Pilas es un cuadernillo excelente. De poemas. Encargado por el bailarín y coreógrafo Jonah Bokaer, tiene como protagonista a Jezabel. Empieza con un texto con nombres de mares, con ese gusto suyo por las enumeraciones caóticas o las listas de cosas. En latín y castellano (en inglés en el original). «No pensamos la velocidad de la vida», dice. Vuelve el juego: «Pila de definiciones de pila». «Dudo sobre qué son las palabras», leemos en «Pila de humo».

Hay referencias a los fenicios (Jezabel, reina de Israel, lo era, como Dido). «Inventaron el alfabeto». «Este discurrir de la existencia en mi interior (dijo ella)». En «Pila del precio real de todo» encuentra uno el paradigma del poema carsoniano, si tal existe, ya que esta mujer es todo menos previsible. Un modo de decir, en todo caso personal e intransferible. Si algo merece el desprestigiado membrete de «nuevo» es precisamente esta poesía. Genuina en el sentido en que lo usó Moore. Poesía que escapa a cualquier acomodo de género en tanto que didáctico y cómodo compartimento literario. «Para olvidar algo realmente tienes que olvidar que lo olvidaste».

Salvajemente constante es magnífico. Poesía. «Siempre salgo a caminar por la mañanas. / La razón ya no la sé. / La vida es corta. / Mi sombra me precede». Después un aforismo: «La vida es oponer resistencia». Se sitúa en Islandia, donde viaja con su marido en la luna de miel. Nieve, frío, cuervos, cornejas…

Posesivo usado para beber es una conferencia pronunciada en Harvard «sobre los pronombres» y «en forma de 15 sonetos», ninguno, cabe añadir, escrito al clásico modo. «Un soneto es un rectángulo en la página». Shakespeare está detrás. Y en medio y delante. Y Homero, Dickinson, Keats, Wilde y hasta Merce Cunningham. «En los sonetos de Shakespeare hay un silencio de interior mental, como de hombre que razonara o se confesara consigo mismo». ¿Sólo en los sonetos del dramaturgo inglés? Basta con cambiar hombre por mujer y Shakespeare por Carson.

Tío cayendo es uno de los cuadernillos más gustosos del conjunto. Uno de mis preferidos, sin duda. Sobre todo lo que tiene de relato autobiográfico. Los coros… Las dos «conferencias líricas» (como ella las llama, aunque primen lo narrativo y lo teatral) se representaron en sendos locales neoyorkinos: en una librería y en el proyecto de la iglesia de San Marcos.

El tío se llamaba Harry. «Era una especie de ermitaño». «Hermano de la madre de mi padre», Ethel. El coro proclama: «Me gustan las historias poéticas». Éstas lo son. Se van alternando. La de Harry y su vida retirada, junto a sus herramientas (las tenazas del hielo, que dan lugar a un cuento maravilloso), a orillas del lago Paint, donde Anne veraneaba: «El lago era una obra maestra. Yo lo amaba como se ama a una persona». «La compasión procede de un lago o de un tío». Un tío que con el tiempo enloqueció. Terminó sus días en una institución psiquiátrica. «Un humano nace cayendo». Lo dijo Homero.

La erudición aflora al hablar de cascos. Aparece la figura de su hermana. Y la del padre de Carson, un contable bancario. Autor de un diario. De cuando fue herido en la guerra y confinado en un campo de prisioneros. «Éramos una familia hermética», afirma. «En toda mi vida jamás mantuve una conversación con mi padre». Entre ellos, «un silencio grande y precario».

«Agradezco esa claridad suya», anota a la hora de valorar el estilo del diario paterno. El lector también la agradece, siquiera a rachas, por más que no se pueda calificar a Carson como hermética, ya que mencionamos esa polémica palabra. Es admirable, sí, cómo logra ensamblar pensamientos. «Me gusta escribir conferencias», dice, «conectar las ideas».

Con Trozeus volvemos a Grecia, esa pasión carsoniana con la que, como rezan los brevísimos datos biográficos de sus últimos libros, «se gana la vida», y a Zeus, como es obvio. La erudición se mezcla con el humor y la ironía. Cuando el rey de los dioses hace la declaración de la renta y deduce el cadáver de Helena. O en «Zeusexo».

Variaciones sobre el derecho a permanecer en silencio es un ensayo con una amplia bibliografía al final. Cita a John Cage, el músico silenciario: «Cada cosa es una celebración de la nada que sostiene». De ahí va a parar a otra de sus obsesiones favoritas: la traducción (para ella, «un tercer lenguaje»). Porque el silencio en poesía vale tanto como las palabras. Tanto el físico como el metafísico, según su distinción. El primero se da en Safo, pone por caso. El segundo «se produce en el interior de las palabras mismas». Se encuentra luego en la Odisea con «molu», esto es, con lo intraducible: «Hay algo irritantemente atractivo en lo intraducible», declara. De ahí a Juana de Arco hay sólo otro paso. A las actas del juicio que la llevó a la hoguera. Estamos a principios del siglo xv. Oía «voces». Ellas le dictaban. La santa dijo: «La luz viene en nombre de la voz». Lo intraducible de nuevo. ¿Lo inefable? El paso siguiente le conduce al pintor Francis Bacon. «La intraducibilidad es ilegal», sentencia. Se centra después en «la brutalidad de los hechos» del torturado irlandés. El que quiere con sus cuadros «brindar una sensación sin el aburrimiento que implica su transmisión». El color es su aliado, «una forma de decir». «Limítate a atenerte a los hechos», dice Bacon. A «destruir la claridad con claridad». A «pintar el grito y no el horror». Como él, que le sirve de espejo o de pantalla, Carson está contra la «existencia velada». Se trata de eso, de quitar «velos». Ve en él a un «vidente genuino». Con esa lúcida capacidad suya para hilar ideas, salta a Hölderlin, traductor de Sófocles. Es entonces cuando utiliza el término «catastrofizar». La traducción nos puede ofrecer «un tercer lugar en el que estar» cuando «la palabra se frena a sí misma».

Y más saltos: a Rembrandt (que mira desde atrás) y a Paul Celan, otro silenciario, a su «desconcertante» poema «Tubinga, enero», que es, por cierto, un homenaje a Hölderlin, «un movimiento hacia la ceguera», «sólo balbucir y balbucir». Pallaksch es una palabra inventada por el poeta alemán. Le servía para decir «sí» y «no». Termina su magistral lección con un poema de Íbico (siglo iv a. C.), con un insistente Eros al fondo. Luego varía sobre él utilizando en esas versiones (otro ejemplo de la versatilidad e imaginación de esta mujer) palabras de Donne («Constancia de mujer»), Brecht (archivos del FBI), Beckett (Final de partida), Kafka (Conversaciones de Janouch: «Uno está condenado a la vida no a la muerte»), de las señales y las estaciones del metro de Londres y del manual de instrucciones de su microondas, respectivamente.

Al azar el pueblo cicládico reúne, sí, fragmentos en torno a lo cicládico y a los cicládicos. De nuevo Grecia. En 6.0 leemos: «Se atribuye a los cicládicos la invención del bolso de mano». Fue «una cultura totalmente insomne».

Casandra puede flotar, el último cuadernillo del libro que leí, conduce al título de la obra. Y sí, regresa de nuevo a Grecia, a uno de los personajes más significativos de su mitología. Hija de Hécuba y Príamo, sacerdotisa de Apolo. «La que enreda con hombres», si se traduce del griego antiguo. El juego literario que ha dado es prolijo. Ésta es la de Esquilo. «Casandra descubría que podía flotar», escribe Carson: «Con su flotador, flotar puede». En un momento dado escribe: «A veces me parece que me paso la vida reescribiendo la misma página».

En «Ensayo sobre la traducción» menciona otra vez los «velos», que hay que apartar al acometer esa tarea: «Si las palabras son velos, ¿qué esconden?». Le gusta «la gente que se abre paso contando cosas».

Llega después a Husserl, que publicó una docena de libros y dejó treinta mil páginas taquigrafiadas de inéditos. «El habla es de por sí una especia de taquigrafía».

Aterriza en Lou Reed y Matta-Clark, que intervenía en edificios que iban a ser demolidos. Inventó la anarquitectura. Y en otra pasión: la etimología. «El etimólogo [ella lo es, hay muestras sobradas en el libro] realiza cortes que muestran al ser flotando dentro de las cosas y cómo flota y cómo puede flotar».

Confiesa: «Yo aprendí griego por casualidad, por culpa de una aburrida profesora de latín que en el instituto decidió enseñarme a leer a Safo».

Termina su texto hablando del hermano de Matta-Clark y de la compasión. Se suicidó arrojándose al vacío desde la ventana de su estudio. Del estudio del artista.

«Asómate», dice Esquilo en su Agamenón. Lo cita Carson. Es, si se me permite la apostilla, lo que debemos hacer ante la obra de Anne Carson. Asomarnos. Mirar. Leer. Sin miedo. Aunque haya dicho: «si la prosa es una casa, la poesía es alguien en llamas corriendo a través de ella».

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