LOS SIETE ESCLARECIDOS

Hemos visto que el conocimiento sagrado se encuentra encriptado en un largo poema, una colección de mil veintiocho himnos que fueron «escuchados» por siete sabios de la Antigüedad. Los siete videntes o esclarecidos (saptaṛsi) tienen un origen legendario, en ocasiones mítico. Ellos escucharon la música original, los cantos de Ṛgveda. Según uno de los mitos, son hijos de la mente de Prajāpati y hacen su aparición cuando el ser primordial decide ir más allá de sí mismo, salir de su soledad para conocer a otros. El primogénito, se nos dice, está compuesto de los siete alientos vitales que engendrarán todas las cosas. De ahí que la creación, en la que se deshace, en la que se desmiembra y extenúa, en cierto sentido borre a Prajāpati, que no volverá a tener el protagonismo que tuvo al principio, ni en el despliegue ni en la regencia del cosmos. Esa soberanía está ahora en manos de los Saptaṛsi y de los dioses.

Los esclarecidos han acumulado un enorme poder mediante el cultivo del ardor (tapas). Pueden incendiar o deglutir partes enteras del universo y son temidos hasta por los dioses. Ese temor reverencial no impide que sean ensalzados en numerosos pasajes de la literatura. Los himnos no los mencionan por sus nombres, aunque éstos aparecen en textos posteriores, como los brahmaṇā y las upaniṣad. La lista más antigua de los la encontramos en el Jaiminiya Brahmana: Agastya, Atri, Bhardvaja, Gautama, Jamadagni, Vasistha y Viśvamitra.[15] La Bṛhadāranyaka-upaniṣad ofrece una lista ligeramente distinta. [16]

Debido a que pertenecen al tiempo original, la inspiración de los ṛsi se encuentra siempre presente, en las recitaciones y los ritos cotidianos. Inyectan continuamente su energía sobre el mundo, alentando nuevas canciones y nuevos pensamientos. Impulsan el crecimiento de las cosas, como el sol que hace girar los astros y como Savitṛ, que las lleva a su madurez. Pero no siempre son capaces de controlar su energía y también pueden arrasarlas con sus ataques de ira. Aunque paradójicamente pertenecen al ámbito de lo inmanifiesto (asat), a esas tres cuartas partes invisibles del universo donde se decide lo visible, se dice que residen en la Osa Mayor. Gracias a la incandescencia de su mente y del cultivo del ardor interno, pueden dar el salto a lo divino e incluso trascenderlo. Por eso se dice que los esclarecidos no son dioses, pero tampoco hombres. En algunos de los relatos cosmogónicos, su emanación antecede a la de los dioses. Del ardor nacen los grandes pensamientos, los inspirados himnos del Rgveda, las fórmulas litúrgicas del Yajurveda, los cantos de Sāmaveda, los encantamientos del Atharvaveda, y las grandes intuiciones y frases de las upaniṣad.

En el Ṛgveda los siete esclarecidos son tres parejas de gemelos y uno que nació por sí mismo.[17] En otros textos se dice que residen en el firmamento junto a sus concubinas, las Pléyades, a las que un amante solitario, Agni, trató de seducir. Su inmenso poder les permite desafiar a los dioses pero no siempre pueden controlar sus energías (aquí representadas por sus mujeres). En el Ṛgveda encontramos un curioso diálogo entre el ṛsi Agastya y su mujer Lopamudra, que ilustra la personalidad de la mujer védica.[18] Cansada de una larga abstinencia sexual, la esposa le reclama sus atenciones. «Me ha venido el deseo por mi toro, que de sí me aleja». A pesar de que «la vejez destruye la belleza de los cuerpos», Agastya accede, «vamos, triunfemos en ese certamen de mil mañas». La mujer deja al sabio exhausto y resoplando, que al terminar el acto amoroso se purifica bebiendo una copa de soma. El Dioniso indio, Śiva, también sedujo a las mujeres de los ṛsi, que le siguieron presas de la ebriedad. Hay una tensión esencial entre el orden del mundo (que los sacerdotes tratan de perpetuar mediante el sacrificio) y la certeza de que antes o después ese orden será derribado por la simple necesidad de la regeneración. Śiva representa ese «espíritu de la disolución» que hace temblar a los dioses.

El viaje de la mente es el viaje de un pensamiento a otro. Ese viaje puede seguir un itinerario ascendente (el que conduce a los dioses) o descendente (el que lleva a los abismos). La creación en su conjunto es el viaje de todas las mentes, que pueden en su recorrido caer en bucles, precipitarse en grutas, o encontrar trampolines que hagan posible el salto a lo incondicionado. Respecto a los primeros, el entendimiento puede convertirse en surco rayado y caer en lo repetitivo, en pensamiento único. Hoy lo llamamos obsesión, los grandes poderes, el sexo, el dinero, la comida o la violencia, crean pozos para el pensamiento y no le permiten proseguir su viaje. Los tres venenos budistas (la codicia, el odio y la estupidez) o los siete pecados capitales son una cartografía de esos pozos. Cada tradición de pensamiento tiene los suyos. La secularidad, la nueva religión de la sociedad (Pániker, Calasso) en su liberalidad los ignora para no parecer puritana o anticuada. Pero cualquiera que haya caído en ellos conoce sus peligros y se cuidará de banalizarlos. En el ámbito de los vedas, ese pozo es el vientre de Vṛta, que se ha tragado todo el soma y no permite el vuelo de la mente.

La composición del ciclo tercero de Rgveda se atribuye al ṛsi Viśvāmitra, el «amigo del cosmos», autor del célebre mantra Gāyatrī.[19] En el himno 267 de dicho ciclo el sabio y poeta acompaña a los Bharata en una de sus expediciones por el Punjab.[20] Cuando alcanzan la confluencia de los ríos Virat y Śutudri, el poeta se dirige a las corrientes, personificadas en diosas, «que saliendo jubilosas de los montes, como dos yeguas libres ansiosas de galopar, rivalizan en su carrera». «Escuchad hermanas al poeta, que viene de lejos con las carretas y carros para la batalla. Agachaos, oh corrientes; dejaos atravesar sin llegar con vuestras ondas al eje de los carros». Las aguas acceden a la petición y los carros de los Bharata pueden cruzar y proseguir «en busca del botín de vacas». El poema termina diciendo: «El poeta obtuvo la gracia de los ríos. Creced, refrescantes y generosos; llenando vuestros lechos; marchad veloces».[21]

TAPAS

En todo saber hay una especie de combustión. Las tradiciones chamánicas lo saben bien. El yoga descubrió que una de las llaves de acceso a ese calor interno era la respiración. Con el tapas puede conquistarse el mundo porque ese ardor es precisamente la energía que recorre los fenómenos, la energía creativa del mundo, la fuerza que rige los procesos de transformación continua del mundo natural. De ahí que los ṛsi sean también garantes del orden del mundo, del orden rutinario y de las catástrofes y son, junto a los dioses, los causantes de las grandes irrupciones y las grandes disoluciones.

El ardor creativo, ese calor interno generado por la contención que es el fundamento de la creación. «Todo era agua indiferencia y vacío —dice el Rgveda— y el uno surgió por el poder de su propio ardor interno». Es el origen mismo del deseo, del «semen de la mente» y se encuentra relacionado con el brillo conocimiento. Los ascetas, «cuyo vestido es el viento y harapos del color del azafrán» (X, 136) cultivan el tapas. El himno 190 del décimo ciclo del Rgveda está dedicado a tapas, el ardor interno que cultiva el asceta. De ese ardor, se nos dice, nacieron el orden y la verdad, la noche y el ondulante océano. Del ondulante océano nació el tiempo, señor de los días y las noches y de todo cuanto vive. De ese ardor, nacieron el sol y la luna, el cielo y la tierra, el espacio que los separa y la luz.

 

LA CREACIÓN

¿Dónde está la sangre de la tierra, la vida, el espíritu? ¿Quién puede acercarse al hombre que sabe, para preguntarlo?
RV 1.164.4
 

La creación es difícil y, en muchos sentidos, fallida o dolorosa. La omnipotencia del creador, como intuyó Leibniz, es una ingenuidad. Este mundo es el mejor de los posibles. En la literatura antigua, Prajāpati es la esencia de la creación y también la esencia del sacrificio. Estos dos términos, en sus primeras manifestaciones, parecen indistinguibles. Hay un poder creativo del sacrificio y un sacrificio en la creación. Prajāpati se exprime a sí mismo y se «despliega» mediante el cultivo de tapas, el ardor o calor interno que emite su cuerpo. Un concepto clave de la cosmogonía védica y que tendrá un largo recorrido en las tradiciones ascéticas. Los poros del cuerpo de Prajāpati emiten luces que ascienden para fijarse en el firmamento, son las estrellas. Entre esas dificultades, destaca la sexualidad (las primeras creaturas son autosuficientes en este sentido). Según uno de los mitos recogidos en el Satapatha-brahmana, Prajapāti, exhausto tras la creación, se trasforma en un caballo y esconde el hocico bajo tierra durante un año. De su cabeza aflora la ficus religiosa, el árbol del despertar (aṣvattha).

Los mitos más antiguos de la creación aparecen en dos libros tardíos del Ṛgveda, los más filosóficos, el primero y el décimo. En ellos encontramos algunas estrofas, no demasiadas, que inspiran la especulación en textos posteriores, los brāhmaṇa y las upaniṣad. En ellos se aborda el origen del mundo, la formación de los elementos, la inserción del flujo primigenio en las criaturas y la evolución de la vida a partir de la muerte. Estos mitos tienen una extraordinaria importancia debido a que uno de los ejes de la cultura védica es la reactualización simbólica de la creación como parte de las prácticas rituales que giran en torno al sacrificio.

Prajāpati es la esencia del sacrificio. Se exprime a sí mismo, practica el ascetismo para obtener descendencia. De su esfuerzo nace Agni (Fuego), generado por su boca, que es el arquetipo del devorador de alimento. Una vez lo ha creado, Prajāpati advierte que la tierra está desnuda y que no hay ningún alimento para su criatura que no sea él. Agni se vuelve hacia su padre con la boca abierta y éste lo contempla aterrado. Se frota las manos y de esa fricción surge un líquido parecido a la leche, mezclado con pelo. La ofrenda no le agrada y la derrama en el fuego. De ella, nacen las plantas. Lo intenta una segunda vez y, en esta ocasión, la ofrenda le agrada. Duda en ofrecerla pero una voz en su interior le conmina a hacerlo. Entonces el sol se levantó y ardió, y el viento (Vāyu) adquirió su vigor y su fuerza. Gracias a la ofrenda, Prajāpati se puso a salvo de Agni, que era la muerte y todo lo devora. Por eso se dice que quien sepa esto, y ofrezca la oblación del agnihotra, obtiene descendencia. De este modo, se salva Prajāpati de Agni (la muerte) cuando está a punto de devorarle. Por eso es la esencia del sacrificio, porque celebró el sacrificio primordial que dio lugar al mundo. Así, cada vez que un hombre muere y es incinerado, el fuego sólo consume su cuerpo y se libra de la muerte.

No hay una única versión sobre cómo el mundo fue creado, pero podemos agrupar los arquetipos sobre el origen en tres grandes categorías. En todas ellas está implícito el uso de la fuerza y la violencia, el sacrificio de sí mismo o de otro: el incesto, la oblación y el desmembramiento.

 

EL INCESTO ORIGINAL

La separación entre el cielo y la tierra, que toma la forma de una guerra entre los dioses y los demonios (asura), será un motivo recurrente en la mitología hindú, pero también la idea de un incesto primordial: el uno crea un segundo al que se une como pareja. «El cielo es mi padre, el engendrador, mi madre esta ancha tierra. Entre estos dos cuencos está la matriz, en ella puso el padre el embrión a su hija».[22] El mito reaparece después, más elaborado, en el Satapatha Brāhmaṇa. Los actores de este drama son tres: Prajāpati, Uṣas y Rudra. Prajāpati siente pasión por su hija, la aurora, y se une a ella. Los dioses lo reprueban y envían a Rudra para que lo castigue. La flecha de Rudra hiere al Primogénito y el semen vertido sobre la tierra da lugar a la estirpe de los inmortales y los mortales. Un contacto entre el cielo y la tierra enciende la chispa de la creación, una unión peligrosa, creativa y culpable.

Los propios dioses curaron la herida del Primogénito, pues Prajāpati es el sacrificio y el sacrificio ha de cuidarse. De ese semen vertido en la tierra por el padre surgieron los Aditya. Los dioses aman y odian al padre. Desatan su ira contra él y luego lo sanan. Esa ira es la violencia del sacrificio y la cura el elemento salvífico presente en la ofrenda. Lo que resulta herido en el sacrificio es «la parte de Rudra», mientras que la ofrenda pretende curar la herida inherente a la existencia, el sufrimiento inevitable que trae aparejado la vida, del que después el budismo, de un modo no ritual, se ofrecerá como solución.

Los brahmanes son los médicos del sacrificio. Bṛhaspati, el primer brahmán y señor de la oración, ingirió la carne lacrada de Prajāpati por la flecha de Rudra y, desde entonces, los sacerdotes recuerdan con su dignidad aquel gesto. Todas sus obligaciones se limitan a una. Cuando en la celebración del sacrificio se cometen errores, es el brahmán el que los «sana» mediante las invocaciones bhūr, bhuvas y svar, las tres palabras sagradas, identificadas con los tres mundos y con la cabeza, los brazos y los pies el Puruṣa primordial. Por eso, se consideran los guardianes del sacrificio.

La historia, en una versión parecida, se repite en el Aitareya Brāhmaṇa. Para evitar al padre incestuoso, la aurora se metamorfosea en cierva, pero Prajāpati se aproxima a ella convertido en ciervo. Rudra, que es síntesis de las formas más espantosas reunidas por los dioses, es de nuevo el vengador y lo atraviesa con su flecha. La semilla de Prajāpati se convirtió en un lago. El lago fue rodeado por el fuego y una parte de la semilla se convirtió en Āditya, otra en Bhṛgu (adoptado por Varuṇa) y de la tercera nació Bṛhaspati. De esa combinación de agua y fuego nació la vida. De esos carbones y esas cenizas nació el ganado y el resto de los animales, el búfalo, el buey y el antílope, el camello y el asno.

En otras versiones, como en la Kauṣītaki, los implicados en el incesto son los hijos de Prajāpati y la aurora tiene un papel más activo y seductor. Prajāpati había cultivado el ardor para tener descendencia. De esa energía interna nació el fuego, el viento, el sol, la luna y la aurora. El padre recomendó a sus hijos que cultivaran esa energía interna y la aurora, mientras practicaba, se transformó en una hermosa ninfa celestial. Los corazones de sus hermanos se agitaron al verla y derramaron su semilla. Fueron a ver a su padre y le rogaron que no se perdiera esa semilla derramada. Prajāpati fabricó un cuenco de oro, cuyas dimensiones, en altura y profundidad, eran las de una flecha. Vertió en él las semillas de los hermanos y del cuenco dorado surgió un dios con mil ojos y mil flechas, que agarró del cuello a Prajāpati y le dijo: «Dame un nombre, pues sin nombre no comeré». Prajāpati le replicó: «Tú eres Bhava, Existencia», y le dio siete nombres más. Desde entonces el alimento es la marca de la existencia.

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