POR  ANDRÉS BARBA

Entre todas las redes sociales, Instagram ha resultado ser -o ha acabado siendo contra todo pronóstico- un extraño lugar de resistencia literaria en dos variantes relativamente reconocibles: la comercial y la privada. La comercial con sus miles de fotos de portadas en distintas situaciones (junto a platos o bebidas o frente a playas idílicas y sofás con hogueras recién encendidas) reproduce el concepto atomizado de escaparate gourmet, y la privada se ha concentrado en la imagen de la página subrayada. Esas dos formas de pervivencia -social e íntima- están sin embargo atravesadas por una falta total y absoluta de contexto, algo que constituye paradójicamente una de las condiciones sine qua non de la experiencia de lo literario. En ausencia de un contexto que nos permita dirimir la importancia o banalidad de esos subrayados, de ponerlos al menos en relación con otra cosa, las representaciones de esas portadas y esos fogonazos de experiencias lectoras ajenas están condenados a devorarse a sí mismas y, en última instancia, a desintegrarse como experiencia. Es decir, la única red social que parecía haberse acercado a lo literario, no ha hecho más que crear un significante vacío y autorreferencial que lo excluye. No es más que un espacio en el que parece que se produce algo, pero solo a costa de completarlo con nuestra proyección fantasmática.

En Contra la tentación populista Zizek ofreció un buen ejemplo de ese tipo de significantes vacíos: la «Oda a la alegría» del último movimiento de la Sinfonía n.º 9 de Beethoven. En Francia, Romain Rolland la elevó a la categoría de oda humanista a la hermandad de los distintos pueblos («la Marsellesa de la humanidad»), pero en 1938 se la interpretó como momento culmen de los Reichsmusikstage, y se sabe que sonaba habitualmente en el cumpleaños de Hitler. Durante la revolución cultural china, en medio de una atmósfera de rechazo hacia todo clásico europeo, se la redimió como una pieza de la lucha de clases progresista. Hasta los años 70, durante la época en que los equipos olímpicos de las dos Alemanias tenían que presentarse como uno solo, fue el himno que sonaba cada vez que un deportista lograba una medalla de oro, pero también el régimen racista de Ian Smith en Rodesia la transformó en su himno nacional. Podríamos imaginar -afirma Zizek- una interpretación de la «Oda a la alegría» en la que los enemigos más encarnizados, de Hitler a Stalin y de Bush a Saddam, olvidaran sus diferencias y participaran de un mismo momento de extática fraternidad escuchando esos compases, cada uno pensando en una cosa diferente.

¿No se parece un poco esa condición de significante vacío de la música de Beethoven a (y estos ejemplos son literalmente ciertos) la portada de Los cantos de Maldoror junto a un daiquiri, una foto de La Náusea junto a un plato de mejillones, o El viaje al fin de la noche junto a la mesilla de noche en una luna de miel en Camboya? Si fueran literales -o literarias- esas imágenes serían estrictamente cómicas, pero como no lo son, o no lo intentan, no cabe otra respuesta que la de que han sido vaciadas. Y ni siquiera las imágenes con subrayados tiene una condición literaria. Sin conocer los motivos que han llevado a esa persona a subrayar el texto, hasta la emoción que puedan producir en nosotros tendrá siempre una condición espectral. Si nos emocionan será, al fin y al cabo, por otros motivos, los que nos incumben a nosotros, y nunca sabremos si son coincidentes con los de la persona que los ha posteado. Emocionan, si acaso, como texto sin contexto, un texto en el que no hay antes ni después, puro epigrama, y en el que por tanto nunca sabremos si estamos solos o acompañados. La paradoja literaria con respecto a las redes sociales es, al fin y al cabo, esa ficción asumida: realizamos la representación de una comunicación como si creyéramos que esa comunicación es posible (a pesar de que sabemos que no lo es), hablamos de libros en Instagram, a pesar de que sabemos que ninguna experiencia remotamente literaria puede producirse, pero lo hacemos como si nuestra fe fuera suficiente para crear una nueva realidad en la que sí se produjera esa experiencia. La literatura sucede solo en ese espacio proyectado e irreal en el que nunca llega a ingresar en la red social, en buena medida porque de algún modo el mismo acto de la lectura es esencialmente hermético (solo podemos ver los ojos que leen, no su lectura, como diría Barthes).

Pero si hay algo que resume a la perfección esa condición vaciada de lo literario en Instagram es ese tipo de imágenes en las que se utiliza la portada de un libro para hacerla coincidir con un objeto correspondiente en el mundo real, en las que -por ejemplo- a una portada que es la mitad del rostro de una persona, se une la otra mitad del rostro de la persona real, o una portada con una playa continúa mágicamente, como en una fantasía de Escher, en una playa real idéntica. Perfecto resumen del vaciado, el libro se convierte entonces en lo único que puede ser en Instagram: paisaje u objeto. Como en el Oda a la alegría, solo nosotros suplimos lo que ha sido vaciado con los réditos literarios de nuestra mirada y nos emocionamos de otra cosa, del recuerdo -tal vez- de una lectura real.

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