POR MIGUEL DURÁN

El día en que recibió el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa tenía setenta y cuatro años, seis nietos, doble nacionalidad, cincuenta libros publicados, varias colecciones literarias, una derrota electoral en Perú, ochenta doctorados Honoris Causa, el cabello blanco. Aquel galardón era una de las pocas cosas que no tenía.

—It’s the Swedish Academy —oyó al otro lado del teléfono—. You’ve been awarded the Nobel Prize.

En su piso de Nueva York el reloj marcaba las 05:30 de la mañana y Mario Vargas Llosa pensó que se trataba de una broma. Permaneció impasible ante la noticia, hasta que su nombre circuló en los telediarios de las 06:00 y los periodistas colapsaron el descansillo de su vivienda. Entonces creyó tenerlo todo en la vida: sintió vértigo.

—No dejaré que el Nobel me convierta en una estatua —dijo antes de aceptar el premio—. Voy a vivir con sentimientos, anhelos y proyectos hasta el final.

Una década después, la promesa perdura. Mario Vargas Llosa publicó en junio la compilación de ensayos Medio siglo con Borges, y continúa escribiendo. Trabaja de diez de la mañana a cinco de la tarde y desde 2015 lo hace en el domicilio de su pareja Isabel Preysler: la socialite filipina de sesenta y nueve años y modales impecables para la que el «ya es tarde, Mario» tampoco existe. La mansión en Puerta de Hierro, a las afueras de Madrid, es un reducto señorial de muros altos levantados al borde de la carretera que mantienen a raya a los paparazzi. Cuando el portón se abre, aparece un sendero inspirado en Rowan Oak y, al fondo, un palacete de dos alturas. Es un miércoles de invierno.

—Pase, pase. ¿Qué le puedo ofrecer?

Mario Vargas Llosa viste cárdigan gris, mocasines de piel planos y porta un Rolex. Tiene la voz aflautada y facciones ligeramente quechuas ablandadas por el tiempo. Tras abandonar el pórtico, regresa adonde lo acababan de interrumpir. La biblioteca se divide en un despacho y dos estancias de techos altos y muebles coloniales. En una de las mesas hay una televisión. Al pasar, dice:

—Imagino que luego de la entrevista irás a verlo.

—¿El qué?

—Esta noche es el clásico. ¿No sabías? —exclama. En 2010 realizó el saque de honor ante el Valencia en el Estadio Santiago Bernabéu y actualmente dirige la cátedra del equipo merengue—. ¡El famoso Real Madrid y Barça! No va a ser un partido fácil, pero yo confío en que gane el Madrid.

En frente, las ventanas de la biblioteca descubren un jardín con los árboles pelados y, a lo lejos, una piscina que se confunde con una neblina espesa: «la miserable garúa de siempre».

*

Aún no había nacido y ya le habían puesto Jorge Mario Pedro. Después le dijeron Poeta, Supersabio, Bugs Bunny, Flaco, Subhombre, Cadete Alberto, Sartrecillo Valiente, Vicent Naxé. Su madre fue abandonada al quedar embarazada, pero por pesar más el amor que la razón, ella terminó disculpando al ofensor. No lo hicieron sus abuelos, que se mudaron de país escapando de aquel infortunio. Por eso, sus primeros berridos estallaron en la avenida Parra en Arequipa y más tarde en Cochabamba, Bolivia.

Con cinco años comenzó a leer. Aprendió en una hacienda con alcoba propia, apartamentos para la servidumbre y un gran patio donde jugaba a ser Tarzán. Los mimos excesivos de su familia compensaron la ausencia del padre e hicieron de él un niño anarquista que no recibía órdenes. Su abuelo lo prohijó y le dio a conocer Rubén Darío, y a través de su madre descubrió los poemas eróticos de Pablo Neruda. Ella los guardaba con auténtico pudor en su velador, y él, como era muy desobediente, los leía a escondidas.

A los diez, Bustamante Rivero nombró a su abuelo prefecto de Piura y los Llosa regresaron a Perú. Allí, su madre un día lo agarró del brazo y le dijo: «Hoy vas a conocer a tu padre». Para Mario Vargas Llosa, que el hombre cuyo retrato besaba cada noche antes de acostarse estuviera vivo fue decisivo en todo lo que vino a continuación. En su cabeza se fueron demoliendo las pocas convicciones que albergaba: se convirtió en un escéptico.

—La imagen que tenía de mi padre era muy vaga. Pensaba que era un militar que había muerto en la marina argentina. Mi mamá me decía que estaba en el cielo y yo le creía. Yo le rezaba.

Pero Ernesto Vargas trabajaba como operador de vuelo y corría por sus venas un rechazo a su condición de cholo blanco que impidió cualquier reconciliación real con Dora Llosa. Cuando los reencontró, los tres se fueron a vivir a Lima y comenzaron muy pronto los insultos, los golpes, las amenazas con el revólver.

—Él no me hablaba más que para dar órdenes. Tampoco concebía que a mí me gustase la literatura porque, decía, era «cosa de maricas».

Mario Vargas Llosa permanece sentado en uno de los sofás de su biblioteca. Sus pantalones beis se mantienen alisados aun cuando cruza las piernas, mientras que sus ojos semejan visillos arrugados. En El pez en el agua cuenta que, más que los golpes, lo que lo sumía en llanto era la rabia consigo mismo por haberse dejado humillar ante Ernesto. Cuenta que en el Colegio La Salle trataron de abusar sexualmente de él y que dejó de creer en Dios. Que se aferró a la literatura como forma de resistencia al padre. Que se hizo escritor.

Sucedió, después, una serie interminable de huidas de casa fracasadas. Su vida se fue volviendo un puñado de imágenes inconexas y las primeras novelas que escribió surgieron como rompecabezas al estilo de Faulkner. La casa verde es eso: un conjunto de historias correspondientes a planos temporales y espaciales distintos que se van entremezclando.

—Antes de morir, Ernesto Vargas trató de reconciliarse con usted.

Abre la boca para hablar, pero no lo hace. Observa su escritorio, cierra los puños y finalmente dice:

—Ah, ya lo creo. Tuvo pequeños gestos: algunas cartas, algunas notas. Tampoco sé si eran muy genuinas. Yo no las respondí.

—¿Y eso?

—El rencor era muy grande.

*

Sobre el escritorio hay dos lámparas encendidas. Iluminan el poemario Romances de Coral Gables de Juan Ramón Jiménez, un ordenador, varias cajas con cartuchos Montblanc, un busto de Honoré de Balzac —«genio universal de la literatura»— y un abrecartas. Pero ante todo iluminan muchos cuadernos: moleskines entreabiertos, precintados, en espiral, azules, negros; y, entre aquellos, un par de hojas recién impresas.

En la penumbra, Mario Vargas Llosa inspecciona una estantería de tres metros de altura de la que extrae unas enciclopedias sobre Egipto y Mesopotamia de Miguel Boyer, el tercer y último marido de Isabel Preysler. Por el modo en que las examina parece indicar que le pertenecen. Luego explica que trabajó como ayudante de Porras Barrenechea en el departamento de Historia durante la universidad. Leía crónicas de Indias, realizaba fichas sobre mitos y leyendas de Perú, y desarrolló un método de documentación que más tarde aplicó a sus libros. La Amazonía, Canudos, Santo Domingo, Tahití, El Congo y, recientemente, Guatemala. En sus novelas, antes de sentarse en el escritorio, ejerce de reportero.

—Siempre me ha gustado sentir el ambiente de las historias: dónde están situadas, a qué huelen, cómo hablan las gentes… Todo eso para mí es un material muy útil. De ahí saco ideas, personajes, situaciones y diálogos. En el caso de Conversación en La Catedral me metía en los distintos ómnibus de Lima y hacía el recorrido completo. Era una manera de ver cómo crecía la ciudad, cómo avanzaba.

Se peina un mechón blanco y se cubre la sien. Para él la responsable de todas sus canas fue Conversación en La Catedral, la novela que el año pasado cumplió medio siglo:

—Es el libro que más esfuerzo me ha demandado. Me tomó cuatro años terminarlo. Recuerdo que al principio vivía en un estado de absoluta confusión. ¿Tú no sabes? —sus ojos se muestran cansados, fatigados—. Acumulaba muchos episodios que correspondían a distintas partes y sectores sociales del Perú sin saber cómo iba a conectarlos. Hasta que en la segunda versión se me ocurrió que la columna vertebral de la obra debía ser la conversación entre Zavalita y Ambrosio.

Se refiere a una segunda versión porque trabaja con borradores. Primero escribe una primera versión de la novela que es un magma caótico de mil páginas, y, tras sucesivas reescrituras, esta se va empequeñeciendo hasta llegar a la versión final.

—En ese estado de confusión, ¿no temió a la locura?

—En mis primeros años en París yo había tenido una gran depresión por motivos personales. Pero cuando comencé a escribir Conversación en La Catedral, la situación era distinta: mi vida ya estaba más o menos resuelta. Al mismo tiempo creía que hacía algo más ambicioso que La ciudad y los perros, La casa verde, Los cachorros… Tenía la impresión de que había llegado a construir una historia total. Pero absolutamente agotado, como no me ha dejado ningún otro libro. Lo que pude haber sentido es miedo. Ya sabes, esa gran curiosidad que surge una vez terminas la obra: ¿has tenido éxito o has fracasado?

De pronto, sobre una chimenea, suenan las campanadas de un pequeño reloj de estilo rococó. Señalan el comienzo de la tarde.

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