POR HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
Es curioso que la rueda haya sido inventada hace más de cuatro mil quinientos años y que, en cambio, la bicicleta esté cumpliendo apenas dos siglos. Se celebran tantos aniversarios tontos y, sin embargo, casi nadie ha celebrado los doscientos años de esta máquina mágica, la más económica en términos de gasto energético, velocidad-espacio recorrido, y el medio de transporte más ecológico y saludable para un planeta enfermo de fiebre. Pero al mismo tiempo es normal que a nadie se le hubiera ocurrido inventar por tanto tiempo la bicicleta, ya que pocas cosas resultan más contraintuitivas que el milagro del equilibrio sobre dos ruedas.

Apenas dos siglos de este vehículo prodigioso. Un supuesto dibujo de Leonardo da Vinci, del prototipo de una bicicleta, es un falso demostrado (un charlatán añadió radios, cuadro y manubrio a dos círculos dibujados por Da Vinci en uno de sus cuadernos). ¿Por qué diablos a nadie, ni siquiera al genio Leonardo, se le había ocurrido poner dos ruedas en línea, unirlas de algún modo, montarse encima y empujarse con las piernas? Como muchos otros hallazgos del ingenio humano, este invento fue fruto de la necesidad. Todo se debió al mal tiempo. Paradójicamente, la bicicleta se inventó para contrarrestar los efectos de un cambio climático repentino, pero opuesto al que hoy estamos sufriendo. Durante varios meses de 1815 ocurrió la erupción más grande de que se tenga noticia. El volcán Tambora, en Indonesia, arrojó tal cantidad de materia que pasó de tener cuatro mil metros de altitud, antes de la explosión, a dos mil ochocientos cincuenta, después de derramar piedras, lava, fuego y de arrojar en la atmósfera millones de toneladas de polvo y ceniza.

Esta ceniza, suspendida en el aire, veló los rayos del sol durante años y sus peores efectos se sintieron en el verano siguiente, sobre todo en el hemisferio norte. En 1816 no hubo verano en Europa: cayeron nevadas en junio y los campos se helaron en julio. Las cosechas se perdieron y a finales de año empezó la hambruna; había que decidir entre alimentarse o alimentar los animales. Los precios de la avena y los demás forrajes llegaron a niveles estratosféricos. Los caballos, o se morían de hambre, o los sacrificaban para saciar el hambre.

Esta extraña crisis climática tuvo efectos en el arte: los extraordinarios colores del atardecer en Inglaterra (ocasionados por el polvo y la ceniza) produjeron los increíbles paisajes de Turner, de colores irreales, así fueran copiados de la realidad. Como cuenta William Ospina en una novela apasionante, El año del verano que nunca llegó, esta alteración climática tuvo también efectos en la literatura: como no podían salir de la casa, por el frío extremo, un grupo de veraneantes frente al lago de Ginebra, por sugerencia de Lord Byron, decidieron inventar cuentos de horror: allí Mary Shelley concibió a Frankenstein y John William Polidori se imaginó por primera vez una historia de vampiros. Byron, impresionado por la lobreguez de junio, escribió un poema, «Darkness» (Oscuridad), que parece una profecía del futuro que nos espera en un planeta devastado:

I had a dream, which was not all a dream.

The bright sun was extinguish’d, and the stars

Did wander darkling in the eternal space,

Rayless, and pathless, and the icy earth

Swung blind and blackening in the moonless air;

Morn came and went—and came, and brought no day,

And men forgot their passions in the dread

Of this their desolation; and all hearts

Were chill’d into a selfish prayer for light.

[…]

 

Tuve un sueño, que no fue un sueño.

El sol se había apagado y las estrellas

vagaban a oscuras en el espacio eterno.

Sin rayos y sin rumbo, la tierra helada

se mecía a ciegas, negra en el cielo sin luna.

La mañana se iba y regresaba sin traer el día,

y los hombres temerosos olvidaban sus pasiones

en su desolación; y todos los corazones

se congelaban en un ruego egoísta por la luz.

[…]

 

Un efecto menos conocido de aquel año sin verano fue que la mortandad de equinos en Alemania produjo una crisis inevitable en el transporte a lomo de caballo o en diligencias. La necesidad agudiza el ingenio. Un joven alemán, el barón Karl von Drais, se imaginó y produjo un vehículo para reemplazar los caballos: «¡En vez de cuatro cascos, dos ruedas!», según escribió Hans-Erhard Lessing, profesor de Historia de la Técnica y experto en el origen de la bicicleta. Nacía así, en 1817, la draisina o velocípedo, fabricado en madera, que se movía impulsado por zancadas simultáneas o consecutivas de las dos piernas. Drais patentó su invento y empezó a exportar velocípedos a Francia, con tan buena o tan mala suerte que su aparato empezó a ser imitado (y mejorado) por los carreteros, sin ningún respeto por los derechos de autor. La piratería generalizada es el primer síntoma de que ciertos inventos tienen un éxito que los tribunales no pueden detener.

Lo primero que mejoraron en Francia fueron los radios de las ruedas y el material del tenedor: se cambió la madera por el hierro, que, si bien hacía más pesada la máquina, la hacía también más resistente a los innumerables baches de los caminos, típicos de la época anterior al asfalto. En las ciudades había calles empedradas, pero los caminos eran en tierra. En todo caso, como el velocípedo se movía apoyando las piernas en el suelo, era posible levantar el caballito de madera y hierro si el bache del camino era muy hondo. Aunque el descubrimiento más extraordinario que hicieron los aficionados al velocípedo fue casual e involuntario: notaron que, en las bajadas, cuando el biciclo tomaba velocidad, era posible levantar las piernas sin caerse: sin buscarlo, habían descubierto el equilibrio. Era algo que iba contra toda intuición: el caballo de ruedas no se caía a los lados si el jinete lograba impulsarlo lo suficiente.

Quizá por esto, antes de inventar los pedales, se pusieron apoyos para que los pies reposaran en las bajadas sin tocar el suelo: ¡los caballos de madera tuvieron también estribos! Las draisinas inglesas fueron llamadas hobby-horses y franceses e ingleses se disputan el invento de los pedales, solución a la que, en todo caso, apenas llegaron más de cuarenta años después de la propuesta de Drais. Los primeros pedales estaban pegados al eje de la rueda delantera, y cada vuelta de ellos correspondía también a una vuelta de aquélla. Fue esta característica lo que llevó a los velocípedos de pedales (también conocidos como biciclos) a deformarse tanto que produjeron monstruos peligrosos: se construyeron ruedas gigantescas que elevaban al pedalista hasta dos metros por encima del suelo. En estos aparatos sin frenos, las caídas tremendas y los huesos rotos eran la manera más habitual de terminar un paseo. Y, como, según Alfred Jarry, la bicicleta no es otra cosa que «la continuación mineral del esqueleto», se partían por igual los huesos, los manubrios y las ruedas.

La monstruosidad y las caídas de esos biciclos gigantes no contribuyeron a la difusión de los velocípedos de pedales. Hubo que esperar hasta finales de siglo xix para que la cadena, la rueda libre y el engranaje conectado a la rueda trasera llevaran a una versión que ya se parece mucho a la bicicleta moderna. El tamaño de las dos ruedas volvió a la normalidad de la altura de las piernas de una persona: la bicicleta y el ciclista, más que nunca, se hacían una sola cosa. En 1888 John Dunlop había patentado el neumático (lo inventó para mejorar el triciclo de su hijo), lo que hizo mucho más cómodo y rápido el viaje en bicicleta, y hacia 1895 ya se puede hablar de bicicletas familiares a nuestros ojos.

Con estas mejoras técnicas, más el cuadro en forma de diamante, la bicicleta empezó su gran popularidad y se convirtió, por su precio relativamente bajo, en un vehículo al alcance de muchos más ciudadanos, en un medio de transporte democrático que ya no estaba reservado para los caballeros que podían permitirse tener cuadras y caballos, además del dinero para alimentarlos. Los primeros automóviles, caros y rudimentarios, perdieron casi todas las carreras con las ágiles bicicletas y, en un final de siglo xix que adoraba la técnica y la velocidad, no parecía decidido que en poco tiempo el automóvil ganaría la competencia.

Se dirá que al final el automóvil le ganó la carrera a la bicicleta y se impuso como el rey del movimiento. Pero hoy en día puede decirse que no para siempre, ni para todo tipo de sociedades. Con mil millones de bicicletas rodando por el mundo, éste es el medio de transporte mayoritario en algunas de las ciudades y países más civiles de la tierra. Durante el siglo xx, cuando no hubo guerras, la bicicleta les permitió a los obreros desplazarse a sus trabajos sin tener que pasar horas a pie en el camino de ida a la fábrica y el regreso a la casa. Émile Zola, que hacía paseos cotidianos de cuarenta kilómetros en bicicleta, escribió que era necesario enseñar a las hijas, desde muy niñas, a montar en bicicleta: eso las alejaría de las faldas de sus madres, de la educación en el miedo, les enseñaría a evitar ágilmente los peligros y a internarse solas, o con quienes quisieran, en las delicias de la naturaleza. Para este novelista, la emancipación de la mujer pasaba también por esta autonomía y libertad que daba la cicla.