POR ROMÁN GUBERN

No es fácil hablar de la obra oceánica de Carlos Saura. Como Jean-Luc Godard, paradigma de la inflexión de los nuevos cines que iniciaron la modernidad estética en este campo creativo, Saura, también desde su propuesta renovadora de Los golfos (1959), contemporánea de À bout de souffle —el Hernani de la modernidad cinéfila—, lleva ya siete décadas consecutivas de actividad creativa intensa y fecunda —a veces con dos largometrajes en un año—, por no mencionar su creación fotográfica, novelística, gráfica y escénica.

Los golfos fue un punto de encuentro de la revelación testimonial neorrealista, que llegó con cuentagotas a España, y el impulso estético creativo —eco de la révolte parisina—, que ya había asomado en la actividad fotográfica y documental de Saura. Desde entonces, su obra sería un banderín de enganche para el que se llamaría más tarde «nuevo cine español». Durante más de dos décadas se erigió en la proa del cine esópico para comentar oblicuamente las desventuras de nuestra sociedad, hija de una cruel Guerra Civil, bajo la dictadura franquista.

Entre La caza (1965) —que triunfó en los festivales de Berlín y Nueva York— y Cría cuervos (1975) —el film que lo lanzó en el mercado norteamericano—, sus fantasmas se encarnaron en diversos registros alegóricos o metafóricos y hasta el propio realizador se incluyó como fantasma al evocar un bombardeo de una escuela de Barcelona que padeció en su infancia, al inicio de La prima Angélica (1973). Estos fantasmas políticos no desaparecerán enteramente en su obra posterior, tras la muerte del dictador, como demostró su espléndida ¡Ay, Carmela! (1990) o, para mi generación —que es la de Saura—, la resurrección del fantasma infantil del jesucristo del Cerro de los Ángeles, fusilado por los anarquistas en la Guerra Civil y evocado en Deprisa, deprisa (1980). Pero este sólido filón sociopolítico no acaparó su interés con exclusividad. Los fantasmas de la sociedad de consumo y sus fetiches burgueses también asomaron en films como Peppermint frappé (1967), con un médico provinciano rehén de su deseo —y con guiños buñuelescos—, o La madriguera (1969), protagonizada por una pareja del desarrollismo capitalino y sus fantasías. Como irrumpió el fantasma matriarcal ibérico en Ana y los lobos (1972) y Mamá cumple cien años (1979).

Saura ha demostrado una versatilidad ejemplar al inspirarse en ocasiones en autores tan diversos como san Juan de la Cruz y Jorge Luis Borges. Y ocurriría lo mismo con sus géneros, cohesionados por su mirada autoral y su sensibilidad. De modo que, cuando falleció el dictador, figuraba ya en el panteón internacional de los grandes maestros del cine.

Bodas de sangre (1981), con la colaboración esencial de Antonio Gades, supuso una inflexión importante. Artista de la imagen, hermano de un prestigioso pintor, la matriz estética de Saura está también enfeudada en la cultura del ritmo, tan importante en su cuna aragonesa, y brillaría en su ciclo musical iniciado con este título. Y en el que no faltarían, obviamente, Sinfonía de Aragón (2008) y Jota de Saura (2016). Cuando se mide la distancia que media entre la austera introspección de Elisa, vida mía (1976) y la exuberancia coral de Io, don Giovanni (2009), con su esplendor operístico, puede calibrarse la magnitud y versatilidad del talento de Carlos Saura.

A la cultura de la imagen y a la cultura del ritmo se añade en su obra el talento del narrador literario, bien probado en Pajarico solitario (1997), ¡Esa luz! (2000), Elisa, vida mía (2004) y Ausencias (2017), novela de enigma que acaba de editar Laborinto. Este reciente texto, que explora el género de intriga, posee, además, una dimensión autorreflexiva, pues en él la fotografía —la cuna matricial del autor— se convierte en un elemento clave de la peripecia argumental, subrayado por los veintisiete dibujos del propio Saura, al inicio de cada capítulo, que expone, mediante su plumilla, una galería de cámaras fotográficas —algunas, verdaderas joyas históricas—, modelos que proceden de la valiosa colección de Saura, digna de un museo monográfico, y cuyo tesoro atribuye en la ficción a su protagonista, el abogado Mario Romero. No faltan la Ernemann Ermanox, con la que el judío alemán Erich Salomon inventó el reportaje fotográfico —el «momento decisivo» del disparo— antes de ser asesinado en Auschwitz por los nazis, ni modelos clásicos de Hasselblad, Leica, Contax, Nikon, etcétera. Ese tesoro histórico, desplazado como colección del propio protagonista, otras veces adquiere en el relato una verdadera dimensión fetichista, que culmina en la obtención por parte del protagonista de la mítica Ernemann Ermanox. Y puede decirse que otras cámaras fotográficas menos prestigiosas tienen el papel de distinguidas figurantes a lo largo del texto, como las Speed Graphic, las voluminosas cámaras con flash que usaban los reporteros en las películas de gánsteres de los años treinta y cuarenta. Mientras que, en otro momento, Saura nos relata con deleite y erudición la historia de la Leica alemana y de su falsificación rusa. Por su parte, el capítulo apropiadamente titulado «Los sueños» constituye un verdadero ensayo, en formato dialogal al modo platónico, sobre técnica y estética fotográfica.

El protagonista de Ausencias es un abogado cuarentón, que, naturalmente, cultiva la fotografía —un alter ego del novelista—, cuyas crisis lo llevan al internamiento en una clínica psiquiátrica, recurso que le sirve al autor para conducir la novela al terreno de la intriga laberíntica, en la difusa frontera entre realidad, apariencia e imaginación.

Así, entre la realidad y el ensueño se desarrolla la peripecia narrativa, que se abre ya con una referencia implícita al lenguaje cinematográfico, pues, al inicio mismo del relato, el sonido de una página de periódico rasgada fuera de campo evoca en el protagonista la página cortada de un libro de fotografías de Diane Arbus que posee (y que Saura también atesora). Esta traslación sinestésica audiovisual en el seno de una banda sonora es, a la vez, un discurso autorreflexivo acerca de la turbadora dialéctica entre imaginación, apariencia y realidad. Un texto coherente con la poética que Saura ha desarrollado en varios de sus films precedentes.

La separación de María, que pereció en el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2001, dejó un vacío en la vida de Mario, una herida reacia a la cicatrización. Precisamente, Saura escribió su libro poco después de aquel atentado, según declaró. Y la acción de la novela se inicia cuando el protagonista, tras sufrir un desmayo, se interna en una residencia terapéutica y conoce a diversos personajes, como Elena, una paciente epiléptica con quien escribirá una narración de carácter especular, y su antagonista, el doctor Correveidile, personajes que afectarán de manera decisiva a su vida. A partir de este momento, la intriga se irá convirtiendo en un laberinto en el que realidad y ficción desdibujan sus fronteras, a la vez que irá adquiriendo un corte de enigma detectivesco, sin excluir los ramalazos oníricos.

Ausencias aborda, con llamativa explicitud, situaciones sexuales —calificando en una ocasión el coito como «un calambre»—, con una desinhibición que el autor no había cultivado jamás en su producción cinematográfica. Probablemente, la naturaleza ostensiva de la imagen icónica no lo invitaba a acometer aquello que la palabra sugiere pero no muestra con la crudeza de la iconicidad. Artista de la imagen y de la palabra, Saura ha utilizado ambos vehículos expresivos con funcionalidad, como se reveló ya en su etapa iniciática como fotógrafo. Tal vez la película en la que el vector lingüístico ha sido más determinante haya sido Elisa, vida mía, que fue, en sentido estricto, una incursión en el experimentalismo intersubjetivo, que, de algún modo, se emparenta con su nueva ficción literaria. Curiosamente, el autor ha asociado la novela a las atmósferas oníricas de este film, que en su día generó también un libro. Y, como en un ciclo borgiano, la narración concluye, de forma laberíntica, con un sueño en el que Mario se percibe en su casa de la sierra sentado en un sillón con el libro de fotografías de Diane Arbus antes mencionado en el regazo, abierto por la página arrancada. Así se clausura elegantemente el bucle imaginario. El onirismo, poco frecuente en su cine, adquiere en su novela gran relevancia.

Ausencias es, por tanto, en buena medida, una narración experimental, de estructura laberíntica, que oculta su barroca arquitectura al lector, vistiéndola como novela de intriga(s). Una de tales intrigas desemboca, de hecho, en un estrato representado por la famosa cámara Ernemann, que permite al protagonista desvelar la verdadera identidad de la evasiva Elena. Ahí residiría el aspecto propiamente cognitivo del relato, con aroma detectivesco.

Una de las virtudes técnicas de Ausencias radica en la brillantez de su montaje, un recurso fundamental en la narrativa cinematográfica y que, en la novela, se enriquece con los cambios de tipografía. Y el lector, al confrontarse con el texto, puede recrearlo en buena medida en su lectura, como si fuera una película, pese a su nítida concepción literaria. Y, desde luego, es un libro muy recomendable para los fetichistas de la fotografía.

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