Hitchcock, que ejercía una finísima perversión óptica, combinaba en sus célebres persecuciones planos en teleobjetivo con planos en gran angular. Cuando Cary Grant huye perseguido por una avioneta en North by Northwest (1959), vemos su miedo y desconcierto apenas despegado de un fondo nebuloso: un miedo de teleobjetivo. En cambio, el corte letal a la fuente de ese temor, la avioneta de hélices indudables que avanza rampante desde el fondo del plano, sucede en un enfocadísimo y filoso gran angular. Una nitidez ancha y sin escapatoria. En ese cambio seco de las brumas de la percepción íntima de un personaje a la indudable claridad de lo real, estriba la genial cadencia óptica del suspense hitchcockiano.

Saer realizó un corte similar, con la misma y terrible distinción óptica, sólo que entre un plano y otro mediaron catorce años. Si el espantoso presentimiento sonoro del Gato y Elisa que acabamos de citar se da en un teleobjetivo, la «constatación» de ese horror se da en un cortante gran angular que sucede en una novela posterior. Esa obra es La Pesquisa y, en ella, Pichón Garay que ha regresado, después de mucho tiempo, de visita a su tierra, pasa en lancha, junto a su pequeño hijo parisino y Tomatis, frente a la ahora neta y archidefinida casa en la que su hermano mellizo, el Gato, y su amante Elisa, fueron chupados por la dictadura. Ahora se ven con terrible claridad las calles arenosas que llevan hacia la playa, la orilla arbolada del río, los alrededores que otros, antes, tuvieron que enfocar a tientas con el oído. En este corte balzaquiano entre una obra y otra, Saer escoge las ópticas adecuadas para que un plano colisione con otro en la memoria. Es un montaje de percepciones, y la constatación que revela provoca un estremecimiento. Un gran angular doloroso, tal vez un dieciséis milímetros:

«Al divisar la casa, no todavía en ruinas, pero carcomida por la intemperie, de       modo que el blanco de las paredes donde la pintura no se ha descascarado está       cubierto de un archipiélago de manchas grises y negruzcas, en el momento en el   que la lancha dejaba atrás una curva cerrada ha tenido de nuevo la esperanza de         que algo dentro de sí mismo, nostalgia, pena, memoria, compasión, se pondría      en movimiento, pero de nuevo, las capas pegoteadas de su ser, como si fuesen         un solo bloque compacto, no han querido desplegarse, ni siquiera entreabrirse.     Ha tenido incluso que hacer un esfuerzo para mostrarle la casa a su hijo, alzando       un poco la voz por sobre el ronroneo de la lancha:

– Esa es la casa de Rincón ‒de la que te mostré tantas fotos‒. Aquí de chicos         pasábamos los veranos con el Gato. Sin responder el Francesito sacudió      afirmativamente la cabeza y, para satisfacer a su padre, le echó una mirada             larguísima a la casa, hasta que un nuevo recodo del río la escamoteó a la vista,            pero su expresión impenetrable y serena, muy semejante, pensó Tomatis   mirándolo, a la de los mellizos cuando tenían su misma edad, no dejó pasar, a          pesar de la emoción intensa que sentía y que no tenía nada que ver con la casa,      ningún signo al exterior. De esa casa habían desaparecido, sin dejar literalmente        rastro, el Gato y Elisa»[1].

 

En estas imágenes sentimos la nítida constatación de la muerte, terriblemente integrada al paisaje. Figura y fondo indisolubles, como en la honda y totalizada nitidez que escogió Pasolini para rodar su brutal Salò (1975). Recordemos la marca esencial de esta lente: «un angular amplía considerablemente el ángulo de nuestra visión». Eso que intuimos en teleobjetivo, retorna en la dura definición de los hechos consumados por la historia: Pichón Garay ve hasta los muros descascarados de la casita de la playa, ve hasta las manchas de humedad que cubren esos muros dolorosos. Eso que ve con tanta claridad desde una lancha, es imposible de ver con ojos humanos. Son sensibilidades de ficción. Artilugios, necesarios, de la óptica.

 

LA CAMÉRA-STYLO

Tal vez estas lentes hayan sido, desde siempre, facetas implícitas de toda escritura de ficción. De su registro. Plumas intercambiables de una «caméra-stylo», como soñó Alexandre Astruc cuando utilizó esta bella metáfora para equiparar el acto de escribir con una cámara a la creación literaria[2]. En esa imagen prefiguró a la Nouvelle Vague que se abanderó en su «caméra-stylo», convirtiendo ese «oficio de feriantes» en un verdadero acto de escritura en el espacio y el tiempo.

Ver la lejanía cercana. O ver la cercanía lejana. Escoger la óptica adecuada para escribir aquello que sólo se puede escribir con esa óptica: los teleobjetivos son delgados y largos, sus lentes acercan la distancia mirándose entre ellas con cierta distancia, por eso necesitan ese pasillo entubado que las contiene, como los telescopios o los periscopios o los binoculares. Las imágenes hacen un viaje entre sus lentes entubadas y en ese trayecto distorsionan lo que vemos. Los grandes angulares son compactos y rotundos, como un enano, como un tonel, como una lupa o un monóculo y registran el universo abarcándolo sin distancia, en la proximidad de sus lentes con el mundo. Un Quijote y un Sancho Panza. Uno elije qué quiere distorsionar del mundo, el otro qué quiere aclarar. Saer pensaba que «en El Quijote todos los acontecimientos ocurren de una manera y son interpretados de otra. Hay siempre un nivel real y un nivel simbólico». Podríamos agregar a la observación saeriana una sensible alternancia de prismas que nos permite leer o percibir esta distinción entre planos: el Quijote que distorsiona con estilizada precisión, Sancho que amplía con bastedad. Quizá, como imaginó Kafka, el Quijote fue una invención de Sancho Panza para salir al mundo. Un teleobjetivo para la imaginación, un gran angular para su irrecusable contraste. Literarias o cinematográficas, se trata, en definitiva, de una cuestión de ópticas.

Desde los años noventa, la generación de cineastas que encarnó esa renovación esencial que se llamó Nuevo cine argentino, reconoce en la obra de Saer una influencia tan o más importante que las películas de Leonardo Favio o Hugo del Carril. Las cadencias y ritmos de Saer han marcado tangiblemente los planos de Lucrecia Martel, Albertina Carri, Gustavo Fontán, Santiago Loza, Lisandro Alonso o Celina Murga, entre muchos otros. En el año 2010 vi, en el festival internacional de cine de Buenos Aires (BAFICI), el spot institucional que había rodado, justamente, Celina Murga. Eran las imágenes que antecedían, a modo de presentación, la proyección de todas las películas del festival. En estas imágenes institucionales, una chica leía plácidamente en el Jardín Botánico. Un suave zoom in ‒que es un pasaje de gran angular a teleobjetivo en un mismo movimiento‒ iba acercándose hacia ella, hasta terminar enfocando el libro que estaba leyendo. Cuando se alcanzaba a leer el título, una suerte de plácida sonrisa, casi un reconocimiento común y natural, se producía en buena parte de la platea: ese libro era El Entenado, de Saer. Y para muchos cineastas y cinéfilos argentinos que comenzamos a ver y a hacer mejor cine después de Martel y Alonso, los libros de Saer fueron películas en formato de novelas. Saer, y también Di Benedetto, se convirtieron, de algún modo, en los grandes cineastas que tuvimos la suerte de tener antes del Nuevo cine argentino[3]. «A mí no me interesa contar una historia en el cine, sino experimentar formas nuevas, y no veo, francamente, qué podría experimentar yo allí», sostenía Saer, en la ya mítica mesa redonda, rivalizando con Cortázar ‒y con toda la literatura de su generación‒. En ese gesto alevoso tomó por asalto la maleta de ópticas del cine, y la incrustó con una fuerza insospechada en su precisa birome. Y ese gesto marcó profundamente, y por igual, a la literatura y al cine argentino que vino después de su obra.

NOTAS
1 Hoy, los cineastas formados en el cine digital deciden más bien pocas cosas, presionan rec y utilizan las ópticas que vienen por default en sus cámaras, según el formato de registro que viene por default, tropezando con imágenes que terminan expresando por default una sensibilidad nada reflexiva. Es un apocalipsis del artesanazgo.
2 Como pensó Benjamin, resultó inútil preguntarse si la fotografía era o no era un arte, sin atender antes a la radical modificación sensorial que su invención imprimía en toda la producción artística de su tiempo.
3 Saer, Juan José. «La tardecita». En Cuentos completos. Seix Barral. Buenos Aires, 2001, p. 59.
4 Saer, Juan José. Nadie Nada Nunca. Seix Barral. Buenos Aires, 2004. pp. 129-130.
5 «Lorsqu’un son peut remplacer une image, supprimer l’image ou la neutraliser. L’oreille va davantage vers le dedans, l’oeil vers le dehors». En Bresson, Robert. Notes sur le cinématographe. Folio-Gallimard. Paris, 1995, p. 62.

6 Saer, Juan José. La pesquisa. Seix Barral. Buenos Aires, 2009, pp. 75-77. Tras la visión nítida y angular de la casa, la narración expone sin brumas cómo se constató materialmente la desaparición del Gato y Elisa. Son las marcas de tono y textura que habilitan las lentes angulares: «Un amigo publicitario para el que el Gato hacía de tanto en tanto algún trabajito, fue el que descubrió que habían desaparecido: como eran tiempos de terror y violencia, y como al entrar en la casa silenciosa empezó a sentir un olor nauseabundo, el amigo publicitario se asustó bastante, pero cuando entró en la cocina descubrió que el olor venía de un pedazo de carne que se descomponía sobre el fogón, en un plato. Al lado había un gran cuchillo de cocina y una tabla de picar carne, pero no habían tenido tiempo de usarlos. En el momento en que habían sacado el plato de carne de la heladera y lo habían depositado sobre las baldosas rojas del fogón, el fluir de sus actos se había detenido y ellos se habían, como quien dice, volatilizado». Ibidem, pp. 76-77.
7 Ver: Astruc, Alexandre. Du stylo à la caméra…Et de la caméra au stylo. Ecrits (1942-1984). L’Archipel. París, 1992.
8 Los vínculos directos de Saer con los cineastas de su generación, como Cozarinsky, Filipelli o Hugo Santiago son contrastados y han dado fruto a numerosas colaboraciones y estudios. En cambio la influencia saeriana en el nuevo cine argentino es, todavía, una materia de estudio pendiente.

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