Si en la tragedia de Shakespeare los fantasmas atormentan a Ricardo III, en las novelas de Javier Marías son los hechos —la ausencia de certeza sobre ellos y la imposibilidad de enmendarlos— los que persiguen al que narra, al que escribe y a quien lee. Mañana en la batalla piensa en mí, su octava novela, es una de las muchas catedrales literarias que Marías construyó, piedra sobre piedra, como quien encuaderna en un edificio todos los le que antecedieron. Marías piensa a la vez que escribe, convierte en un ser vivo y poroso a quien lo lee. Sus libros contienen otros libros, como un tesoro que contiene otro tesoro.
Lejos de cualquier beatería, voluntarismo o magisterio, su prosa tiene en quien lee el efecto del viento al rozar la superficie de los océanos: agita. Por eso, en la literatura de Javier Marías toda página es oleaje. Acerca y aleja a los escritores que lleva dentro. Quién puede resistirse en Berta Isla a esa ceniza que tizna la manga de los Cuatro cuartetos de T.S Eliot. Quién es capaz de hacer oídos sordos al vals Kupelwieser, de Schubert, que citó para enunciar la ausencia de Juan Benet. En todo cuanto cuenta Javier Marías siempre hay un enigma por despejar, una inmensa distancia por acortar. El espía, el doble, el ausente, el que miente, el que huye, el que regresa existen a través de una bitácora lectora que el propio Marías evoca.
Ya lo dice Bertram Tupra a Nevinson en Berta Isla: somos como el narrador en tercera persona de una novela, se ignora por qué sabe lo que sabe y por qué omite lo que omite. Ese es el principio que rige los libros de Marías. Aun ejerciendo de tales, sus narradores participan de la incertidumbre del lector, la propician. Su tercera persona es una membrana más dentro de la ficción: vacilan porque conducen al hallazgo a través de la deducción literaria. Si en su Corazón tan blanco bebía del Macbeth de Shakespeare, en Mañana en la batalla piensa en mí se convirtió en abrevadero de la tetralogía histórica isabelina para quienes no la habíamos leído ni entendido.
Jugar con papel
Ante la imposibilidad de contar, lo dijo en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, Marías opta por el juego, por el lenguaje como trampantojo. En aquella ocasión, citó a Stevenson para iluminar esa clave: «No digáis de mí que, débil, decliné / los trabajos de mis mayores, y que huí del mar, / de las torres que erigimos y las luces que encendimos / para jugar en casa, como un niño, con papel». En su biblioteca, Marías conservaba una colección de soldaditos de plomo y otras figuras: hombrecitos que leen apoyados sobre el canto de sus libros o viajeros minúsculos. Repartidos en sus estanterías, y como él mismo admitió, esas miniaturas metaforizaban la acción de escribir. Eran la recreación del juego mayor: el de quien se queda en casa, modificando el destino de otros en una historia, o cambiando de lugar las figurillas de su biblioteca.
En las novelas de Javier Marías resuenan todos los estremecimientos: el sexo, la duda, la incertidumbre. Lo hace justamente por el peso del lenguaje como detonador y grieta en un gran vidrio. Por eso, para alguien que escribió tan intensamente sobre el engaño y el olvido como él, la muerte es un lugar definitivo desde donde ser leído. Su naturaleza como traductor lo convierte ante sus lectores en un tanteador e intérprete del mundo propio y ajeno. El Javier Marías escritor es un lector que excava, que arranca de una piedra la primera que alguien talló. Por eso en sus libros la soledad es perfecta, porque resume todas las que le antecedieron. Las sintetiza.
Para mostrar a los personajes en toda su complejidad, Marías se valió de la capacidad de exprimir sentido de quienes leen dentro de sí mismos y a través de los demás. «No puedo dejar de existir mientras todas las otras cosas y las personas se quedan aquí y se quedan vivas y en la pantalla otra historia prosigue su curso» piensa Víctor Francés ante el cuerpo sin vida de Marta Téllez en Mañana en la batalla piensa en mí. Pocas veces un cuerpo que desfallece antes de darse a otro ha dado pie a tantas preguntas.
La ausencia
Javier Marías, como Nabokov, repasa la zanja de lo vivido. Es un explorador de la memoria. Aseguraba que no hizo jamás una segunda versión de sus novelas, porque estas se rigen por el principio de la vida, en tanto aquello que sucedió o nos hicieron. Por eso en su literatura todo responde a la pulsión del que regresa sin avisar o se marcha. Del que miente, se oculta, persigue o es perseguido; del que no puede darse del todo a otro o del que jamás será posible saber algo. Esos mecanismos de ocultación se construyen en el sillar de sus lecturas y en el lenguaje como la mayor de las pesquisas. Es lo que ocurre con la narración de la historia Jaime Deza en la trilogía Tu rostro mañana. Supervivientes, cobardes, incompletos, borrosos, casi todos los seres de su obra tienen un aire de familia que se expresa en la «La canción de Lord Rendall», el relato de aquel que regresa de la guerra tras años de campaña y encuentra que ya nadie lo espera, el mismo que retoma en Los enamoramientos al citar El coronel Chabert, la novela corta de Balzac. Ambas historias están protagonizadas por seres que descubren que ya los han olvidado. La idea del ausente es casi una alegoría en su obra. Como Ulises, el primer viajero y el primer gran ausente. Todo en Javier Marías nos lee y nos conduce a leer a otros. Sus obsesiones son permutaciones de sus lecturas.
Reino de Redonda
Su naturaleza no es metaliteraria, porque la literatura forma parte orgánica de su creación novelística. En Corazón tan blanco, que escribió con 40 años y seis novelas ya publicadas, depuró los temas esenciales de su obra: el secreto; el camino de quienes intentan descubrirlo; la memoria y la reconstrucción de aquello que fue y el uso del lenguaje como una corriente que alimenta y robustece el cauce de sus novelas río. A eso se dedicó Javier Marías en sus libros: escribir hasta exprimir, llegar a la palidez de los cobardes por la vía de la acción narrativa. Son el producto acabadísimo de sus hallazgos como traductor, oficio con el que obtuvo el único premio Nacional que aceptó y le fue concedido por su versión de Tristram Shandy, de Laurence Sterne. Suyo es el cetro de Reino de Redonda, esa editorial que fundó en 2000 y a la que los lectores deben joyas traducidas por él como El espejo del mar, de Conrad o De vuelta del mar, de Stevenson. Sus novelas y las traducciones introdujeron a los asilvestrados en el complejo edificio de Shakespeare. Enseñó a leer y comprender la lentitud de las imágenes duraderas. Instruyó a los lectores en la belleza y el juego. Nos faltará a todos vida para pagar esa inmensa deuda.