POR ADOLFO SOTELO VÁZQUEZ

«Algunas de estas mujeres de posguerra que escribieron sobre la “chica rara” eran, a su vez, chicas a las que alguna vez los demás habían llamado raras, en general porque se juntaban con chicos raros. De extracción casi siempre burguesa y provinciana, buscaban en la gran ciudad de sus sueños, más que la aventura o el amor, un lugar en la calle y en el café y en la prensa junto a sus compañeros de generación. Y la verdad es que muchas lo consiguieron. En ninguna época de la historia de España se han publicado tantas novelas firmadas por mujeres como en las tres décadas que abarcan de los años cuarenta a los sesenta. Novelas de una venta aceptable y, muchas veces, avalada por la concesión de un premio literario prestigioso, aunque ninguna terminase con el beso final de rigor».

CARMEN MARTÍN GAITE, Desde la ventana, 1987

 

I

Se anuncian las fiestas de una ciudad provinciana en el mes de septiembre de cualquiera de los primeros años de la década de los cincuenta, y una joven de familia acomodada está escribiendo en un cuaderno sus impresiones diarias. Son poco más de las nueve de la mañana; Candela, una chica con uniforme de limpieza, está extrañada porque Natalia, pese a la «música de pitos y tamboril» del exterior no sale al balcón. La llama y Natalia, tras desperezarse, «levantó un poco el visillo». En este punto se inicia una novela, cuya historia y cuyo relato, además de ser contumaz testimonio del presente —los años cincuenta—, son una proyección en la futura trayectoria novelística de Carmen Martín Gaite, que habría de afianzarse con novelas tan relevantes como Retahílas (1974) y El cuarto de atrás (1978), y más adelante en la serie de novelas que ven la luz en la década de los noventa, empezando por Nubosidad variable (1992).

Entre visillos (1958), novela ganadora del Premio Nadal de 1957, tiene el denominador común de otras iniciales producciones de los narradores del medio siglo, Aldecoa, Fernández Santos o Ana María Matute: su inspiración en las mediocridades de la burguesía de posguerra, que en caso de la novela de Carmen Martín Gaite se circunscribe a la óptica realista de la estrechez de la vida provinciana. El crítico más oportuno y más brillante de la novela a su aparición, Antonio Vilanova, escribía en Destino (15-III-1958):

Este empeño de veracidad y realismo, aplicado con un riguroso prurito de objetividad a la vida cotidiana y vulgar de un grupo de amigas de la buena sociedad provinciana, en el marco de una vieja ciudad castellana, probablemente Salamanca, y el deseo de dar por vez primera autenticidad humana y calidad literaria a un mundo desolado y melancólico, que existe en todas las ciudades de España, es, sin duda, el que ha inspirado a Carmen Martín Gaite la excelente novela que hoy comentamos.[1]

 

Es evidente que en esta novela la calidad de testimonio de un mundo provinciano cerrado por el que deambula una amplia gama de personajes femeninos es indisputable, pero como la propia novelista ha dejado entrever al revivir su relación con Ignacio Aldecoa en un libro memorable, Esperando el porvenir (1994), esa calidad no es la única, ni quizás sea la más apasionante en una lectura actual de la novela. Carmen Martín Gaite, analizando los cuentos de Aldecoa, indica cuál es la cantera de la inspiración del narrador vasco y, a la vez, señala cómo su pupila narrativa se adentra en los escenarios interiores:

Las mezquindades de las burguesía de posguerra, anquilosada en sus prejuicios y temerosa de cualquier mudanza, nos suministró a los prosistas de entonces una gran cantera de inspiración. Yo sigo siendo mencionada por mucho como la autora de Entre visillos, mi novela de 1957, y a mucha honra. Pero en el caso de Ignacio, no sé si la crítica ha explorado con suficiente atención lo que supuso para él, tan entendido en el asunto, meterse en algunos comedores y cuartos de estar a espiar unas conversaciones donde más tarde o más temprano alguien acababa arrugando la nariz con desconfianza.[2]

 

Basta trasladar ese deber crítico desde Aldecoa a la propia autora de estas palabras, para preguntarse qué supuso para Carmen Martín Gaite ese continuado dar cuenta de forma objetiva, a través de un extraordinario empleo del lenguaje coloquial, de la pequeñez abrumadora de las conversaciones de un grupo de personajes ordinarios y sin especial relieve de una ciudad de provincias. Creo que en la respuesta está la calidad de proyección de Entre visillos en la narrativa de Carmen Martín Gaite, porque aunque la novelista se mueve con tino en el neorrealismo, lo periférico de su posición en dicho dominio estético se corrobora por la apuesta que hace en la novela por un tema —la búsqueda de la verdadera comunicación— y por unos procedimientos del relato —tales como el diario o la narración en primera persona— que se consolidarán en su novelística posterior hasta el punto de convertirse en parte de las señas de identidad de su universo narrativo.

Entre visillos tiene hoy —sesenta años después de su publicación— una doble calidad: la de ser un eslabón de la novela testimonial y objetiva que tan cara fue a los novelistas del medio siglo, y la de proyectar hacia adelante unos aspectos narrativos y unas preocupaciones temáticas esenciales en el quehacer de Carmen Martín Gaite.

En la agria e injusta reseña que Ortega y Gasset dedicó a la novela de Gabriel Miró, El obispo leproso (1926), el gran maestro plantea un problema acerca de la representación de la realidad en la novela que me parece particularmente pertinente para desentrañar la doble condición de testimonio y de proyección de la novela de Carmen Martín Gaite. Ortega postula para el novelista que busca en la novela representar realidades dos obligaciones de diferente dificultad y de distinta jerarquía. La primera obligación, si de representar señoritas provincianas se trata, es que la novela no se convierta en un artefacto caprichoso y delirante, y para ello el novelista «no tiene más remedio que contar con lo típico». Es decir, el lector debe sentir como verosímiles a los personajes, remitiéndolos a su clase: una señorita provinciana participará en alguna manera de la clase o especie «señorita provinciana». Es el pacto de la verosimilitud que obliga a la novela a no presentar continuamente personajes heteróclitos sino queremos ver desvanecerse por completo la verosimilitud.

Pero lo real, que, por cierto, en el universo de Carmen Martín Gaite no niega nunca la fantasía, tiene una plenitud maravillosa e inagotable que no puede quedarse en la representación artística de lo típico, de lo común, de lo ordinario. Todo espíritu alerta —dice Ortega— «aun sintiéndolos dentro de sí, menosprecia esos tipos y percibe su sordidez, su falseamiento, su convencionalismo». Y por ello tiene una segunda obligación decididamente más importante y en la que radica su esfuerzo genuino. Si el novelista quiere presentarnos a un personaje femenino que es una señorita provinciana, es preciso que cree sus rasgos individuales pero, sobre todo, tiene que crear un tipo, una idea genérica de ser señorita provinciana más aguda que la vulgar. El verdadero talento del novelista está en la creación de una muchacha de provincias más exacta, más recóndita que la que la mirada vulgar puede atisbar:

En suma, el novelista, si se quiere, tiene que copiar la realidad; pero en ésta hay estratos superficiales y estratos hondos a que aún no había llegado nuestra mirada. Es buen novelista quien posee perspicacia bastante para sorprender estos estratos profundos y gracia suficiente para copiarlos. La novela es casi ciencia: quien no sepa de la vida más que lo vulgar, lo tópico, fracasará irremisiblemente. Una monja de novela tiene, claro está, que ser monja; pero de una monjedad inaudita hasta entonces y mucho más verídica.[3]

 

El lector de Entre visillos asiste a las idas y venidas de unas señoritas provincianas que —en el más estricto valor de lo típico, emparentable con la novela rosa— sueñan con el marido ideal, con el vestido blanco, con la marcha nupcial de Mendelssohn. Las rutinarias acciones de personajes como Gertru, Goyita, Marisol o Toñuca así lo atestiguan. Es el testimonio de un momento histórico captado con impecable pulcritud mediante numerosas páginas presentativas, articuladas mediante sucesivos diálogos que dejan entrever lo pacato y lo angosto de esas existencias.

No obstante, Carmen Martín Gaite ha dotado a ese universo narrativo (Pablo Klein, al margen) de un personaje, Natalia (algún otro como Julia y, sobre todo, Elvira también participarán de algún modo de ello), que encarna a una muchacha de provincias, provista de una condición genérica inaudita y auténtica, que va mucho más allá de lo tópico, y que se proyecta en la inadaptación y en la búsqueda de una comunicación sincera, de un interlocutor verdadero, que es lo mismo que decir que se proyecta en el camino narrativo de Carmen Martín Gaite.

Este segundo aspecto de Entre visillos que únicamente se puede aquilatar en su complementariedad narrativa con la vertiente presentativa de lo cotidianamente rutinario y anodino, anotado en su reseña de 1958 por Antonio Vilanova, ha sido reivindicado por la propia novelista en una conferencia incluida en Desde la ventana. Enfoque femenino de la literatura española (1987). En la última conferencia del tomo, «La chica rara», Martín Gaite recordaba la profunda impresión que le produjo la lectura de Nada de Carmen Laforet, porque Andrea era una chica rara e inaudita que se convirtió en paradigma de la mujer que pone en cuestión la «normalidad» de la conducta típica de la mujer que la sociedad mandaba acatar. Carmen Martín Gaite vincula el paradigma de Andrea con Lena, la protagonista de Nosotros los Rivero de Dolores Medio, con Valba, la adolescente retratada por Ana María Matute en Los Abel y también con Natalia y Elvira, los personajes femeninos de Entre visillos que no «viven en un entorno familiar que cuestione las normas de convivencia habituales, sino todo lo contrario. Y, sin embargo, ellas, cada una a su manera, sí lo hacen. Las dos chicas son raras y su comportamiento está presidido por el inconformismo».

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