Los tres volúmenes que Gómez de la Serna publicó sobre Pombo se integran en la bibliografía internacional sobre la función histórica de los cafés en el mundo occidental. Excepcional es su valor en lo que respecta al papel que los cafés desempeñaron en la cultura española de la Edad Contemporánea. Ramón, que afirmaba que había creado Pombo para «elevar la moral» de la vida literaria y artística española, le dio a su café un aire sacrosanto, de tradición castiza y ritual que entronca con la vida española del Siglo de Oro. Es más que una cuestión estilística. La sagrada cripta de Pombo, arquitectónicamente, era una capilla, ermita o convento y, a la vez, panteón. Los pombianos, que debían seguir los mandamientos de Pombo, eran los fieles «comulgantes» que asistían «a la misa secreta», oficiada por Ramón, «el sumo sacerdote», en palabras de Díez-Canedo. Según Gómez de la Serna, en Pombo «las dos columnas que hay en el centro del salón de entrada […] son de galería de cementerio, desde luego no son de café». Bajo la bóveda subterránea, de caverna iniciada, del salón principal, las mesas son como lápidas sepulcrales y los rincones como confesionarios. Hasta los negros y gruesos clavos de los marcos de los espejos son iguales a los clavos de Cristo en la cruz. Los congregantes de la santa hermandad que oían la predicación de Ramón participaba de un jubileo sagrado y de un jubileo profano. Para Gómez de la Serna, que juzgaba que Pombo constituía el «antro central», el café era un lugar público o ágora, a la vez que una sinagoga, un claustro de canónigos, una archicofradía por él presidida. Interesante es constatar «que, si no hubiese existido Pombo, quizás habría escogido el café del Sotanillo, como sitio de reunión, como la nave masónica lo bastante apropiada al caso, con bastantes signos de la liturgia como obra arquitectónica del gran arquitecto».
Así pues, es significativa la arquitectura compacta y un tanto aplastante de Pombo, de anchas paredes, de bóvedas y arcos. Ortega y Gasset afirmó que era la última barricada de los últimos liberales. Local en el cual, según Ramón, «se han fraguado ya treinta años de convivencia bohemia y literaria» en veladas sabáticas, un fortín formidable que se fue artillando hasta hacerse inexpugnable. En los textos de Gómez de la Serna, Pombo era una trinchera, un bastión, una casamata capaz de resistir los más intensos bombardeos. En el citado Nuevas páginas de mi vida. (Lo que no dije en mi «Automoribundia»), al final de su existencia, escribe desolado: «Allí donde hubimos de encontrar un refugio contra las guerras que padeció el mundo —pues sus muros habrían resistido la atómica— se establece la nueva baulería y maletería de Pombo». Las dos guerras mundiales y la Guerra Civil española, tal como reconoce Ramón, los han «hundido mucho y ha descompuesto […] [sus] vidas por tres veces». Con el tiempo, el café, que había sido el «refugio en el que estar reunidos durante el bombardeo de aquellos primeros tiempos de incomprensión para el nuevo modernismo», desaparecía. El escritor, tan propenso a meditar sobre la muerte que se hace palpable, o más bien visible, en los espejos acerados de los cafés, piensa en las exequias y postrimerías no sólo de su café, sino también de su propia persona, de su yo tan cansado y olvidado en soledad en Buenos Aires.
Cuando en su Automoribundia Ramón hizo el arqueo de su liderazgo como escritor y presidente de la tertulia de Pombo, afirmó: «He asistido a la creación literaria como a una fiesta de verdad y fantasía y sin notarlo se me ha pasado más de medio siglo». Sin duda, tanto a través de sus libros y sus greguerías como a través de sus peroratas en la sagrada cripta, Gómez de la Serna influyó enormemente en las generaciones posteriores a su paso por este mundo. Los humoristas de los años veinte y treinta del siglo pasado son un testimonio fidedigno del ramonismo. Un ejemplo genial es el de Enrique Jardiel Poncela, al cual dedicó su último libro sobre Pombo y del cual hizo por escrito los mayores elogios. Ahora bien, no todos los escritores coetáneos de Pombo estuvieron de acuerdo con Ramón y sus tertulias. El primero fue el ultraísta Rafael Cansinos Assens, que, al principio, se consideró como uno de los fundadores de la tertulia y escribió, en 1915, su panegírico en el Salmo del viejo café, templo de «Antigüedad sagrada», «caverna», «sinagoga» oculta y faro o guía de autores noveles. Cansinos, que tenía la misma edad que Ramón, pronto se convirtió en su rival y detractor, al igual que en el Siglo de Oro hicieron Lope de Vega con Cervantes y Góngora con Quevedo. En la querella entre ambos, Gómez de la Serna calificó a Cansinos de «pobre figura», de renegado, desleal y «profeta» judaico, «huesudo y majarro». Aunque Ramón consideraba que Pombo estaba «abierto a todos», recibió el desdén de algunos jóvenes escritores, como el granadino Francisco Ayala, autor de un texto sobre los cafés en el almanaque de Madrid de 1928 y del libro Recuerdos y olvidos (1982). Mencionamos, asimismo, por su doble apreciación, al humorista madrileño Antonio Robles. En la novela El refugiado Centauro Flores (México D. F., 1966), hay un diálogo en el cual al personaje, que no le gusta Ramón Gómez de la Serna, le responde su interlocutor: «Y a mí. Mira: no se lo digas a nadie, a mí no me es simpático; no me era grato su empeño de ser el cacique de sus tertulias en el café de Pombo. Pero en este momento, acaso, lo considero el escritor hispano más trascendental; el más imitado». Indudablemente, Ramón era entonces el literato más reconocido y, a veces, envidiado. Al final de su vida fue un solitario. El escritor, que vio truncada su existencia con la Guerra Civil, nunca adoptó una posición política definitiva. Anticomunista, según sus propias palabras, era un autoexiliado que, en sus últimos años, no conoció los honores sociales más altos, como ser académico, o recibir, como llegó a pensar y le hubiese gustado, el Premio Nobel.
En el año 1986 la editorial Trieste reeditó los dos volúmenes, Pombo (1918) y La sagrada cripta de Pombo (1924), con sendos prólogos de Andrés Trapiello y un útil índice onomástico, que es como el censo de todos los pombianos. En el prólogo de La sagrada cripta, Trapiello categóricamente afirma que «En Pombo, la botillería de la calle Carretas, no se hacía otra cosa que matar el rato con mucha candidez. Allí se proscribía cualquier asomo de seriedad y hasta las ideas tenían todas el fulminante de las ocurrencias». Para concluir, Trapiello juzga que «Ramón alguna vez pensó que los parroquianos de aquella tertulia iban a formar parte de un panteón ilustre, pero, por lo general, no ha sido así. Aquella cripta, que iba para panteón, tiene hoy bastante de catacumba. Hasta el propio Ramón, que conocieron tantos, tuvo que morirse en Buenos Aires sin que lo conociera nadie, o casi».
La Villa y Corte de Madrid (desde el siglo xvi), durante el Siglo de Oro y hasta nuestros días, ha sido una ciudad en la que el ingenio literario y el estro artístico no han cesado de manifestarse. Ramón Gómez de la Serna y los pombianos han sido el exponente de la crónica de la efervescencia cultural y la algarabía siempre viva en la capital de España; como ha señalado José-Carlos Mainer, «Pombo tuvo más de ceremonia y liturgia que de tertulia libre». En el primer tercio del siglo xx, no sólo existió Pombo. El grupo de creadores de la generación del 27, el de la Residencia de Estudiantes, en la «colina de los Chopos», el llamado «Oxford español», comparte hoy de forma dual con Pombo la brillante gloria de la Edad de Plata de las artes y las letras de la España contemp
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