6) En lo social: en el matrimonio pomposo de una tía, los otros miembros de su familia lo consideran un miembro muy inferior, incluso lo confunden con un ladrón.

 

¿Qué opinaba Ribeyro de esta novela cuando la terminó de escribir? En su diario personal, La tentación del fracaso (1992-1995) el 8 de mayo de 1964, anotó: «Hay mucho que suprimir. Párrafos cursis, fatuos o charlatanes. Incluso capítulos. Sobre todo al comienzo: debo hacer de los cuatro primeros capítulos solamente dos. Hay partes buenas, inmejorables. Pero temo haberme dispersado mucho […]. En resumen, no estoy muy entusiasmado. Lejana aún la obra maestra». En noviembre de ese año, en su diario, dice que la novela es dispersa y casi disparatada. «Es la suma de varios libros. De allí la dificultad que tengo de encontrarle un título apropiado, pues el que lleva ahora es provisional», extraído de otro volumen proyectado.

En diciembre de 1964, le dice a su hermano que el título que tomaría finalmente (Los geniecillos dominicales) no encaja. Asimismo, teme que el editor Manuel Scorza, de Populibros, no se anime a publicar la novela, pues, «además de algunas escenas pornográficas, hay ataques directos a mitras y espadas».

Para el 23 de diciembre de 1965, con el Premio Expreso de Novela obtenido ese año, Ribeyro planea un proyecto más ambicioso: reescribir Los geniecillos dominicales –«a mi juicio una obra precipitada e incompleta», le dice a Juan Antonio– en tres partes: Ludo y los bohemios, Ludo y los hombres estables y Ludo y los guerrilleros, una obra de unas mil páginas impresas, pero jamás se concretó. El proyecto se frustró. El 26 de octubre de 1966, en otra carta a su hermano, considera la novela fallida, escrita sin ningún plan, pero el 8 de setiembre de 1976 cree que tiene buenos capítulos.

El libro, que se desarrolla a inicios de la década de 1950, durante el gobierno de facto del general Manuel A. Odría (1948-1956), presenta un clima social bastante violento: en la sierra ocurre una sublevación indígena que acaba con la muerte del prefecto de Ayacucho (padre de Pirulo) y, en Iquitos, el ministro de Guerra, el general Vivar, pretende infructuosamente dar un golpe de Estado. El fracaso tiñe la novela de principio a fin.

 

Cambio de guardia (1976), la tercera novela de Ribeyro, fue escrita en París de 1964 a 1966, mientras su autor era periodista en la agencia de noticias France-Presse. Su trabajo ahí –según refiere en su diario personal– era mecánico, agotador, pero bien remunerado. Al mencionar ese periodo, en setiembre de 1966, dice: «Para salir de la agencia tendría que escribir una buena obra, pero para escribir una buena obra tendría que salir de la agencia».

¿Por qué demoró una década en editarla? Ribeyro aduce que la realidad que reflejaba la novela, poco después del término de su redacción, cambió rápidamente a causa del golpe de Estado de 1968, a cargo del general Juan Velasco Alvarado, su amigo personal, quien lo incorporó en el cuerpo diplomático. La novela, anticlerical y antimilitarista, se encontró de pronto anacrónica, pues desde este nuevo régimen una parte del clero y del militarismo adoptó una ideología progresista contra la oligarquía nativa y el gran capital extranjero.

«Si la publico ahora es porque las sociedades tienden a veces a efectuar movimientos pendulares o circulares y en estas condiciones lo pasado puede ser lo futuro, lo presente lo olvidado y lo posible lo real», dice en la «Nota del autor», de 1976. El libro coincidió con otro «cambio de guardia», otro golpe de Estado. Es decir, un año antes, en 1975, el general Francisco Morales Bermúdez llegó al poder por la fuerza.

El narrador excluye fechas, pero es evidente que se inspira en el golpe de estado de Manuel A. Odría. El libro trata de lo que ocurre meses antes de un golpe militar de derecha contra un gobierno civil democrático. Por su corte político, se emparenta con Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa, y cuenta con periodistas, estudiantes universitarios, obreros, militares, prostitutas como personajes.

El título original ilustra la intención del autor: El complot bisqueral. ¿Por qué «bisqueral»? Porque participan un obispo (monseñor Cáceres, quien –según el narrador– debido al carácter elevado de su rango «ya no fornica»), un banquero (Napoleón Barreola, director del Banco del Porvenir) y un general (Alejandro Chaparro, despótico, corrompido). En una conversación en el club Nacional, en la plaza San Martín, Jesús Barreola, hermano del banquero, dice acerca del presidente de la República: «A mala hora lo llevamos a Palacio. Y pensar que sólo lo hicimos para que no salga el candidato Lozano. Total, que resultó peor. Las fuerzas vivas están decepcionadas». Por ello, deciden cambiar de mandatario. Una célebre frase del poeta Martín Adán («Hemos vuelto a la normalidad», es decir, otra interrupción democrática), pronunciada tras enterarse de un golpe de Estado, se parafrasea en el texto 99.

En especial, hay seis grandes historias previas a un golpe de estado. Todas acaban, cómo no, en fracaso:

1) Una acción terrorista: el banquero Napoleón Barreola, el mayor accionista de la fábrica de ladrillos El Vencedor, decide cerrar el negocio con el pretexto de quiebra para abrir otra con una nueva razón social en Chosica. Se liquidan a más de doscientos obreros para contratar nuevo personal a salarios mínimos. Entre los nuevos desempleados se encuentra Fernando Manizales, excapataz de la ladrillera, quien poco después consigue un empleo de guardián nocturno en el club miraflorino Hawai. En servicio, cierta noche, al estallar un petardo lanzado por estudiantes universitarios, pierde un ojo. Uno de los subversivos era su hijo, Héctor, estudiante de Derecho de la Universidad de San Marcos.

2) Una huelga: los liquidados de El Vencedor, encabezados por Alejo Saldívar y el negro Anacleto Luque, realizan protestas, huelgas de hambre e, incluso, un mitin en la plaza San Martín. El presidente de la República, después de conversar con los dirigentes, promete solucionar sus problemas laborales. Se decide que la fábrica se reabra mientras continúa el juicio. Pero cuando los obreros están dispuestos a trabajar, tras dos meses de huelga, los dueños de la ladrillera les niegan el ingreso a la fábrica: se ha producido un golpe de Estado.

3) Un crimen sádico: Pipo, hijo del diputado Pedro Primo, de la Unión Socialista, es llevado con engaños por el policía Felipe, a quien consideraba su amigo, a la playa de La Pampilla, en Miraflores. Poco después, el niño es encontrado muerto, luego de una violación sexual. Sin embargo, la policía captura al negro Luque, dirigente sindical de El Vencedor.

4) ¿Un asesinato político?: el congresista Pedro Primo había sido acusado por la revista Frente de «haber recibido dinero de una empresa extranjera [la fábrica de máquinas de escribir Olimpo] para imponer un producto en una licitación pública» en la Cámara de Diputados. El director de esa revista, César Alva, quien apoya a los obreros de la ladrillera y quien tenía una amante casada con un prefecto, es asesinado misteriosamente. Recibe dos tiros en la cabeza de un tipo que huye.

5) Un peculado: en Puno, en los Andes, una terrible sequía castiga la zona. Las donaciones que llegan de Estados Unidos (toneladas de trigo, leche en polvo, medicinas, ropa y frazadas) son negociadas por César Vaca, jefe de la aduana de Mollendo, con la complicidad del prefecto Sánchez, jefe de la Comisión de Reparto. El doctor Marel aprovecha la ocasión para comprar seis mil toneladas de trigo. Otro caso de corrupción, un fracaso social más.

6) ¿Un embarazo?: cerca de Ancón, el sacerdote Sebastián Narro tiene a su cargo el albergue Martín de Porres para unas ochenta huérfanas. Una de ellas, Dorita Morales, le dice a la asistenta social Teresa Paz, pareja del hijo del general Alejandro Chaparro, que su compañera Ángela está embarazada del padre Narro, pero éste recibe el respaldo del obispo, monseñor Cáceres, declarado anticomunista.

Una de las ideas de Ribeyro era enlazar personajes disímiles. Un caso emblemático es cuando el hijo del capataz de la ladrillera, debido a las protestas callejeras, integra una comisión que dialoga con el presidente de la República en el Palacio de Gobierno.

Otro pensamiento que se quiere transmitir es que las cosas están gobernadas por el azar, el cual –según un personaje– es un «viejo demonio tan presente y tan menospreciado por los racionalistas». Por ejemplo, el negro Luque es acusado de violar y asesinar a un niño sólo porque un vendedor ambulante lo vio por la escena del crimen. ¿Qué habría sucedido si no hubiera caminado por ahí? Sin embargo, ese encuentro fortuito motivó que lo inculparan de un hecho terrible. Fue una mala fortuna estar en el momento incorrecto.

Por último, se trata de señalar que es difícil conocer la verdad en determinadas circunstancias. ¿Fue Felipe el asesino? Por otro lado, ¿el director de la revista Frente recibió dos balazos que acabaron con su vida por una cuestión política o por un asunto de faldas? ¿Las huérfanas del albergue eran abusadas sexualmente por el padre Narro o eran unas histéricas? El lector queda frustrado aquí también: difícil saber la verdad.

Ribeyro calificó esta novela de inferior en comparación con las dos anteriores, pese a que algunos de sus amigos tenían una opinión contraria. No obstante, en este libro se ofrece una mirada penetrante acerca de los hilos que conducen el país. Los gobiernos democráticos en el Perú, por desgracia, no siempre tuvieron continuidad. Y ello es otra muestra del fracaso republicano.

En una entrevista de 1992, Ribeyro reflexionó:

«Lo esencial en mis relatos es que tanto unos personajes como otros siempre son víctimas de un chasco. Lo esencial en mis relatos obedece a una estructura en la que el protagonista sufre un chasco, algo que no le sale bien, algo que frustra sus deseos. Es una especie de desajuste entre lo que imagina, entre lo que aspira y lo que realiza.»

 

Esta constante, como se ha observado en este estudio, se expresa claramente en sus novelas. Ya lo dijo el autor en otra entrevista de 1986:

«El hecho de no poder perdurar, de no poder ser “eternos”, para emplear esa palabra pomposa, hace que la vida en sí sea un fracaso. De tal forma que, ubicados en ese marco general o filosófico, mis personajes sombríos o frustrados son explicables. Además, pertenecen a un mundo gris. La frustración, en esta sociedad peruana que yo conocí y viví, era el tono de las clases medias y populares. Claro que también había gente que triunfaba, pero no es interesante escribir sobre los triunfadores. No se puede decir nada de la gente feliz. Si uno lee, por ejemplo, los cuentos para niños, llega al fin de las peripecias y a una especie de desenlace lapidario: “Se casaron y fueron muy felices”. Ya no se puede añadir algo más, porque donde irrumpe la felicidad empieza el silencio.»