POR JUAN ARNAU

LA CIVILIZACIÓN MENTAL

A diferencia de otras civilizaciones de la Antigüedad, de la época védica no han sobrevivido restos en piedra, figuras de terracota o instrumentos ceremoniales. Sabemos que se movían en carros y erigían altares con ladrillos cocidos, pero ninguno se ha conservado, tampoco templos, palacios, murallas o sarcófagos, ni siquiera manuscritos o inscripciones en piedra. Y sin embargo, a pesar de ese gran vacío arqueológico, conocemos con detalle la mitología védica, la liturgia de los sacrificios, cuáles eran las víctimas, cuántos sacerdotes participaban, qué palabras pronunciaban y cuál era, en definitiva, el comercio con los dioses. Huérfana en restos materiales, la civilización védica es rica en palabras, en versos, cantos y fórmulas litúrgicas. Palabras sagradas custodiadas mediante la trasmisión oral durante más de tres milenios, gracias a la inteligencia y devoción de eruditas escuelas de brahmanes, cuyas técnicas mnemotécnicas dejarían asombrado al mundo.

De todas esas palabras, una gran mayoría están dedicadas al sacrificio. Incluso las celebraciones del Ṛgveda están consagradas a ese fin. La complejidad y audacia de los brahmaṇā (un género de textos exegéticos y rituales que antecede a los āranyaka y las upaniṣad), no tiene parangón en la historia antigua. Ni en Egipto, Grecia, China o Mesopotamia, encontramos esa preocupación por el ritual. Ninguna otra civilización tiene un aparato formal o un corpus de textos litúrgicos comparable. Textos no siempre fáciles de interpretar, dedicados, en su gran mayoría, al sacrificio del soma, celebrados por aquellos que «están en el secreto» de esa planta y de los estados de conciencia que suscita, pero de ello hablaremos más adelante.

La importancia del ritual en la sociedad védica tiene su justificación. El sacrificio es una secuencia de gestos dirigidos a lo invisible y, según los propios ritualistas, lo invisible constituye tres cuartas partes de la totalidad del mundo. El sacrificio pretende entablar un diálogo con ese ámbito intangible, que resulta decisivo para el destino de lo visible. Pues el sacrificio ni es un acto intencional ni es exclusivamente humano, es como la respiración de un universo vivo, va aparejado a la vida y podría decirse que es la vida misma. Aunque tratemos de ignorarlo, aunque nos escandalice su violencia, existirá siempre. Esa sensación de la inevitabilidad del sacrificio tiene su explicación mítica. Sin el sacrificio de Prajāpati el mundo no existiría, el pensador védico tiene una conciencia muy clara de esta exigencia. Sabe que es hijo del sacrificio. Ignorar este hecho no resuelve nada, encubrirlo supone únicamente una inflación del inconsciente. Las upaniṣad y el budismo reaccionarán a esta situación, sumergiéndose en el inconsciente, desarrollando una cultura mental y unas estrategias mentales que amortigüen esa condición original de la naturaleza humana. En el mundo védico, como ocurrirá después en el hinduismo y el budismo, la mente tiene una posición privilegiada y constituye el fundamento de todo lo demás. Gracias a esa naturaleza «mental», la ciencia del sacrificio es capaz de dudar de sí misma y ser irónica respecto a sus propios procedimientos. Pues lo mental es capaz de un desdoblamiento en el que profundizarán las upaniṣad, desde las más antiguas a las más recientes, el sāṃkhya y la Bhagavadgita.

El sacrificio implica violencia y separación, pero parte del supuesto de que nada se pierde. Algo se separa del lugar al que pertenecía y eso resulta doloroso. Miedo, reverencia o necesidad de diálogo, algo se da y algo se pierde con cada ofrenda. El sacrificio es, ante todo, un modo de integrar a la comunidad en un orden más amplio, y de hacerlo sin alterar demasiado ese orden, evitando que las potencias superiores que lo rigen desaten su furia contra la comunidad.

Uno de los himnos más célebres del Ṛgveda narra el sacrificio primordial.[1] Un drama en tres actos. El primer acto tiene como protagonista al uno primordial, el segundo acto a los dioses y el tercero, de un modo implícito, a los hombres. El cuerpo del primogénito, desmembrado por el sacrificio, da lugar a las diversas partes del cosmos. En el Himno al Puruṣa (pusuṣa-sūkta) se dice que los dioses ataron al puruṣa al poste del sacrificio y lo sacrificaron. Sacrificaron al propio sacrificio, se dice a continuación, de modo enigmático, y así quedaron establecidas las primeras reglas del orbe. Dicho acto original inaugura el funcionamiento del mundo, que es básicamente un perpetuo sacrificio (ese que deprimió a Bhṛgu, cuando Varuṇa lo envió a descubrir el mundo), donde para crecer y desarrollarse los animales se ven obligados a comerse unos a otros. Al firmamento, donde residen los Sadhya y los dioses, llegó también esa influencia. El motivo psicoanalítico de «matar al padre» o la idea moderna de la muerte de dios, encuentra aquí su primera expresión literaria. Pues no sólo los hombres (y el orden social) sino también los dioses han nacido del puruṣa que ahora se sacrifica. El progenitor se ha desmembrado en el mundo. «De su mente nació la Luna, de sus ojos el Sol, Indra y Fuego de su boca, Viento de su aliento. Del ombligo, el espacio; el firmamento, de su cabeza; de sus pies, la tierra; y de sus orejas, las regiones del espacio. Así fueron construidos los mundos».[2] Ese acto cuasi-fundacional será imitado y repetido por los hombres. Hay algo inaceptable en esta cosmovisión, contra la que se rebelarán tanto el budismo como algunas upaniṣad tardías. El sacrificio no es la manía sanguinaria de una tribu sino el funcionamiento mismo del cosmos y la lógica de la evolución de los seres. Además, lo veremos más adelante, es el resultado de una actividad desencadenada por el deseo. Aceptar el deseo es asumir ese asesinato primordial.

Los dioses no siempre ayudan a los hombres y, en ocasiones, los ven como rivales de gran poder, cuando los desafían mediante las prácticas ascéticas. Pero lo más frecuente es que los dioses ignoren a los hombres y sólo reconocen al sacrificante. Únicamente mediante el sacrificio es posible establecer un diálogo con ellos. El sacerdote oficiante pronuncia la estrofa gāyatrī y mediante esa palabra métrica la oblación puede ascender al cielo. En el sacrificio obra así el salto de la no-verdad a la verdad. Pero la intensidad de la verdad agota y no es para aquellos que están acostumbrados a vivir en el engaño. Vivir continuamente en la verdad es inhumano y, a la postre, enajena.

Concluido el sacrificio, hay que poner distancia, regresar al sueño tras la larga tensión de la vigilia. Regresar a la no-verdad, a la inercia de la vida anodina. De ahí que los sacrificantes no dejen rastro alguno y consagren los utensilios al fuego. Se borran las huellas, se quema el poste sacrificial y las hierbas que han servido de asiento a los dioses, se abandonan los ladrillos a la voracidad de la selva. El sacrificante abandona el lugar en silencio y se purifica con agua. Se friega la espalda y el pecho para mudar de piel y se visten con ropas nuevas. Todos los que participaron, incómodos por lo que vieron, se aprestan a olvidar lo sucedido. No es soportable la carga de sentido que supondría un sacrificio continuo. Se abandona el lugar como se abandona la escena del crimen. Pero volverán.

Lo ocurrido durante el sacrificio tiene la finalidad dejar una impresión (vāsānā). La tensión del sacrificio se transfiere a la mente. La atención se afila. El exceso de realidad se torna irrealidad. La liturgia es gesto y también acto mental, mente que actúa sobre sí misma (karma-yoga, se dirá después en la Bhagavadgītā). Como hizo Prajāpati en el origen, en el principio de todos los sacrificios. El sacrificio es una representación, pero también un acontecimiento decisivo que incide en el curso del mundo. ¿Y qué representa? El tapas, el ardor creativo que dio origen a todo, la energía interior que buscarán después los ascetas, el prodigio que está detrás de todo lo demás. El mundo tuvo su origen en ese «calor», por el fuego vino y por el fuego se irá.

Para el pensamiento védico, la mente no es algo que posea cada cual. El mero hecho de ser conscientes, de saberse ser, viene de lejos. Nos alcanza al despertar y se aleja al caer en el sueño profundo. La mente es infinitamente rápida, puede ir desde el origen hasta el presente en un abrir y cerrar de ojos. Y no porque la mente tenga la velocidad de la luz, sino porque el espacio y el tiempo han sido creados por ella. La mente (manas) es para la civilización india una potencia superior a los dioses y, por su gracia, los dioses pueden reflejarse en el individuo. La mente lo inunda todo y, paradójicamente, concibe en soledad. Pero su omnipresencia no significa omnipotencia. La mente puede verse atrapada en oscuros pozos de gravedad. Flota, por así decir, en el aire, y el sujeto debe aprender a traerla hacia sí, a recogerse para que se pose en él como un ave. Y que lo haga de un modo natural y propicio, no obsesivo o recurrente, de un modo ligero y alado. Para el pensamiento védico hay conciencia antes de que haya algo de lo que tener conciencia. Una idea que cristaliza en el sāṃkhya. El mundo natural es el contenido de una conciencia que originalmente carece de contenido, el puruṣa. Por eso algunas narraciones inciden en que los esclarecidos (ṛsi) son anteriores al mundo.[3] Dice el Taitrirīya brāhmaṇa, «lo no manifestado estaba solo y de esa soledad nació la mente diciendo: “quiero ser”». Desde entonces la mente concibe en soledad. Por ello la mente es tan afín a la alucinación y tan libre en los sueños. Por eso también está tan cerca del primogénito, pues nació con él, de ahí que Prajāpati dude de su propia existencia, de si es sueño o realidad. «Prajāpati es, por así decir, la mente. La mente es Prajāpati».[4]

Total
2
Shares