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POR MALVA FLORES
«YO TAMBIÉN TE SEGUIRÉ LEYENDO»

Hace casi cien años, Anatole France defendía a capa y espada aquello que algunos llamaron subjetivismo o, peor aún, impresionismo. En su prólogo a La vida literaria (1921), sostenía que la crítica literaria nunca podría ser una ciencia y quien así lo pensara no sólo se autoengañaba, sino que también engañaba a sus lectores. Siendo así, el crítico sólo podía, al hablar del otro, hablar de sí mismo: «Para ser franco —decía France—, el crítico debe decir: “Señores, yo voy a hablar de mí a propósito de Shakespeare, de Pascal o de Goethe”».

Hoy, gracias al vocabulario que la tecnología nos ha impuesto, podríamos llamar a ese tipo de crítica «crítica selfie». Pero hay de selfies a selfies: los que, al borde del precipicio y con el único afán de mostrar «Yo estuve ahí», te llevan al desbarrancadero o incluso a la muerte y los que permiten a quienes te miran mirar lo otro, al otro, y en ese momento mirar la historia y reconocerte a ti mismo. Sostengo entonces, amparada en aquella cita salvavidas, que no sólo la crítica literaria, sino la literatura y el arte todo son una especie de selfie.

«El tiempo es el peor enemigo para la crítica literaria», decía, sin embargo, José Emilio Pacheco, y quizá tenía razón, pero no es su caso. Acota también que la mayor crueldad del Cronos literario se ensaña con los «textos que la merodean sin asumirla»: la crónica y el comentario. Mientras escribo esta crónica, esta carta de sucesos de ultramar, leo con temor estos discernimientos en uno de los libros más esperados en México durante mucho tiempo y, cuando digo tiempo, digo años, decenios. José Emilio Pacheco comenzó a escribir su columna «Inventario» el 5 de agosto de 1973 en la última página de un suplemento cultural, Diorama de la Cultura, publicado en el diario Excélsior de Julio Scherer y más tarde —cuando los meandros del poder en México obligaron a la renuncia de su director y nació el semanario Proceso—, el «Inventario» mudó de casa también.

No era la primera vez que Pacheco se hacía cargo de una columna. En Revista de la Universidad de México había publicado «Simpatías y diferencias», en honor al título de un libro de Alfonso Reyes y, más tarde, «Calendarios», que intermitentemente apareció, muchas veces sin firma, en el suplemento de Fernando Benítez, La Cultura en México, entre 1963 y 1970. A ello debe agregarse la sección «Los libros al día», que compartió con Federico Álvarez Arregui durante algún tiempo. El Inventario (Ediciones Era, 2017) abarca de 1973 a 2014 y es la reunión en tres tomos de una antología de la producción semanal de Pacheco. Aparece ahora, a tres años de la llorada muerte de su autor, cuya última actividad fue, literalmente, enviar su colaboración al semanario: un inventario dedicado a Juan Gelman, quien había fallecido apenas unos días antes, y a la amistad.

Es una pena que no se hayan recuperado todos los textos de Pacheco. Recuerdo, por mencionar alguno, aquel simpático inventario llamado «Diálogo de los muertos: Alfonso Reyes y José Vasconcelos», donde los difuntos se saludan, discuten, se critican duramente y sus fantasmales cuerpos atraviesan los muros de las casas, pero también del tiempo. Ya frente a la Capilla Alfonsina, la casa de Reyes, se despiden y prometen que se verán en el centenario de quien escribió Ulises criollo, algunos años más tarde. Entonces Reyes le asegura: «No dejaré que te mueras, te seguiré leyendo. A pesar de todo», y Vasconcelos responde: «Yo también te seguiré leyendo, Alfonsito».

Eso es el Inventario: un diálogo con los muertos que no lo están porque los seguimos leyendo, pero también un apasionado diálogo con la literatura, con el país y con el mundo; con los vivos y su circunstancia semanal. Imagino entonces a Pacheco a partir de la fotografía más conocida que tenemos de él, sumido bajo miles de libros, suplementos y revistas. «¿Cuántos volúmenes tiene la biblioteca de tu padre?», le pregunto a Laura Emilia Pacheco. «Incontables. Los únicos dos sitios donde no hay libros son la cocina y el baño. Todo lo demás está devorado por la marabunta». Le insisto en una cifra tentativa y me dice que jamás les ha interesado contarlos.

Pacheco lee y nos lee; entiende que la lectura nos permite ser, aunque sea sólo por un momento «el otro o la otra que me habla desde el fondo de sí y de mí con sus palabras pero con mi voz. Su pasado se vuelve parte de mi experiencia, viajo adonde no estuve ni estaré, veo lo que no vi, conozco lo que ignoraba, pienso en lo que nunca había pensado».

 

CRÍTICA, AUTOCRÍTICA Y PEDAGOGÍA

La maravilla del Inventario reside también en lo que predicaba el autor de Las batallas en el desierto: la escritura de su columna siempre se asume como crítica literaria. Una crítica que no se arredra para juzgar a los intelectuales cercanos al poder literario o de otra naturaleza —que ya no «tienen amigos, sólo aduladores y detractores», escribe en el texto que le dedica a García Márquez— o ante los dislates que alguien menos atento que Pacheco llamaría minucias. De esas minucias está hecha la verdadera escritura, pienso, mientras leo sobre los apresuramientos que nunca se «hubiera permitido el autor de Cien años de soledad ni el joven periodista de los Textos costeños. Por ejemplo, las tres rimas en “-ar” que enturbian el comienzo de la Crónica de una muerte anunciada». Con espanto vuelvo a mis palabras, buscando las rimas criminales y agradeciendo esta pedagogía implícita.

Dice George Steiner que Goethe repetía «quien no sabe hacer algo lo enseña». La pedagogía de Pacheco por eso es ejemplar: no requiere de títulos, ni togas ni birretes. Y, hablando de Goethe, me acuerdo del filósofo José Gaos, del amor y la curiosidad que impuso a sus discípulos (Luis Villoro, Emilio Uranga, Jorge Portilla, Ricardo Guerra…, los famosos integrantes del grupo Hiperión) por el viejo romántico y su idea de la «cura»: «La condición de posibilidad de la voluntad y el esfuerzo», resumiría Gaos trayendo a cuento a Schopenhauer, al confrontar las coincidencias entre Goethe y Fichte. Justamente me entero de que en un futuro no muy lejano veremos un libro singular, centrado en la estadía de Emilio Uranga (1921-1988) en Alemania. Se tratará de un amplio volumen, editado por Adolfo Castañón y en el que colaboran también José Manuel Cuéllar y Guillermo Hurtado, que incluirá, entre muchas cosas extraordinarias —el epistolario entre Reyes y Uranga; otras cartas a Gaos, Alejandro Rossi o Arnaldo Orfila; textos sobre Lukács, de quien el autor de Análisis del ser mexicano fue el primer traductor al castellano—, el diario del filósofo mexicano mientras estuvo en tierras germanas en la década de los cincuenta, así como sus cartas a Luis Villoro a propósito de Goethe, sobre quien el malogrado Uranga proyectaba escribir un libro del que sólo quedaron apuntes en su diario y en las cartas a Villoro. Uranga fue también un polemista nato y sus artículos en la prensa, aún no recogidos, muestran el talante del personaje y también la fuerza del periodismo cultural de otros años.

En un momento en que el periodismo literario es repudiado en las universidades por «banal» —pues en las aulas se lo considera poco profundo y alérgico a la «problematización» de los verdaderos resortes teóricos de la literatura y el arte—, el Inventario se alza como una torre ejemplar para vergüenza de nosotros, los columnistas literarios actuales y también de los profesores, que ya quisieran (quisiéramos) haber escrito al menos una de sus páginas o, siquiera, un párrafo sin rimas desastrosas. Cuando la vida literaria y su consecuente crítica se convirtieron en «campo cultural», el nuestro se volvió un páramo de abrojos malnacidos, que llegaron al mundo sin un diccionario de sinónimos y sí con un gran bulto de palabras tóxicas y eunucas. La escritura de Pacheco se convierte así, semana a semana, inventario tras inventario, en un tutor sin más credencial que sus palabras, un ser tan entrañable como la relación de amistad entre Borges, Reyes y Henríquez Ureña que reseña. La «sintaxis de los afectos», la llamó, y al leer al autor de No me preguntes cómo pasa el tiempo, uno siente que su sintaxis, casi por ósmosis, nos va a pertenecer. Desafortunadamente, eso no ocurre, pero sí el afecto que va produciendo en el lector hacia los personajes, coléricos o amables, terribles o felices, que pueblan su mundo literario y así se vuelve nuestro.

Entonces, pese a su juicio contra los comentarios y las crónicas, su columna fue —es—, a un tiempo, crítica literaria, crónica, comentario, pero también biografía de México y del mundo. Por nuestros ojos pasan desde los Evangelios hasta los blogs. Lo mismo se ocupa de Salgari que de las telenovelas; de Fray Luis de León, Hemingway, Alberti, Schnitzler y Kubrick que de Coetzee o Juan Goytisolo, sobre quien, en 1999, afirma que en su autobiografía, contenida entonces en Coto vedado y En los reinos de Taifa —y que hoy aparecen reunidos por Galaxia Gutenberg junto a seis artículos más en Autobiografía, de manera póstuma—, «emprende el más radical autodesmantelamiento que ha habido en la literatura memorialista de lengua española».

Los inventarios son, asimismo, una autobiografía sui generis, no exenta de autocrítica, como toda autobiografía que se respete. Baste un ejemplo: en la columna del 4 de mayo de 1998, dos semanas después de la muerte de Octavio Paz, Pacheco escribe «Hacia Piedra de sol» y allí narra también los inicios de la revista Estaciones, dirigida por el poeta Elías Nandino, cuyo primer número vio la luz cuando en el medio literario mexicano se inició una batalla campal contra el surrealismo y también contra el libro de Paz. Poco después, y gracias a la generosidad de Nandino, la revista abrió sus páginas a unos muy jóvenes escritores —«aspirantes», dice Pacheco— que rondaban apenas los dieciocho años de vida y les concedió una absoluta libertad para publicar, sin censura alguna, sus escritos.