Después de la parrillada, vamos a tomar café en un lugar a las orillas del Danubio. Les digo que me esperen en la cafetería, pues quiero acercarme a contemplar las estremecedoras esculturas del memorial de la masacre de enero, cuatro figuras escuálidas que representan una pareja y sus dos hijos, y que recuerdan a las víctimas de la masacre de enero de 1942, cuando el ejército húngaro, aliado de los nazis, hizo una incursión en Novi Sad y alrededores y detuvo a más de mil personas, en su mayoría judíos, a las que hicieron caminar descalzas sobre el Danubio helado hasta que la capa de hielo se quebró y perecieron por ahogamiento e hipotermia. Otras tres mil personas fueron asesinadas de distintos modos. Cuando vuelvo a la cafetería, Jovan me cuenta que él era amigo del escultor, Jovan Soldatović, «muy influido por Giacometti», me dice –lo cual es evidente– y que luchó como partisano en la guerra.

Por la tarde habrá una nueva sesión mixta de lecturas presenciales y online en la que participan un poeta de Hungría (Pal Sandor Attila, su apellido es común en ese pueblo que se enorgullece de la genealogía del rey de los hunos, que los demás tenemos por sinónimo de barbarie), un búlgaro (Nikolaj Milchev), un británico (Nick Drake, que se conecta desde Londres) y Tanja Stupar y Nikola Vukolic, dos poetas de República Srpska, es decir, la región autónoma dentro de Bosnia Hergezovina de mayoría serbia. Al término de la lectura, caminamos con parsimonia hacia el hotel. Nos fastidia que sea imposible tomar un café, pues las cafeterías y restaurantes, sujetos a las normas anti-COVID, cierran a las cinco de la tarde.

 

Viernes, 18 de diciembre

En el último día del festival, acudo a la sesión matutina aunque sus tres horas están dedicadas a un simposio sobre el previsible tema de «Literatura y enfermedad», en serbio y sin traducción. Regreso al hotel, donde almuerzo y me echo una breve siesta para acudir a la sesión de tarde, donde se producirá la entrega del premio. De algún modo, yo había entendido que había primero una lectura poética y después el fallo, y cuando salgo de mi habitación, la chica de la recepción, una alta y esbelta morena de Subotica –la ciudad del novelista Danilo Kiš– me avisa de que han llamado del festival preguntando por mí y que debo darme prisa. Así hago, y cuando llego me reciben caras algo largas, pues la violinista no podía empezar su concierto antes de que nos sentáramos todos los poetas. Con todo, y tras la lectura de tres poetas serbios (Milica Drndarevic, Benedek Mikós y Dragan Jovanovic Danilov), una búlgara (Levena Filcheva) y una polaca (Krystyna Lenkowska), se anuncia que el galardonado extranjero de ese año es un servidor, algo que ya iba intuyendo pero de lo que no estaba seguro. Recojo el diploma, en serbio e inglés, bellamente encuadernado en piel y agradezco la distinción, que es la primera que recibo como poeta, en un breve discurso improvisado que va traduciendo Duška Radivojevic, la encargada de entrevistarme el primer día y, lo que es mucho más difícil y le agradezco más encarecidamente, de traducir algunos de mis poemas.

Como la tarde anterior, caminamos después con parsimonia hacia el hotel. Mientras Jovan se queda algo rezagado con los otros poetas, yo camino a paso más rápido con Duška, con un amplio conocimiento de las literaturas hispánicas y que dejó la enseñanza del español, que se le hacía monótona y repetitiva, para dedicarse solo a la traducción, aunque ello la obligue a traducir las novelas policiacas de Eva García Sáenz de Urturi, que está teniendo bastante éxito en los países de Europa del Este. Por suerte, también ha tenido la ocasión de traducir a Juan Rulfo o José Ortega y Gasset. Duška, que estudió Español en la Universidad de Belgrado, me da una imagen de Novi Sad totalmente desmitificada. Lo de que sea la «Atenas serbia» es una milonga, pues Belgrado, culturalmente, está a años luz de su ciudad natal, que considera bastante provinciana por mucho que vaya a ser capital cultural europea en 2021.

Sobre las siete de la tarde cada mochuelo regresa a su olivo, y yo me quedo solo, en la habitación del hotel, con una cena fría, y mi diploma de premiado. Mi manera de celebrarlo será ir a correr una última vez a orillas del Danubio, cruzando el río por el llamado «puente Arcoiris» por la iluminación que hoy, con tristeza pandémica, está apagada, lo que, por otra parte, dota de mayor misterio a la fortaleza de Petrovaradin, que oficialmente ya no es Novi Sad. Al cruzar el Danubio, simbólicamente, estoy al otro lado, pues para los austriacos y húngaros, a esta orilla ya terminaba Europa y comenzaba el magma eslavo amalgamado con lo turco. Cuando vuelva a España, despertado el apetito por la literatura serbia, me zambulliré en la obra de Danilo Kiš, hijo de un judío húngaro y una montenegrina, que vivió en Novi Sad y que muy pronto se inmunizó contra los virus nacionalistas.

Escribiendo en Serbia en 1986, Magris veía al «mosaico yugoslavo» como, paradójicamente, el más fiel sucesor del Imperio austrohúngaro y afirmaba que «su solidez es necesaria para el equilibrio europeo y su eventual disgregación sería ruinosa para este, como la de la doble monarquía lo fue para el mundo de ayer». Mi solidaridad con las víctimas de Sarajevo o Srebrenica, asesinadas por la vesania nacionalista serbia, no obsta para mi convicción de que cuando la OTAN bombardeó los puentes de Novi Sad estaba sepultando la posibilidad de una Europa más equilibrada, aunque fuera en un equilibrio precario. Una Yugoslavia unida y próspera, integrada en la Unión Europea, hubiera sido un contrapeso en el sudeste y una garantía de una mayor armonía con el norte, así como un ejemplo de convivencia que disuadiera a los nacionalismos de otros lugares. No sé si estamos a tiempo de crear una Europa que integre a serbios o bosnios, que no gire solo en torno al eje Bruselas-Berlín, y en la cual no haya pueblos que sean sus metecos o réprobos.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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