POR MALVA FLORES

CRÍTICA Y REVISTAS

Se le atribuye a Otto Abetz, embajador de Hitler en París, una frase que puede darnos una idea de la importancia de las revistas en el siglo pasado: «Hay tres poderes en Francia: la banca judía, el partido comunista y la NRF. ¡Comencemos por la NRF!» Las revistas eran, y deberían seguir siendo, los nervios centrales de la vida intelectual, según quería Lewis Coser, el autor —hoy olvidado pero indispensable— de Hombres de ideas. La conversación, la discusión que las revistas suscitaban hallaba resonancia no sólo entre «un reducido grupo de personas inteligentes», como afirmó Jorge Cuesta al defender su revista Examen del asedio al que fue sometida en la prensa con acusaciones «en defensa de la moral y la decencia» y por publicar un «lenguaje procaz» en un capítulo de la novela Cariátide de Rubén Salazar Mallén (que, dicho sea de paso, era bastante floja). Esa acusación, en la que privaba también el hecho de que los miembros de la revista fueran trabajadores de la Secretaría de Educación Pública, finalmente marcaría el final de sus breves días (apenas tres números).

Sin embargo, Examen fue el modelo para las revistas independientes mexicanas del siglo pasado. Su verdadera vocación, la crítica, quedó marcada como fuego en el ideario de la República de las Letras y no es difícil encontrar en ella, si no el inicio, sí el nudo vital del tronco en el árbol de las publicaciones periódicas que siguieron su huella crítica. En Breve revistero mexicano (Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, 2019), dice Guillermo Sheridan a propósito de las revistas que siguieron a la de Jorge Cuesta: «Eran revistas que heredaban las obligaciones de Examen, la revista de Cuesta, ese eslabón en el ajuste ante las vanguardias, que sostenía la importancia de una práctica intelectual ética, es decir, una práctica de la creación literaria atenta a una moral política, pero no sujeta a los usos y recompensas de la política».

En México, desde principios de este siglo las revistas impresas se han visto asediadas si no necesariamente por un poder político (aunque ahora, dado el asedio gubernamental a los medios, es un temor latente), sí por las nuevas reglas que han impuesto. Por un lado, los costos de impresión y las dificultades de distribución (en México hay dos grandes distribuidoras que exigen números imposibles de tiraje, por ejemplo) y, por otro, el cambio en las prácticas de lectura. La conversación se trasladó a Internet, pero no es la charla del café o la tertulia: es una extraña relación entre un texto y un lector solitario frente a su dispositivo (computadora, tableta o incluso teléfono celular) y su reacción primera, la mayor de las veces impulsiva, en las redes sociales («todo se ha disuelto en el perol bisbiseante de “las redes”», dice Sheridan con cierta amargura, comprensible para mí). Esa manera de compartir la opinión que provoca un artículo no ha pasado generalmente por la conversación y quiere convertirse en charla con un número estricto de caracteres, que a veces se convierten en «hilo» (un tweet ligado a otros más) pero que no suscitan ni ofrecen una reflexión profunda o una simpatía argumentada. (La simpatía es, por cierto, una palabra que ha ido desapareciendo tanto como la crítica).

En este contexto, muchas revistas debieron convertirse en revistas electrónicas —como Literal Latin American Voices, bajo la dirección de Rose Mary Salum, que, después de diez años de aparecer de modo impreso, se cambió de casa a la red (literalmagazine.com)— o cerrar definitivamente (como la magnífica Crítica, de la Universidad Autónoma de Puebla). Otras más, como Criticismo (criticismo.com) —dirigida por Pablo Sol Mora— nacieron ya en la red, pero tiran mil ejemplares que se regalan en librerías. Muchas revistas académicas, a las que antes nos suscribíamos, han acudido al formato Open Acces, un formato nada vistoso pero que permite el acceso a los artículos (y sirve, también, para la «demostración» de la productividad de los investigadores). Otro ejemplo de este éxodo hacia la red lo ejemplifica la otrora famosa revista dirigida tanto tiempo por Ramón Xirau, Diálogos, que pasó a ser, en su nueva época, Otros Diálogos (dirigida por Vicente Ugalde y, como secretario de redacción, Francisco Segovia, puede encontrarse ahora en https://otrosdialogos.colmex.mx/). Lo cierto es que diariamente nacen y mueren revistas en la red. Revistas estudiantiles, personales, de pequeños grupos apenas visibles en la maraña de publicaciones. Son tantas que es imposible llevar un recuento de ellas: el centro de la vida cultural se ha atomizado. Esto no tendría por qué ser necesariamente malo. El problema es el número y la calidad de los lectores: la red cultural que se ve disminuida o inducida por los dictados de un algoritmo y no por una conciencia crítica.

En una breve encuesta realizada en mi muro de Facebook, y a la que respondieron ochenta y nueve personas, el asunto quedó más o menos claro para mí. A la pregunta de cuáles revistas mexicanas impresas leían mis amigos electrónicos, la respuesta fue desoladora: muy pocos estaban suscritos a alguna publicación. La mayoría de quienes comentaron leía estas cuatro revistas: Letras Libres, La Tempestad, Nexos y la Revista de la Universidad de México, además de los suplementos culturales Laberinto, El Cultural y Confabulario. La respuesta más descorazonadora para los amantes de las revistas impresas fue la siguiente: «yo sólo leo en línea», y la mayoría de quienes contestaron también leían las versiones electrónicas de aquéllos.

Quizá alguna de las razones internas para la desaparición de las revistas sea la desaparición de la crítica, la de grupos culturales que defiendan esta u otra idea de cultura, pero también la de aquella «práctica intelectual ética» de la que hablaba Guillermo Sheridan. Nada resulta más ilustrativo para demostrarlo que acercarse a las secciones de reseñas de libros en revistas y suplementos para darnos cuenta de que la crítica ha menguado considerablemente, y si se trata de crítica de poesía es prácticamente nula. Es curioso observar, por ejemplo, que en la revista Plural, de Octavio Paz, hubo un tiempo en que se destacaron dos tipos de reseñas: las reseñas propiamente dichas, y las «reseñas cortas», que son, con mucho, más amplias que las actuales recensiones que se constriñen, cuando bien les va, a dos mil quinientos caracteres con espacios. Este sometimiento a un espacio tan corto no permite la exposición completa de los asuntos que trata un libro y el lector se queda con la impresión de que le dieron a leer una solapa extendida. Ello demerita la «práctica intelectual ética» y nos reduce, a autores y lectores, a la exposición de juicios sumarios (no necesariamente negativos y, más bien, asombrosamente positivos por lo general) sin explicación alguna. Tal vez conscientes de ellos, en la Revista de la Universidad de México han abierto un curso para formar reseñistas y críticos literarios llamado Pico de Gallo. «Se trata —dicen en su convocatoria— de un ciclo de talleres teórico-prácticos destinados a la profesionalización de reseñistas literarios en nuestro país». El curso será impartido por «reconocidos críticos literarios de medios internacionales» (Silvina Friera, Berna González Harbour, Joca Reiners Terron, Sophie Hughes y Alejandro Zambra). Debería tomarlo porque mi ignorancia es mucha y sólo he leído a Berna González y a Zambra, pero ya estoy muy vieja (es para críticos de entre dieciocho y treinta y cinco años); cuesta cinco mil pesos mexicanos y requiere de una asistencia de hasta el ochenta por ciento del curso completo.

Lo que antes era conversación y lectura, ahora se ha convertido en docencia. La antigua charla se ha suspendido y en las redes sociales resulta imposible mantener un diálogo medianamente crítico. La respuesta a la crítica se convierte en un like o en un retweet, según se trate de la red preferida del lector. Es cierto que, por ejemplo en Facebook, a veces se desatan encarnizadas discusiones a propósito de algún texto, pero los argumentos expuestos difícilmente pueden considerarse críticos y más bien responden a impulsos que están atravesados por una nebulosa que a últimas fechas ha enturbiado todo: la política. Paz decía que no podíamos olvidarnos de la política: «sería peor que escupir contra el cielo: escupir contra nosotros mismos». Es verdad, pero en México la división política del país ha afectado ya el entramado mismo de la cultura de tal manera que no es posible dar un paso más allá de lo político, como si fuera la única esfera en la que —nosotros presos en ella— rodáramos en una banda sin fin, como un hámster en la rueda.

Por ésta, entre otras razones, el ensayo literario sí está en vías próximas de extinción. Asediado por múltiples detractores académicos, acusado de ser «impresionista», acientífico y apolítico, poco se publica y menos se lee. Por otro lado, es demasiado extenso para las «tendencias» actuales que nos obligan a leer poco y rápido (recuerdo que hasta hace no mucho había cursos —y debe seguir habiéndolos— sobre lectura «rápida y transversal»). Así también, el ensayo literario ha sido sustituido por el ensayo académico que olvidó, antes que nada, a nosotros, los lectores. Este tipo de ensayo se publica en revistas «especializadas», lejos del alcance de los profanos. Escrito con una lengua bárbara que se quiere científica, esa iglesia moderna —la academia— ha cambiado el relato por el paper, el lenguaje por el código y se escribe para unos cuantos iniciados: es el reino de los particularismos, a quienes dedica sus esfuerzos, pero ignora al lector común o incluso al lector que pertenece a las minorías que dice defender. Imagino que sus autores jamás se preguntan quién puede leerlos, a quién podría interesarle sus extrañísimas disquisiciones en una lengua eunuca, falta por completo de entusiasmo y una pasión que pueda ser compartida por una mayoría.

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