POR MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
Fotografía de Klaus Holsting.

Tras la muerte de Javier Marías el pasado septiembre, he vuelto a leer su novela, Tomás Nevinson (Alfaguara, marzo 2021, en adelante TN) y ¿Será buena persona el cocinero? (Alfaguara, febrero 2022), la última recopilación de sus artículos publicada en vida, con la misma superstición e interés con que uno escudriña las últimas palabras de un amigo fallecido, como si en ellas hubiera de transmitirse una destilación de su pensamiento, un mensaje postrero o, simplemente, un rosebud arcano que valiera la pena desentrañar.

El propio Marías se refirió a TN, la última de sus 16 novelas, llamándola «especial»: y no sólo por su extensión y el esfuerzo que le supuso su lenta y compleja composición, sino porque en ella se concentran y se desarrollan con extraordinaria libertad y soltura todos sus ejes temáticos y estilísticos, además de buena parte de los motivos que han hecho sus obras tan reconocibles e irrepetibles, tan mariescas, si se me permite el término. Las grandes novelas que, como pensaba nuestro autor, constituyen, además de constructos de la imaginación, instancias privilegiadas del conocimiento del mundo y vehículos para la investigación moral y filosófica, no pertenecen a ningún género porque pueden transitar y fagocitarlos todos: eso es lo que hace con las suyas Marías, que organiza sus historias utilizando marcos y motivos que toma prestados del melodrama, del thriller, de los relatos tradicionales más o menos reelaborados y demás géneros «populares».

En todo caso, nadie lee a Marías por sus tramas, que a lo largo de su trayectoria de narrador han ido adelgazándose hasta constituir meros telones de fondo de una acción que ocurre, primordialmente, en el interior de sus narradores. Así, por ejemplo, la trama de la trilogía Tu rostro mañana (Alfaguara, 2002-2007, 1.600 páginas) se desarrolla en poco más de siete días con sus noches, y el interés de lo que se nos cuenta no depende tanto de los «giros» de la acción, sino de su reflejo en la manera en que los procesa su narrador.

Tomás Nevinson, el protagonista ya nos era conocido -y no solo de forma marginal- como el marido (generalmente ausente) de Berta Isla (Alfaguara, 2017), con la que TN forma, más que una continuación, un bloque narrativo «geminado». Básicamente, Nevinson pertenece a la misma estirpe de los narradores de Marías desde, al menos, Todas las almas (Anagrama, 1989): irresolutos, inseguros, hamletianos, enormemente influenciables y no del todo confiables en su visión de la realidad. En el caso de Nevinson, además, se exacerba la tendencia de esos personajes a no encontrarse del todo bien en ninguna parte: como el sujeto de «Anywhere Out of the World», el poema en prosa de título inglés de Baudelaire (1867), Tomás podría decir de sí mismo «siempre estaré bien donde no estoy, y ese asunto de la mudanza es uno que discuto sin cesar con mi alma».

Ese deseo de estar siempre en otro lugar (por huida, cansancio o desafección) le cuadra perfectamente en su sobrevenida profesión, porque Nevinson, que habla perfectamente los dos idiomas en que fue educado (inglés y español) y tiene un especial don para fingir acentos y adaptarse a las distintas circunstancias nacionales, es, desde la época en que vivía con Berta Isla, una especie de espía, un tipo acostumbrado a la total clandestinidad (incluso con su mujer) que impone su oficio, a cambiar de identidad con frecuencia, y a llevar una vida itinerante para cumplimentar las misiones que se le exigen. Por eso se va siempre y abandona a Berta en Madrid, como una Penélope que tiene que hacerse cargo sola de los pequeños hijos del matrimonio y que, ignorante de las misiones de su marido, se lamenta en su «lecho afligido» de un destino que se le escapa y del que se siente totalmente excluida.

En TN encontramos a un Nevinson cuarentón de vuelta en Madrid en 1994, «quemado» tras una ausencia de cerca de doce años en la que, según podemos deducir, ha tenido que llevar a cabo misiones secretas, y tal vez asesinas (incluidas algunas con motivo de la Guerra de las Malvinas), que le han obligado a permanecer escondido en otra ciudad durante años. Su descanso dura poco, quizás porque, a pesar de todo, no se soporta viviendo una vida convencional, demasiado transparente. Bertram Tupra el turbio, enigmático y manipulador personaje (en el que encontramos rasgos del Fagin de Oliver Twist, del Iago de Otelo, del Humbert Humbert, de Lolita, del Naphta de La montaña mágica, o del profesor Moriarty de Sherlock Holmes), que lo había fichado mediante engaños en Berta Isla, y a quien conocemos desde Fiebre y lanza, primera parte de Tu rostro mañana, le convence para que acepte una última misión. Tupra, uno de los más acabados villanos de la novela española del siglo XXI, es, como Odiseo, polítropos, hombre de muchos recursos, y sabe cómo presionarle.

Su misión consiste en establecerse en Ruán, una ciudad provinciana del noroeste de España «que existe y no existe o que es la mezcla de varias» y, tras adoptar la identidad del profesor Miguel Centurión, emplearse en descubrir cuál de las tres mujeres forasteras (Inés Marzán, Celia Bayo y María Viana) que se asentaron en la «muy noble y leal» ciudad después de 1987 esconde la identidad de una terrorista artífice de las tremendas masacres provocadas por ETA en aquel aciago año de plomo (atentados de Hipercor y de la Casa-cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, entre otros). Como le sucedió a la Porcia de El mercader de Venecia ante los tres cofres (oro-plata-plomo), Nevinson-Centurión tiene que aprender a ver más allá de la inocua apariencia de esas tres vidas provincianas; su trabajo consiste en primer lugar en relacionarse con ellas, conocerlas, espiarlas, «leerlas» y, descartando a las otras dos, identificar a la responsable de aquellas, y, quizás, otras matanzas (también relacionadas con el IRA), para que él mismo o los miembros de su secreta organización (vagamente relacionada con agencias como el MI5 o MI6) puedan proceder a castigarla y ejecutarla («sacarla del cuadro», «darle pasaporte», lo llama Tupra), vengando sus crímenes. De esas mujeres con las que Centurión mantiene relaciones, digamos, accesorias, así como de Berta Isla, que sigue teniendo un papel fundamental en TN, Marías nos ha dejado estupendos retratos.

Según Tupra (y Marías) el pasado es un intruso imposible de mantener a raya: lo sucedido invade el presente y acaba por salir, de ahí la necesidad y, en cierta medida, la imposibilidad de acabar del todo con él. El secreto, el fingimiento y la traición que, junto con la culpa, son temas esenciales del corpus mariesco- están siempre presentes, de ahí que, Nevinson llegue a preguntarse cuál es «su rostro verdadero». La búsqueda de la ignota Maddie Orúe O´Dea, probable nombre de la ahora «durmiente» terrorista hispano-irlandesa (o al revés) que, como el propio Nevinson, es una experta en ambas lenguas y una maestra del ocultamiento, transcurre en Ruán, lo que le permite a Marías trazar un cuadro, a veces casi naturalista, de algunos aspectos de la comedia humana de provincias y de algunos de sus (imaginarios) lugares, incluyendo ese puente que divide en dos la ciudad y en el que no es difícil encontrar el recuerdo de aquel otro de Eliot (en Tierra baldía): «tal multitud fluía sobre el Puente de Londres, / que nunca hubiera creído que fueran tantos los que la muerte arrebatara/».

La organización a la que pertenece ese Mefistófeles postmoderno que es Tupra, y para la que fue captado torticeramente Nevinson en su época de estudiante en Oxford, obtiene su eficacia de que, en puridad, no existe: nadie sabe nada de ella porque su naturaleza es el máximo secreto, la total impunidad, el estar más allá de la justicia para poder actuar allí donde el último recurso es la venganza: «nosotros hacemos pero no hacemos, Nevinson, o no hacemos lo que hacemos, o lo que hacemos nadie lo hace». La premisa de su actividad la refleja perfectamente una frase del general de la guardia civil Sáenz de Santamaría que Tupra hace suya con entusiasmo: «En la lucha contraterrorista, hay cosas que no se deben hacer. Si se hacen, no se deben decir. Si se dicen, hay que negarlas». En el fondo, el pensamiento que sostiene la actividad de Tupra y los suyos no se halla muy lejos del de los iusnaturalistas españoles del XVII con su convicción de licet occidere tyrannum (es lícito matar al tirano), solo que en TN ese principio se extiende a los que perpetran crímenes políticos.

En todo caso, nadie lee a Marías por sus tramas, que a lo largo de su trayectoria de narrador han ido adelgazándose hasta constituir meros telones de fondo de una acción que ocurre, primordialmente, en el interior de sus narradores

Nevinson, y sus camaradas, funcionan como modernos «vigilantes» que previenen, evitan y vengan los crímenes en una comunidad a la que consideran una especie de fortaleza asediada por el mal. Y así le explica su trabajo a su reticente esposa Berta: «nosotros somos las atalayas, los fosos y los cortafuegos (…), los vigías, los centinelas que siempre estamos de guardia (…) Alguien tiene que estar atento para que el resto respire y descanse, alguien ha de detectar las amenazas y anticiparse». Alguien, en definitiva, tiene que hacer el trabajo sucio y del que es mejor no hablar.

En TN Marías recurre a un notable conjunto de personajes secundarios, así como a una panoplia de tropos característicos y convenciones narrativas muy reconocibles para sus lectores. Los maridos de las mujeres investigadas se integran en el elenco de personajes (exclusivamente masculinos) ridículos, calamitosos, oportunistas y risibles (a menudo con rasgos surrealistas), cuyas peripecias le han servido siempre al autor para aliviar o romper las situaciones más tensas o graves por medio del recurso a la farsa; a diferencia de sus esposas, a las que el narrador trata con el mismo respeto y comprensión que George Cukor empleaba con sus protagonistas cinematográficas, los maridos son puras marionetas, personajes de vodevil (o astracán) construidos con trazos gruesos y escasos matices hacia los que el narrador, ahora confundido con el propio Marías, desprecia. Otros secundarios como Ruibérriz de Torres o la pizpireta Patricia Pérez Nuix provienen de Tu rostro mañana.

TN cuenta con dos narradores necesarios que son las dos caras del protagonista: Nevinson cuenta en primera persona y Miguel Centurión, el profesor fingido, en tercera. Una vez más, el motivo del doble, tan caro a Marías, aparece en esta novela (un «thriller en cámara lenta» la ha definido un crítico británico) en la que ninguno de los personajes principales, salvo quizás Tupra (al que se le conocen al menos media docena de nombres o alias), se muestra sin fisuras, convencido de su papel y seguro de que para llevarlo a cabo está plenamente justificado el recurso a los mismos medios que aquellos a quienes persigue. Como sostiene ante sus acólitos, «estamos en una guerra».

Pero en el tiempo en que Nevinson lleva a cabo su última acción ya es un espía cansado que ha dejado mucho atrás. No tiene remordimientos -no hay cabida para el arrepentimiento en ese oficio- pero ha visto demasiado y sigue sin poderse arraigar en ningún lugar. Ha pasado cuatro años en Ruán sin poder descubrir a la culpable, pero el asesinato de Miguel Ángel Blanco (13 de julio de 1997) y la ola de indignación popular suscitada mete prisa a Tupra y su gente, que redoblan la presión para que Tomás acelere su investigación y descubra y elimine a la terrorista. Por supuesto, a esas alturas, Nevinson ya «sabe que sabe» quién es. Sólo le falta completar su tarea y apiolarla.

Dije al principio que nadie lee las novelas de Marías por sus tramas, pero existen, aunque lo que las haga memorables sean cuestiones de otra naturaleza. Sus narradores -de los que podría decirse que son distintos avatares del mismo personaje- expresan su pensamiento mediante una prosa envolvente, morosa, meándrica e hipnótica en la que todo vuelve a decirse siempre de otra manera y que está trufada de ritornelli estratégicamente situados para avivar la memoria del lector y hacer patente una vez más algunas de las obsesiones de Marías: los peligros del decir (del contar y del escuchar y, por tanto, del enterarse), la dificultad de llegar a saber alguna vez la verdad (lo más cercano a lograrlo es la ficción), el retorno de lo que parecía acabado («nosotros» -dice Tupra- «sabemos que cuanto ha sido sigue siendo y que solo aguarda en letargo»).

La prosa torrencial de Marías-Nevinson, en la que alternan el «gran estilo» (en el sentido que daba Benet a la expresión) y las referencias a la «alta cultura» (Shakespeare, en primer lugar, pero también Bernhard, Faulkner, Henry James, Eliot y tantos otros), con el lenguaje y la cultura populares (el thriller, la novela de aventuras, James Bond) funciona como vehículo de exploración de la conciencia y del mundo, tanto en el tiempo actual de la ficción (los años de plomo, la guerra «irregular» contra el terrorismo), como en el de la composición del relato. Nevinson, que escribe TN muchos años después de su vuelta a Madrid, tras su prolongada estancia en Ruán, lo utiliza oblicuamente para la reflexión sobre el mundo de hoy, los nuevos autoritarismos y la crítica de la vida cotidiana y las nuevas costumbres, reflejando temas y motivos que Marías trataba en sus artículos de prensa. Y el resultado, como ya ocurría en las últimas novelas del autor -y ese es un aspecto importante de su legado literario- es de un pesimismo sin afectación, a menudo elegíaco, que impregna su concepción del devenir de la historia, y para el que Blake acuñó la expresión esperar «sin esperanza» (y nuestro Ángel González «sin esperanza con convencimiento»).