POR NATALIA GARCÍA-FREIRE

Fotografía de María Rodenas Sainz

La primera vez que vi a Giuseppe Caputo fue en un restaurante en Bogotá. Habíamos quedado para cenar con Fernanda Trías e Ivonne Alonso Mondragón. Yo me sentía como la niña que tiene permiso para sentarse en la mesa de los mayores. Y escuchaba, sobre todo, a Giuseppe que no paraba de contar historias. Comimos lentísimo porque él no paraba de hablar y nosotros estábamos como hechizados. Una de las historias era trágica, había sucedido en el edificio donde él vive, e iba sobre una mujer y su hija que había muerto justo después de una pelea terrible entre las dos. Si intento contar ahora la historia no lo voy a conseguir, la voz de Giuseppe tiene algo de abracadabrismo, como el chiste: un pequeño desliz, como explica Andrés Barba en su Risa caníbal, un pequeño cambio y la magia no se produce. Pero a veces cierro los ojos y es como si viera el edificio, un edificio antiguo, señorial en el que viven personajes inverosímiles, y más que verlos los escucho naciendo de la voz de Giuseppe porque él los crea mientras los cuenta; Giuseppe abre la boca y todo aparece: se hace la luz, y las flores, la noche y la risa.

Giuseppe cuenta historias y ríe, ríe con los ojos, como me decía mi abuela que se ríen solo los que tienen ángel, «no lo sé, hijita, Celia Cruz, Buster Keaton, Angélica María», pero abuela, Buster Keaton casi ni se reía, «se reía para adentro, como los que tienen ángel y no andan preguntando todo».

Volví a ver a Giuseppe Caputo en Barcelona. Nos reímos mucho otra vez, nos reímos a carcajadas. Había una fiesta. Adentro, la gente bailaba salsa, fuera, estaban Giuseppe Caputo y Claudia Ulloa Donoso y miraban una caracola diminuta y yo los veía reír y pensaba: van a estallar. Y no pude escapar, reí también hasta que me dolieron los cachetes.  Pensé que en cualquier momento nos íbamos a romper, bum. Como una tacita de porcelana china pasando de la estufa al refrigerador. No de la risa, sino de lo que estaba detrás, algo como la melancolía o el dolor de panza. Esa noche no nos contamos nada íntimo. No nos revelamos secretos. El secreto era ese: reír y llorar, llorar y reír, bailar, hablar de todo, de cualquier cosa y dejar que la noche nos tragara enteros.

No le deseo a nadie que conozca a los autores que ama. Yo siempre he sido mucho más fan enamorada (como en la canción de Salserín) que cualquier otra cosa en mi vida. Y cuando conozco a un autor o autora soy la peor versión de fan enamorada que hay. No consigo ver a la persona detrás del autor y soy la niña en la mesa de los mayores que quiere demostrar que merece estar ahí. No le deseo a nadie que conozca a los autores que ama, excepto si ese es autor es Giuseppe, porque no hay un autor y una persona, es una sola cosa y la misma. Y es tan real que uno tampoco puede esconderse. Y no hay mesa de mayores. Somos todos niños, como los niños del autobús en el cuento de J.D. Salinger (a quien no habría querido conocer jamás), escuchando un nuevo episodio de El hombre que ríe, una historia portátil que uno puede llevarse a casa, como dice el narrador del cuento, y meditar en la bañera mientras el agua se riega, se pone fría, el alma y el cuerpo.

Giuseppe abre la boca y entrega cuentos para escuchar en la bañera mientras el agua se va escurriendo o lo que se escurre es uno hasta desaparecer por el desagüe. Y lo mismo esas historias son las que él ha vivido o son parte de algún libro de Albert Cohen, de la Biblia o de telenovelas, de la Rosa de Guadalupe, de Cara sucia, De agujetas de color de rosa. Nadie habla de telenovelas como Giuseppe Caputo. Podría escucharlo por horas hablar sobre el cuartel de las feas o el amor de Don Armando desarmando la lucha de clases que propone en un principio Betty, la Fea, que es como una protagonista de cuento de hadas; Don Armando la besa, deshace el hechizo, el bosque pierde su silencio y la princesa pierde para siempre su calma. El hechizo se rompe y empieza el sometimiento, pero eso no lo vemos. Las telenovelas acaban siempre con el triunfo del amor sobre todas las cosas. Tampoco lo queremos ver, para eso vemos telenovelas, porque sabemos truco, entendemos el engaño, pero como diría Giuseppe: se llora bueno. Y ya casi nadie sabe llorar bueno, con hipos, con dolor de pecho y ganas de arrojar servilletas arrugadas a la televisión, como cuenta Giuseppe que hacía Margarita, la señora que trabajaba en su casa y con la que él miraba telenovelas.

Y son muy pocos los autores que aceptan tanto esa herencia popular latinoamericana en su propia obra y en su vida. Manuel Puig, Pedro Lemebel, Marvel Moreno o mi amada Rosario Ferré, autores y autoras que no rehúyen del melodrama, lo magnifican. Giuseppe dice en una entrevista que adora la llamada música para planchar, el merengue, las baladas, las rancheras. Y yo lo imagino en ese desgarro de un vallenato o una ranchera cuando el amor se hace odio y se hace ira y se hace soledad y se hace amor otra vez. Magia.

En varios de los textos que hablan sobre él, se menciona una reivindicación de la ternura, una ternura radical. Por no repetir, diría que Giuseppe sabe que en el fondo somos todos un reguero de sentimentalismos, que el mundo está lleno de niños en la bañera que no saben llorar y hombres que no saben reír.

¿Cómo se imagina el mundo en cien años?, le preguntan a Caputo en una entrevista.

Huérfano, responde.

Como los mundos que él crea, con un poquito de ingredientes de telenovela, de cuento de hadas y de novela de Dickens, de filosofía y de calle, mucha calle y la risa y el llanto de nuestras madres planchando, llorando y mirando en la televisión a heroínas pobres y villanas ricas y poniendo en esas historias toda su fe.

Manuel Puig en Boquitas pintadas dice que no siempre los ángeles son hermosos, a veces, asustan. Giuseppe es hermoso y asusta. Existe locamente. Existe: es la noche cubriéndote con su luz negra de Un mundo huérfano y también el mar y las olas de la Barranquilla de su infancia; y es la Calle de las Luces de Estrella Madre y es la ruidosa y caliente envoltura de las carcajadas de las que hablaba Buster Keaton. Como si la risa fuese un amparo, una forma de estar con el otro. O la única.

La última vez que vi a Giuseppe me contó que iba a Italia a conocer el pueblo de su padre. Como Juan Preciado, dijo, y rio.

Giuseppe es el hombre que ríe y nadie escapa de la risa, excepto, quizá, los que nunca han sido tragados por la noche.

Total
2
Shares