«De modo que es voluntaria y representativa de la época la reseña que alguno de aquéllos hace de Las peras del olmo en el número de Estaciones correspondiente al verano de 1957. Si la ingenuidad de quien escribe su primera nota bibliográfica y la firma con sus curiosas iniciales, J. E. P., no llega al punto de impedirle ver la grandeza de Paz, nada lo frena para pontificar con tanto aplomo como ignorancia». A continuación transcribe un párrafo de aquella, su primera reseña, donde aseguró que «nadie que tenga un mínimo de buen gusto y sensibilidad podrá parangonar la “Elegía a un compañero muerto en el frente”, una de las más hondas, bellas y sinceras elegías en lengua castellana, con las retorcidas Semillas para un himno». No obstante, concedió que en el libro de Paz encontraba «pasajes de gran belleza en que se revela el verdadero poeta».

«La literatura no imita la vida: es la vida», nos dice Pacheco, y lo reconocemos en el café Chufas, en el Kikos, en el Sorrento. Miramos con él una geografía: la de la Ciudad de México en 1958; sabemos así qué leían y cómo leían sus amigos —Carlos Fuentes, Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Fernando Benítez…—. Lo vemos una noche de septiembre de 1969, junto a Gabriel Zaid e Isabel Fraire, despidiendo al poeta José Carlos Becerra camino hacia un destino funesto —la muerte en una carretera de Brindisi—, que nunca supusieron quienes alargaban la mano del adiós. Imaginamos la desesperación del poeta que durante catorce años corrigió «Alta traición» (que a Becerra, por cierto, no le gustó, según le hizo saber desde Londres, poco antes de su desafortunado viaje a Italia). «Alta traición» es uno de los poemas que han dado cauce a buena parte de la poesía mexicana posterior a Pacheco y a un sentimiento nacional que es casi un himno: «No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / [ …] / —y tres o cuatro ríos».

El poema, hay que decirlo, sólo consta de catorce versos y en la nota Pacheco da cuenta de los cambios, influencias e historia del poema hasta 1986. Para la reedición de No me preguntes cómo pasa el tiempo, publicada en 1998, el poema había cambiado nuevamente, nos informa una nota del editor.

También observamos a quien muchos años después recibiría el Premio Cervantes, escuchando a Juan José Arreola. El bardo de Jalisco le dictaba los textos de su famoso Bestiario y el joven Pacheco los escribía con una «pluma Sheaffer de tinta verde»; manuscrito que más tarde pasó «a una máquina Royal para que Arreola les diera forma definitiva». Nos enteramos entonces de que el jalisciense —quien pasaba por un momento de horrendo bloqueo mental y sufría graves penurias monetarias— debía entregar con urgencia un libro pagado de antemano, pero, «contra lo que se supone, el bloqueo no es la imposibilidad de escribir, sino de sentarse a hacerlo». Entonces se apersonó Pacheco en la casa de Arreola y le dijo al prodigioso narrador: «No hay más remedio. Me dicta o me dicta». Y así nació aquel libro extraordinario.

 

VICTORIAS Y DERROTAS

«Nada fracasa como el triunfo», escribe Pacheco en otra nota y detengo la lectura. El hígado resentido del poeta sin agente se apodera de mí y ya imagino que Pacheco se lanzará contra la literatura bastarda que nos inunda, contra las ferias, editoriales y talleres; contra el circo en que se ha convertido la escritura. Ése es uno de los temas centrales en el libro de Antonio Ortuño, La vaga ambición (Páginas de Espuma, 2017, Premio Ribera del Duero), donde la gloria o el fracaso de un escritor toman forma en la figura del narrador Arturo Murray, protagonista de cinco de los seis cuentos que reúne el libro, donde, ya con tono melancólico o mordaz ironía, Murray se enfrenta a las miserias de la vida literaria. Es inolvidable, al menos para mí, el cuento «El príncipe con mil enemigos», donde Murray, de gira por ferias de pueblo (en México hay ferias del libro y conferencias literarias en cada rincón del país, aunque nadie lea), es picado por un alacrán, tan renegrido y rebosante de veneno «como los poetas de la región».

Ya en un texto de 1984 —«El triunfo en el fracaso»— Pacheco había dicho: «La sociedad del espectáculo llevó al suicidio a Anne Sexton (dos mil dólares por recital, tres mil si lloraba al leer sus poemas)»; así que me dispongo a leer una crítica demoledora de la tristemente prostituida república de las letras, que tan bien retrata Ortuño, pero, como es natural, me equivoco. La nota está firmada en septiembre de 1999 y, aunque la mercantilización global de la literatura ya tenía algunos años de esplendor y el supuesto nacimiento de un nuevo boom protagonizado, quién lo diría, por narradores exclusivamente mexicanos parecía inexcusable, no se había llegado al descalabro de hoy, cuando los escritores viven más tiempo en un avión que dentro de sus casas y en las ferias distribuyen firmas como sonrisas mustias. Resuenan en mis oídos las palabras de Pacheco recordando a Revueltas: «La única victoria de un escritor se produce en la intimidad al lograr un vínculo silencioso y apasionado con otra conciencia», pero esas palabras parecen cosa del pasado cuando traemos a cuenta los infinitos festivales literarios. La participación en un encuentro de escritores ha sido motivo de discordia desde siempre, pero hoy ya es asunto de guerra entre los invitados, los que no lo fueron y los comparsas de la crítica «trol». La lista de los mexicanos que fueron al Bogotá 39 de este año, y la polémica que en tierras nacionales desató su elección, no me desmiente. Gabriela Jáuregui, Laia Jufresa, Brenda Lozano, Valeria Luiselli, Emiliano Monge, Eduardo Rabasa y Daniel Saldaña París fueron los convocados, y acá se puso en duda los criterios de elección, la obra de los autores, pero, sobre todo y con una violencia inaudita, su origen económico o racial (ya sabemos: blancos, heteronormativos, más el largo etcétera que nos abruma) y el hecho de que algunos de ellos vivían en el extranjero. No hay nada más triste que constatar que ésas son nuestras discusiones «culturales» en la actualidad. La historia debería ser una advertencia para entender cómo «la ambición del poder convierte en odio asesino los afectos más firmes, las amistades que parecían indestructibles; cómo la violencia verbal precede a la violencia material», leo en el Inventario.

Sí, la victoria puede convertirse en derrota, aunque imagino que a esos narradores les importó un bledo dicha «crítica», pero la ponzoña es un mosquito insidioso que ya es plaga en nuestro medio. Vuelvo a Pacheco, cuyo interés en esa nota no tiene nada que ver con el mundo de las letras y sí con una casa imperial, la de los Habsburgo y su relación con México, más allá del emperador Maximiliano, el archiduque que murió fusilado en Querétaro por las tropas juaristas y que, nos informa el inventario, es personaje de una leyenda vienesa donde se asegura que el hombre de los ojos intensamente azules, enamoradizo e infiel, amante de la botánica, promulgador de las primeras leyes en defensa de los indígenas mexicanos y constructor de la avenida más hermosa de México —el antiguo Paseo de la Emperatriz, hoy Paseo de la Reforma, nombrado así como un gesto de último puñal en el cuerpo del monarca—, en realidad era «el auténtico heredero de Bonaparte. Por eso, su hermano Francisco José y el impostor Napoleón III se conjuntaron para hundirlo en su triste aventura mexicana». Este año, por cierto, se conmemoró el aniversario de aquella muerte y algunas revistas le dedicaron espacio a esa noticia que constituyó el dosier del número 222 de Letras Libres, donde escribieron Esther Acevedo, Adolfo Castañón y C. M. Mayo. «El archiduque en el cerro de las letras. Pasión, muerte y resurrección de Maximiliano» se llamó el ensayo de Castañón, donde al final plantea una pregunta no por imposible menos inquietante: «¿Qué tal que Carlota de Bélgica hubiese decidido quedarse en México y pelear su trono desde Yucatán? Enloquecer, sí, pero como guerrillera y viuda de un mártir o quedarse, a ser fusilada y humillada, con su atrida».

Ya imagino el destino de México en manos de Carlota, qué habría ocurrido después, pero mientras mi pensamiento se lanza hacia el pasado —maravilla de internet y las muchas «pestañas» en el ordenador— leo la noticia que El País titula así: «La tataranieta de Isabel II, un abad ortodoxo ruso y un fascista: la misa por el último emperador mexicano. Cerca de cuatrocientos nostálgicos conmemoran en una iglesia de Ciudad de México el 150.º aniversario de la muerte de Maximiliano de Habsburgo». Las famas póstumas, las famas efímeras: la historia. «Escritor famoso es a quien negamos apasionadamente sin habernos tomado nunca la molestia de leer un párrafo suyo», dice Pacheco. ¿Podríamos pensar lo mismo de nuestros personajes políticos satanizados por la historia oficial?