Pienso que una de las mayores contribuciones del posmodernismo está asociada a su interpretación de la identidad como un concepto débil. No hace tanto que se hablaba con perfecta naturalidad del espíritu francés o del alma española, como si fueran cosas evidentes y comprobables. La puesta en duda de estas entelequias me parece provechosa. ¿Qué es un hombre? ¿Qué es una mujer? ¿Qué es un español o un puertorriqueño? Todas son preguntas importantes y no pueden tener una respuesta única.
Ahora, como cualquier otro concepto, la identidad no funciona en un vacío, sino dentro de una estructura dominada por ciertos grupos. En este sentido, es mucho más fácil cuestionar la realidad de la identidad catalana, estando convencido de la absoluta realidad de la española. Es más fácil interrogarse sobre la conveniencia de la crianza de niños por homosexuales que hacerlo sobre los heterosexuales. Muchos consideran la identidad como el problema de otro. Es común menospreciar el sentimiento nacional de una comunidad ajena, pero rara vez se toma en cuenta la solidez del sentimiento nacional propio que permite ese cuestionamiento. El nacionalismo se convierte en una mala palabra dirigida a catalanes, pero un salmantino o un madrileño tiende a no percibir y, a veces, ni siquiera a concebir, que su nacionalidad es también una producción social y no el resultado de un hecho incuestionable. En Estados Unidos, por ejemplo, el nacionalismo sólo se asocia a los extranjeros. Esto llega al punto de que, en el inglés estadounidense, el adjetivo nationalist nunca modifica a American. La ceguera es de tal magnitud que cuando se está obligado a referirse al poderoso sentimiento nacionalista de este pueblo se emplea la palabra patriotism, como si no tuviera nada que ver con lo que se le achaca a los demás.
Debo comenzar diciendo que Estados Unidos es para mí un país extranjero. Durante los pasados tres meses he estado de profesor visitante en la Universidad de Texas, en Austin. Ésta es la primera vez que vivo en Estados Unidos desde que dejé la Universidad de Columbia, en Nueva York, hace 36 años. Ésta es también la primera vez que trabajo en este país. Cuando esta entrevista se publique ya estaré residiendo nuevamente en mi país. Por tanto, mis circunstancias personales no me ofrecen una perspectiva directa sobre la nación norteamericana.
Todo parece indicar que Estados Unidos entra a un periodo mitológico. El lema de la campaña de Donald Trump, «Make America great again», se asienta en recuerdos inventados. ¿Para quién era «grande» Estados Unidos? No creo que las minorías étnicas, raciales, las mujeres, los homosexuales se sientan nostálgicos. Estados Unidos es un país muy complejo y muy grande. No es lo mismo la frontera con México que la que comparte con Canadá. No es igual Nueva York que Los Ángeles. Poco tiene que ver la vida diaria del ciudadano común estadounidense con la atracción de tantos pueblos del mundo por este país, obrada por la exportación de su cultura popular (sería más apropiado hablar de una intensísima y exitosa comercialización de ciertos aspectos, a veces muy banales, de esa cultura).
Estados Unidos tiene una enorme influencia en el mundo y por esto mismo, aunque no lo reconozca, una terrible carga ética. Ésta es, a mi juicio, su tara más grande. Reconozco además, que el encandilamiento europeo –en el que los españoles tienen lugar destacado– por Estados Unidos, me ha resultado siempre sorprendente. Estados Unidos es el único país que despierta el provincialismo europeo. Y, como todo provincialismo, es a la vez patético y enternecedor.
Las respuestas a estas preguntas podrían ser «ninguna» y «no». Sin embargo, sé que en relación a la situación de Puerto Rico hay grandes equivocaciones y una profunda ignorancia.
Puerto Rico no forma parte de Estados Unidos, sino que es una colonia de este país. En la jurisprudencia estadounidense esta precaria posición es nombrada «territorio no-incorporado». Esto significa que no se encamina a la anexión y que Estados Unidos tiene sobre él un poder colonial total.
Desde hace más de 60 años esta realidad era compensada por ciertas prácticas. Puerto Rico poseía su propia constitución, ordenamiento político y elecciones. No existía en el país una comunidad estadounidense numéricamente significativa. La enseñanza era y es en español desde los primeros grados hasta la universidad. Por tanto, la asimétrica relación con Estados Unidos no era determinante ni para la lengua ni para la cultura.
En San Juan pueden pasar años sin que me vea en situación de decir una frase en inglés. Aunque conozco esta lengua bastante bien, estoy lejos de considerarme bilingüe y de sentirme cómodo en ella. En cierto momento de mi vida, es probable que hablara mejor francés que inglés.
Hechos recientes, como una deuda impagable y el estancamiento de la situación política, que responde a un esquema de la Guerra Fría, han llevado a Puerto Rico a darse contra el muro del colonialismo estadounidense. Por lo pronto, la sociedad está en shock. Ya veremos lo que ocurrirá en los próximos años.
También quisiera destacar un hecho singular. La condición colonial de esta sociedad no le ha impedido producir una gran cultura. La enorme y distinguida producción musical puertorriqueña, la vitalidad y éxito de sus artistas en las artes escénicas, la plástica y la literatura demuestran que el país ha sido muy exitoso en su resistencia ante Estados Unidos.
De más está decir que Puerto Rico forma parte de las culturas caribeña y latinoamericana y que es un país hispanohablante. Hay millones de personas que se consideran puertorriqueñas en Estados Unidos y, en muchos casos, estos son los hijos, nietos o bisnietos de los emigrantes. Como es natural, los usos y prácticas lingüísticas de esta población no son los mismos de los de los isleños. Pero en la isla de Puerto Rico no hay inmigrantes en su propia tierra. Esa isla es el territorio nacional de los puertorriqueños tanto como la península Ibérica es el de los españoles.
Como en muchos países, la educación en Puerto Rico ha sufrido en las últimas décadas un progresivo empobrecimiento. En nuestro caso, la situación se agrava por la profunda crisis económica de la última década, que ha llevado al país a la bancarrota. Es muy probable que en el futuro inmediato las escuelas y universidades se vean afectadas muy adversamente.
He sido profesor en la Universidad de Puerto Rico por casi tres décadas. La institución está aquejada por innumerables vicios, pero continúa proveyendo, para aquellos que la sepan aprovechar, una educación de alta calidad. Prueba de ello es el éxito de muchísimos estudiantes puertorriqueños que pasan a hacer altos estudios en las más prestigiosas universidades del mundo. Igualmente, atestigua la formación cultural allí impartida el hecho de que el país exporte grandes cantidades de profesionales. En las universidades norteamericanas hay muchísimos profesores e investigadores puertorriqueños que no pueden encontrar empleo en su país. En los departamentos de español de innumerables instituciones en Estados Unidos hay presencia de académicos puertorriqueños en una proporción mayor a la de nacionales de otros pueblos hispanoamericanos.
Por supuesto que no. En todo caso, soy uno más de una larga tradición de afirmación y resistencia. No solamente esto, sino que nuestro caso es útil para observar de manera feraz al mundo contemporáneo. Un puertorriqueño consciente y culto posee pocas ilusiones, muchas menos de las albergadas por la mayor parte de los europeos. No nos pensamos en el centro del mundo y esto es una ganancia tremenda.
No soy escritor ni pensador de biblioteca. Es decir, no escribo y pienso solamente en un recinto y un tiempo particulares. Lo hago en todo momento. El material de mi trabajo son las circunstancias de mi existencia. Me desplazo, camino, observo. Mi mochila es el estuche de un instrumento que llevo siempre conmigo. En ella van mis cuadernos, mis plumas y los libros que estoy leyendo. Cualquier momento es propicio para una anotación.