POR ELVIRA NAVARRO
«Me pesan todos estos años inútiles, desmoralizadores, pero me vengaré. Haré que sean útiles, estimulantes, que tiemblen mis enemigos. A la menor ocasión volveré a hacer una entrada de caballo siciliano. No habrá quien me pare», escribía Mercè Rodoreda en una carta a su amiga Anna Muria en 1945, cuando la autora contaba con treinta y siete años y todavía no era la Mercè Rodoreda que conocemos hoy, sino una promesa de la literatura en lengua catalana que había tenido que huir de Barcelona en 1939 sin haberse visto especialmente implicada en el conflicto —según contó en el programa de televisión A fondo, simplemente había escrito en catalán y colaborado con algunas publicaciones de izquierdas—. Hija de burgueses y nieta de un abuelo catalanista muy amante de la literatura —tanto que hizo poner en el jardín de la casa familiar una estatua de Jacinto Verdaguer—, al exiliarse la escritora dejó atrás a un hijo pequeño, un matrimonio malogrado que acabó en divorcio y una carrera literaria en ciernes cuyos títulos —Soc una dona honrada?, Del que hom no pot fugir, Un dia de la vida d’un home, Crim y Aloma— fueron repudiados posteriormente casi en su totalidad. La autora alegó que eran fruto de las prisas y de un excesivo afán de reconocimiento. Solo se salvó Aloma.
Lo que Mercè Rodoreda pensó que serían solo unos meses fuera de Barcelona se prolongó media vida repartida entre distintas ciudades francesas y, finalmente, Ginebra. Cuando consignó la carta con la que abro esta semblanza, aún le quedaban quince años para abordar la novela que la convertiría en mundialmente famosa, La plaça del Diamant (La plaza del Diamante), escrita febrilmente entre febrero y septiembre de 1960 en Ginebra, frente a una montaña que, según sus propias palabras, lucía fea, con unas calvas que hacía que pareciera enferma. En el prólogo, añadido cuando el libro se convirtió en un fenómeno editorial, la autora afirma: «Trabajaba cegada; corregía por la tarde lo que había escrito por la mañana, procurando que, a pesar de las prisas con que escribía, el caballo no se me desbocara, aguantando bien las riendas para que no se desviara del camino. […] Fue una época de una gran tensión nerviosa, que me dejó medio enferma». Y la fuerza de esa escritura tan imperativa tras los larguísimos años de exilio, que conllevaron periodos de parálisis literaria —necesidades económicas y enfermedad mediante—, pero también un largo proceso de aprendizaje —Rodoreda compuso poemas, cuentos y algunas novelas— llega con la misma intensidad al lector de 2024, sin haber envejecido un ápice. La narración es toda músculo, tensión, vibración poética y vital con un lenguaje salido del corazón mismo de Colometa, o más precisamente de su brutal desposeimiento, que es contado con un vigor tal, de una manera tan particular e innegociable, que todavía hoy resulta asombrosa. Cuando una obra logra semejante maestría, la sensación que deja su lectura es la de una inexplicable perfección.
La plaça del Diamant cuenta la historia de Natalia, una joven huérfana de madre y con un padre que, desde que se volvió a casar, se desentiende de ella. Natalia va por el mundo como un pajarillo al que lleva el viento, sin asidero, sin saber qué le conviene hacer ni qué desea. «Mi madre muerta hacía años y sin poder aconsejarme y mi padre casado con otra. Mi padre casado con otra y yo sin madre, que sólo había vivido para cuidarme. Y mi padre casado y yo jovencita y sola en la Plaza del Diamante», repite varias veces la narradora en un primer capítulo que constituye uno de los mejores arranques de la narrativa española de todos los tiempos, donde lo externo está absolutamente fundido con lo interno y se despliega a la manera de un paisaje impresionista que absorbe, y ocupa, a una protagonista que parece flotar en las circunstancias o esperar a que la rifen, de la misma forma que a las cafeteras en el baile de la Plaza del Diamante. Allí su vida va a cambiar para siempre tras conocer al Quimet, su futuro marido y fuente de innumerables desdichas. A partir de su noviazgo, no habrá nada que Natalia pueda decidir, ni siquiera el que la llamen por su nombre. Se convertirá en Colometa, un apelativo que entraña un destino y una simbología que adquirirá cuerpo en el libro cuando Quimet decida montar un palomar en la terraza de la vivienda familiar y dejar acceder a las palomas hasta el piso. Natalia ya no podrá usar su terraza y tendrá la casa invadida de palomas, de los frijoles con los que las alimentan, de sus cacas y sus arrullos. La agobiante situación funcionará como un heraldo. Con la guerra civil, Colometa perderá a su marido y casi morirá de hambre, aunque al final, y de manera milagrosa, conquistará un territorio propio.
Gracias a La plaça del Diamant Rodoreda obtiene un reconocimiento mundial, con traducciones a más de cuarenta idiomas. Curiosamente, no es esta cumbre de la literatura en lengua catalana la que se llevó más galardones, sino la siguiente, El carrer de les Camèlies (La calle de las Camelias), que obtuvo el Premio Crítica Serra d’Or de novela, el Premio Sant Jordi y el Premio Ramon Llull. Aunque El carrer de les Camèlies no es mejor que La plaça del Diamant, se trata igualmente de una narración maravillosa, de altísimo nivel, en la que el tema de la desposesión constituye una premisa más absoluta, como si con Natalia la autora no hubiera podido ir hasta el final de lo que significa no tener nada. Aquí la heroína es Cecilia, abandonada siendo niña en una bonita casa con jardín de la que, incomprensiblemente, se escapará para vivir en una chabola y luego como la querida de unos hombres de los que dependerá hasta la náusea, lo que dota a la novela de un carácter alucinado y perverso.
En lo que constituye su segunda obra maestra, Mirall trencat (Espejo roto), la desventaja social de una de sus protagonistas, Teresa Goday de Valldaura, se convierte en una fortaleza gracias a un instinto vital envidiable. Teresa, que es una humilde pescadera, se desclasa casándose con un viejo rico, y la novela se convierte entonces en un retrato de la alta burguesía catalana con varios personajes principales que abarcan tres generaciones. La narración comienza morosamente, sin rebasar los usos y costumbres de los pudientes, y hacia la mitad comienza la magia gracias a los nietos de la matriarca, Jaume, Ramon y Maria, que se adueñan de la novela a partir de dos hechos trágicos, ambos acaecidos en un magnífico jardín cuajado de flores dotadas de enorme simbolismo —la autora amaba las flores y dejó constancia de ello en sus libros—.
Rodoreda tiene otras obras muy notables, como La meua Cristina i altres contes (Mi Cristina y otros cuentos) o La mort y la primavera (La muerte y la primavera), pero las mejores son las tres reseñadas aquí, que a mí me han brindado horas de absoluta dicha. Invito a los lectores que aún no se han acercado a la escritora a que corran a hacerse con alguno de estos libros. No se arrepentirán.