de redactar estas historias puramente por razones económicas, había estrenado con un éxito descomunal su primer drama, respondiendo así al gusto romántico por los perfiles humanos rebeldes, idealistas y marginales que tanto se iban a explotar en Europa. «Hombre de recursos escasos, muy enfermizo, bastante inclinado al erotismo y a la bebida, gran poeta que inflamó el pecho de los jóvenes de las décadas posteriores con una cierta carga, excesiva, tal vez, de retoricismo», escribió de él, en este sentido, Pla.