POR  MARIO MARTÍN GIJÓN

Para Jovan, Duška y Miroslav

ANTES DEL VIAJE

Enero – noviembre 2020

Nunca había estado en los Balcanes. Era una de las regiones de Europa que me quedaba por conocer y, sin ser un trotamundos, en eso sí he sido un miembro de esa «generación Erasmus», de la que hace poco se burlaba –con cierta envidia, por otra parte– un amigo cubano. Además de nueve meses con ese programa que tanto ha hecho por el sentimiento europeísta, estuve luego, beneficiado por el auge del interés por el español, enseñando nuestra lengua en Francia, Alemania y la República Checa, desde donde viajé a países colindantes. También tuve una breve experiencia británica, no la glamorosa de algunos con su curso de Inglés pagado en Londres o Cambridge, sino a lo proletario, trabajando como kitchen porter, el eufemístico nombre para decir fregando platos en un bucólico hotel –Rookery Hall se llamaba– del norte de Inglaterra. Y por razones familiares conozco mejor la Galitzia polaca que la Galicia de nuestro país. Pero en la península balcánica, al igual que en la escandinava, nunca había puesto el pie.

Por eso fue una alegría recibir a mediados de enero, cuando aún la pandemia de la COVID-19 era una amenaza que acechaba en el Extremo Oriente y no se había confirmado ni un solo caso en España, la invitación del poeta Jovan Zivlak para participar en el XV Festival Internacional de Literatura de Novi Sad, que organiza la Asociación de Escritores de Voivodina, es decir, la región norteña de Serbia, encrucijada étnica y lingüística y que limita con Croacia, Hungría y Rumanía. La anterior edición del festival había congregado a casi un millar de escritores de casi todos los países de Europa, pero también de lugares tan distantes y variopintos como México, Colombia, Marruecos, Siria, Turquía, Nigeria o Sudán.

En cuanto a compatriotas, en ediciones anteriores habían pasado por Novi Sad poetas como Jesús Aguado, Miriam Reyes, Eduardo Moga o José Ángel Cilleruelo, entre otros. La nómina de invitados, salvo en el caso de los serbios, se renueva cada año, y nadie repite estancia. Además, en cada edición se corona a un poeta serbio y a uno extranjero, con galardonados como Mircea Cărtărescu, Jean-Pierre Faye o el propio Cilleruelo. El festival estaba previsto para los días 24 a 27 de agosto, en plenas vacaciones, lo cual pintaba como un broche de oro para el verano, ideal para coger fuerzas antes de retornar a las clases.

La prometedora perspectiva empezó a enturbiarse con la rápida expansión del coronavirus por Europa. Como en Serbia, el virus tuvo al principio menor incidencia; en mayo Jovan nos escribía para asegurarnos que se mantenían en pie los planes del festival y que nuestros poemas estaban siendo traducidos al serbio.

La idea de ir a Serbia me sedujo también porque así podría cumplir un deseo que acaricié hace una década. Los alemanes tienen un término, Fernweh («dolor de lo lejano»), que sería una suerte de morriña inversa: el deseo por perderse en lejanas tierras, que tan bien evocara Baudelaire en su «Perfume exótico», y que hace presa de los nórdicos cuando arrecia el invierno. Durante el año que pasé como lector de Español en Brno, la capital de Moravia, cuando iba a la estación de tren, siempre había un destino que me llenaba de esa nostalgia: Belgrado, terminus del tren que pasaba por Viena y Budapest, coincidiendo durante un buen trecho con el curso que siguiera Claudio Magris en El Danubio, el mejor libro que conozco sobre eso que llaman la Mitteleuropa. Esa era otra Europa que a mí, acostumbrado en mi época de estudiante al autobús, me parecía llena de romanticismo: la de los trenes Eurocity, que llevaban nombres de figuras históricas cuya memoria unía varios países; escritores o artistas (Goethe, el París-Frankfurt-Praga; Leonardo da Vinci, el Dortmund-Milán), compositores (Gustav Mahler, el Praga-Viena o Paderewski, el Berlín-Varsovia), o hasta personajes literarios, como Hamlet, el tren que unía Hamburgo con Copenhague.

Si el comunismo tuvo muchísimos defectos, crueldades e ineptitudes, al menos dejó, como Inglaterra en la India, una magnífica red ferroviaria. Magnífica en el sentido de completa, con conexiones abundantes y horarios frecuentes y, lo que es más importante, con precios muy asequibles, siendo así el medio con el que viajaban estudiantes y jubilados. En España, con la apuesta desmedida por el AVE, tenemos un tren para ejecutivos y turistas adinerados. Por desgracia, ahí, como en otras cosas, Europa ha ido a peor. En Alemania, la Deutsche Bahn privatizada ha pasado a ser un ferrocarril para ricos, como en España, y los estudiantes viajan en los autobuses verdes de Flixbus. En Chequia fueron los autocares amarillos de Student Agency los que comieron terreno al raíl, y desde Brno ya no se puede ir en tren, como antes, a cualquier ciudad del antiguo bloque comunista. La socialdemocracia del tren ha dejado paso al neoliberal buscarse la vida para un BlaBlaCar o un autobús a merced de los atascos.

Con todo, lo pertinaz e irreductible de este nuevo virus hacía cada vez menos verosímil la calma que nos quería transmitir Jovan. A mediados de julio, le escribí de nuevo, y me comunicó que las fechas del festival se trasladarían a finales de septiembre. Tras un largo intervalo de silencio, ya a mediados de noviembre se nos comunicó que la fecha definitiva sería en vísperas de Navidad, del 16 al 18 de diciembre. El programa, lejos de las dimensiones del año anterior, incluía solo a una decena de poetas extranjeros, todos ellos europeos, y veinticuatro serbios. Pese a la confirmación, las semanas siguientes fueron de inquietud. Las cifras de contagios y muertes batían récords en Serbia, donde, como en una danza de la muerte medieval, los patriarcas de la Iglesia ortodoxa, tan ancianos como reacios a las precauciones sanitarias, se unían a la zarabanda macabra: Ireneo I, de 90 años, fallecía el 20 de noviembre y su multitudinario funeral fue un foco de contagio. El metropolitano de Montenegro había fallecido tres semanas antes, a los 82 años, también de coronavirus.

Con la incertidumbre en el ambiente pero los billetes de avión ya comprados, me apetecía alimentarme de libros relacionados con el país al que esperaba poder llegar. En la Biblioteca Pública de Cáceres vi que tenían la poesía completa de Vasko Popa, reunida bajo el título El cansancio ajeno, en traducción de Dubravka Sužnjević. La edición no es, por desgracia, bilingüe, y el título escogido no emociona, por lo que quise ojear un poco esos poemas antes de decidirme: abrí al azar el libro y me topé con uno dedicado «a los guerrilleros españoles», que consta solo de tres versos, casi un haiku evocador: «El cielo azulea. / El Guadalquivir corre. // Lo imposible dura». Ante esta meteórica coincidencia, que parecía una interpelación al lector español y sureño –con parte de mi familia materna viviendo a orillas del Guadalquivir–, no pude sino llevarme el libro sin dudarlo, comprobando luego que ese poema abre La bondad armada (1952), cuyos poemas iniciales, escritos tras la experiencia de la lucha como partisano contra los ocupantes alemanes, me recordaban los de René Char en circunstancias similares. También me llevé para leer antes del viaje la novela más conocida de Ivo Andrić –único escritor serbio premiado con el Nobel–, Un puente sobre el Drina (1945), fresco histórico que abarca cinco siglos y que se me hizo algo pesado, aunque la imagen del puente que une las dos orillas del Drina en Višegrad, donde conviven cristianos y musulmanes, es tan hermosa como de un optimismo al que la historia no ha dado la razón. Las imágenes de ese puente otomano me evocaron un puente para mí más cercano, el de Alcántara, con quince siglos más de antigüedad que el de la novela, pero que no es, al contrario que aquel, patrimonio de la humanidad, ni ha suscitado una literatura comparable.

 

VIAJAR EN TIEMPOS DE PANDEMIA

Lunes, 14 de diciembre

Cuando uno vive en Extremadura ha de sumar, casi siempre, dos días más a cualquier viaje internacional. Teniendo mañana el avión temprano, y saliendo de Cáceres el último tren a las cuatro de la tarde, no queda otra que hacer noche en Madrid. La mañana de este lunes, sin embargo, ha sido agitada. Justo ayer me informó Jovan de la necesidad de hacerme un test de antígenos, pues el comité sanitario serbio se reunía y se rumoreaba que iba a hacer obligatoria esa medida, algo contradictorio, pues ahora mismo se han cambiado las tornas y España es el país con la menor incidencia de coronavirus y Serbia uno de los que la tiene más alta. Consigo, gracias a la eficiencia de mi médico de cabecera, que me hagan un test rápido y doy negativo. Tras pasar el trance, cuando llego a casa y abro el correo, leo uno de Jovan, donde me cuenta que no necesito test, pues la obligación entrará en vigor tras el festival.

Por suerte, mi amigo Pablo se ha ofrecido a darme posada en su piso madrileño, donde me obsequia con tres variedades de pizza preparadas por él (su período italiano no solo le ha dado un amplio conocimiento de la literatura de ese país, sino también de su cocina) y con un vino extremeño, del que nos bebemos dos botellas y media. Al final dormiré unas tres horas, pues a las cuatro y media ya me espera el taxi para ir a Barajas.

 

Martes, 15 de diciembre

Las dos compañías aéreas de las que me sirvo para llegar a Serbia ya muestran sus diferentes idiosincrasias. Si el embarque en Madrid es rápido y el avión de Air France va lleno a la mitad, entre otras cosas porque dejan asientos de seguridad vacíos, el embarque con Air Serbia es algo caótico –comprueban mi tarjeta de embarque y mi pasaporte tres veces, y lo mismo hacen con otros españoles– y el avión va lleno. Las indicaciones están escritas en serbio, pero en alfabeto latino. Aunque el alfabeto cirílico no es para mí extraño –lo aprendí hace quince años con Viktoria, una amiga rusa que tenía en Marburgo–, es más cómodo no andar descifrando. Luego comprobaré, con sorpresa, que el cirílico va perdiendo terreno a pasos agigantados por meras razones prácticas, pues la mayoría de naciones vecinas tienen el alfabeto latino.

Total
2
Shares