POR  TONI MONTESINOS

William Shakespeare inaugura la manera moderna de sentir y pensar, según Harold Bloom, dando paso, simbólicamente, a un nuevo modo de entender la individualidad, la moral, el desasosiego, la psique y todas las enfermedades del alma que nos acosan como humanos. Porque ¿quién hay más melancólico que el propio príncipe de Dinamarca, el cual nos definió a todos, cual precedente existencialista, con su «ser o no ser»?

El melancólico se hace un hueco en la misma sociedad de la que no quiere formar parte, ha dejado de ser el perezoso para ser el que medita e inspira al artista ilustraciones de personajes quietos cuya mente, se adivina, hierve de pensamientos desde su yo más íntimo –el hombre ya observa y mide las cosas de modo antropocéntrico–, y su presencia más tolerable incide también en una mayor aceptación de aquel que arrastra sus tristezas hasta el denostado suicido, pues ambas actitudes van de la mano en muchas situaciones. Sin que mengüe el castigo social que le depara a quien se quita la vida, lo cierto es que en los siglos XV, XVI y XVII hay un considerable aumento de casos de suicidios, lo cual es acompañado de la publicación de unos veinte tratados sobre el asunto, sobre todo en Inglaterra.

Asimismo, la época renacentista, con sus inicios nihilistas y hamletianos avant la lettre, trae un lento pero seguro acercamiento teatral a los suicidios heroicos de la Antigüedad, que llegaría a su clímax con las recreaciones dramáticas de Shakespeare, en torno a 1600 (en dieciséis de sus obras teatrales hay suicidas). Cabe suponer que, si el suicidio se convirtió en un motivo literario común y corriente, incluso en un elemento capital de una obra artística, ello vendría motivado por la revolución humanista que se estaba gestando, en buena parte de Europa, y que venía a poner en tela de juicio la fantástica elucubración cristiana de ver en el suicida la encarnación del mismísimo Diablo.

En cualquier caso, este periodo «podía comunicar una vitalidad nueva al teatro, la poesía y el arte», dicen Raymond Klibansky, Edwin Panofsky y Fritz Saxl en Saturno y la melancolía (1964). Esta liberación dinámica se produjo por primera vez en el periodo barroco. No deja de ser significativo que lograra resultados más completos y profundos en los países en donde era más aguda la tensión que había de fructificar en logros artísticos: «En la España de Cervantes, donde el Barroco se desarrolló bajo la presión de un catolicismo particularmente severo, y aún más en la Inglaterra de Shakespeare y de Donne, donde se afirmó frente a un protestantismo altivo. Ambos países fueron y seguirían siendo el ámbito verdadero de esta melancolía específicamente moderna, conscientemente cultivada; durante mucho tiempo el “español melancólico” fue tan proverbial como el “inglés esplenético”», como advierte el trío de estudiosos.

En su libro sobre la España de Cervantes, Américo Castro habló de que la situación que impone la Contrarreforma «obliga a compromisos, a arreglos, en parte por convicción, en parte por miedo a la hoguera; pero trae también al ánimo melancolía y desengaño, muy característicos y perceptibles a principios del 1600». A este respecto, la obra de Roger Bartra Cultura y melancolía. Las enfermedades en la España del Siglo de Oro (2001) ahondaría en la función de la melancolía, en este mismo periodo, como catapulta para consolidar la subjetividad yoísta que va a marcar el inicio de la Modernidad.

La época, en verdad, es un mar bullente donde ha de participar, de convivir, lo moral-religioso con lo humanístico-literario. Ambas parcelas sufrirán cambios, se retarán, se retroalimentarán. László F. Földényi, al hilo de su exhaustivo análisis del cuadro Los esposos Arnolfini (1434) de Jan van Eyck, una obra de arte que aúna tema y forma melancólicos, en contraste con Durero y su Melancolía I, que habla de la melancolía sin ser un cuadro melancólico, establece que «la melancolía fija los límites del arte». En este sentido, añade, arte moderno y melancolía moderna presentan un idéntico dilema: «En el problema formal del arte moderno reconocemos la paradójica situación del melancólico renacentista. La personalidad busca la independencia infinita, pero la recompensa es la resignación, es admitir la imposibilidad de realizar el único estado deseable para el hombre. Este querría ser omnipotente, pero la desesperación se apodera de él: nadie ve mejor las limitaciones de la existencia humana que quien pretende ir más allá de estos límites».

Dicho de otra manera, el melancólico y el artista comparten un mismo objetivo: ambos construyen un mundo propio, autónomo, que es también su preocupación, su soledad, sus fronteras y contradicciones. El personaje Hamlet provocará Hamlets de carne y hueso que se preguntarán por qué yo, el posterior Werther de ficción cobrará la imagen de jóvenes que, por mimesis, se convertirán en suicidas: la intercomunicación entre autor y lector nace para el sufrimiento y el consuelo de ambos, para una soledad que se vuelve compañía para de nuevo ser soledad, y la imaginación es un territorio compartido. En esos años, Aristóteles resucita en la consideración que se le otorga al melancólico, que ahora es otra vez sinónimo de genio.

De tal forma, lo melancólico-mortuorio va a invadir la obra del genio de la época, del artista que va cobrando una mayor relevancia social a medida que se consolida una individualidad que le hace dueño y señor de su propia vida. Ya lo dijo Tomás Moro en el libro I de su Utopía (1516), quien «alaba la muerte voluntaria de alguien que “resulta molesto para sí o para los otros”, “especialmente si vivir le supone un tormento, que se libere con sus propias manos de esta vida aburrida, como de una prisión o que permita que otros le liberen”». Si Dios ha perdido su omnipresencia en la vida cotidiana y su palabra ha perdido notoriedad acerca de los límites entre la vida y la muerte por culpa del advenimiento del escritor o el pintor ansioso por dirimir él tales límites, la posibilidad del suicidio adquiere un nuevo enfoque, una presencia trascendental. Se ha de elegir entre vivir y morir, y el representante superlativo de tal elección es el individuo melancólico.

Sobre este dilema, surgen cuatro significativos libros en inglés –un par acerca del suicidio, un par acerca de la melancolía–, uno a finales del siglo XVI y tres a lo largo del siglo XVII, que intentarán enmarcar todo lo dicho al respecto desde la Antigüedad, adaptándolo a su presente. Estamos, al decir de Bartra, en la edad dorada de la melancolía.

 

LOS CORAZONES TRISTES

En 1586, Timothy Bright, médico en el hospital de Saint Bartholomew de Londres, publica Un tratado de melancolía –libro del que al parecer Shakespeare fue un atento lector– con el propósito de explicar, cristianamente, «cómo el cuerpo y los fenómenos corporales afectan al alma, y cómo, recíprocamente, esta afecta al cuerpo» y recomendar medicamentos y paliativos para aquellas personas «poseedoras de un corazón triste». Bright, que elige con propiedad el recurso literario de dirigirse a un «amigo melancólico, M.», quien supuestamente le ha escrito presa de la tristeza para pedirle consejo y ayuda, pone un especial énfasis en la alimentación, que incide en los diferentes humores (la sangre, la flema, la melancolía y la bilis amarilla); somos lo que comemos, diría un dietista actual, así que ciertos alimentos, como el buey, el carnero, la cabra, la carne de jabalí y el venado, pero también la leche y sus derivados, y entre las bebidas, la cerveza y el vino joven, predisponen a la melancolía, aunque todo lo que ingerimos tenga en última instancia un componente, siquiera mínimo, melancólico.

El libro, completísimo en sus análisis orgánicos y psicológicos, elude casi por completo referirse al suicidio, incluso cuando se describen las diferentes perturbaciones que sufre la víctima melancólica que podrían llevar a él: el miedo y la tristeza, las alucinaciones y las pesadillas, el agobio y el desconsuelo, la desconfianza y la desesperación. Cerebro y corazón están conectados; el primero comparte la aflicción del segundo, y entonces «el corazón tiende a huir y a desentenderse, atraído por la perturbación gracias al cerebro y habituado a la pesadumbre y al miedo. Aborrece y teme esas cosas que, en sí mismas, son amables y agradables, pues, al principio, no sabe sobre qué objeto fijar su pasión».

La intuición del peligro provoca, por consiguiente, que el melancólico se retraiga y busque esconderse; la problemática es general e integral, concierne a todos los órganos del cuerpo, y cada uno reacciona ante la melancolía a su modo: el estómago, con hambre voraz; el corazón, con temblor; el cerebro, con fantasías negativas. Solo cuando Bright trata el terror que se apodera del melancólico hasta conducirle a la desesperación, a no ser capaz de soportar el mar de pensamientos trágicos que le inunda, alude al suicidio: «Y, sin embargo, no hay nadie que tema tanto la muerte, pues la sopesan y la consideran en sí misma, fuera de toda comparación y de toda fuerza pasional».

Sin quejas verbales, pero con suspiros, llantos, risas, lágrimas: he aquí cómo el melancólico suele desahogar una angustia que el autor califica de enfermedad; asimismo, es rápido de mente y constante en el trabajo, pese a sus dudas y cavilaciones, despierto desde el punto de vista intelectual, y muy dado a retener el pasado en la memoria. Para el autor, el melancólico es suspicaz y circunspecto, está triste y lleno de temores, es proclive a tomarse todo a la tremenda y a apasionarse en extremo cuando se le estimula, tiene inclinación hacia la soledad, los suspiros, los llantos y los lamentos y va cabizbajo, caminando lentamente, en silencio, indiferente, huyendo de la luz o del gentío.

Así las cosas, el melancólico ve en el presente un peligro que está por llegar, que tal vez, que probablemente jamás haya de sufrir; pero tal cosa es suficiente para mantenerse en una actitud circunspecta, de inquietud extrema. Su vigilia temerosa tiene continuación con un sueño lleno de pesadillas, de fases de insomnio, de sofocos difíciles de evitar. Todo lo mide con el filtro de su miedo, de su complejo de inferioridad al ver su alma entristecida, motivo por el cual su visión de la vida se transforma en la medida en que disfrute de una compañía amorosa: el amor y la amistad le salvan del deterioro total aunque, a la vez, nunca consigue relajarse en las reuniones familiares.

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