POR CARLOS REVIRIEGO

De entre los reproches crónicos que de forma tradicional se han vertido sobre el cine español, uno de ellos yace sobre una verdad en apariencia incontestable: nuestros cineastas son esencialmente narradores, prosistas, y apenas podemos contar con los dedos de la mano aquellos que llegan a la esencia y a la ética de sus películas a través de la estética. En definitiva, en el cine español casi no hay estetas, poetas de la imagen.

Francisco Umbral escribió en 2002: «Me lo dijo Carlos Saura hace muchos años: “Yo soy un esteta, Umbral, lo que soy es eso, un esteticista”. Audaz confesión en quien todavía era, con su cine, bandera del antifranquismo intelectual». Por entonces, cuando el escritor madrileño recordaba aquella confesión lejana del cineasta aragonés, Círculo del Arte publicaba la famosa, imprescindible edición de El Rastro (1914), de Ramón Gómez de la Serna, fotografiada por Carlos Saura. Aquellas imágenes en blanco y negro, instantáneas tomadas con una Leica M-3 durante dos domingos del año 1961, anclaban su fuerza y prosa poética en el espíritu de la obra ramoniana, en cómo los objetos adquirían un dramatismo especial, en cómo la abigarrada vida del mercado madrileño traspasaba el papel (también fotográfico) para que pudiéramos olfatearlo, tocarlo, sentirlo, habitarlo.

Al decir del propio Carlos Saura, en determinado momento decidió traicionarse a sí mismo. O, más bien, el pintor Saura traicionó al Saura fotógrafo. Su desprecio hacia cualquier forma de manipulación fotográfica —el arte de la fotografía entendido como un espejo poético de la vida y su mirada hacia ella— daba lugar a la necesidad de «tender un puente entre la fotografía y la pintura». El registro digital, su posibilismo, le concedió el permiso, y acaso también la oportunidad, de fusionar el pasado con el presente. El resultado es lo que ha convenido en llamar «fotosaurios», una serie de obras que toman como base capturas y retratos fotográficos realizados por el artista aragonés a lo largo de los años y sobre los que interviene con técnicas pictóricas para dotarlos de una nueva intención.

Si el documental Saura(s) (2017) nos resulta revelador es por la imposibilidad a la que se enfrenta: la de evocar recuerdos de un hombre, un artista, que ha decidido negar la utilidad de esos recuerdos, arrojarlos de algún modo a la amnesia voluntaria. Lo que no se nombra no existe ni existió, aunque están las fotos, las películas para contradecirlo. En el retrato por efracción de Félix Viscarret, vemos a un Saura ensimismado en su aislamiento, acaso como el anacoreta Fernando Fernán Gómez de Ana y los lobos (1972). Su cueva es el estudio donde trabaja día a día pintando brochazos de color —en tintas, acrílico, ceras, acuarela o tizas— sobre las fotos de su numerosa familia, la sanguínea y la cinematográfica. Militante contra la nostalgia, que huye de manera sistemática de sus efectos, Carlos Saura parece dispuesto con estas obras (a las que ha dedicado la mayor parte de su tiempo en los últimos quince años) a transformar el pretérito, a intervenir en el pasado con trazos de color que no podrán corregir el instante capturado —sea un retrato o una situación—, pero sí dotarlo de un nuevo significado, prácticamente hasta diluir el efecto de la emulsión química en el auge de la dimensión pictórica.

Al transformar sus recuerdos, Saura está al mismo tiempo transformando su mirada. Y está perpetuando, obviamente, el deseo más profundo que se instala en su obra cinematográfica desde sus orígenes: la necesidad de romper el tiempo y reinventar el espacio, la imposibilidad de desaparecer en las coordenadas del ser y del estar. Podemos entender los fotosaurios como la materialización de un proceso en el que un artista siente la necesidad de regresar a su propia obra (a la mirada que tenía entonces) para intervenir de forma directa sobre ella, pero también como una variante más de la aspiración profunda de su trabajo creativo, aunque en ocasiones, conviene recordarlo, haya trabajado a contracorriente de ella —como es el caso de ¡Ay, Carmela!, donde, en connivencia con Rafael Azcona, ignora y domestica la narración abstracta de la obra teatral de Sanchis Sinisterra que adapta—, acaso para encontrar la atemporalidad del drama en el estatuto icónico de las imágenes.

Autorretrato doble, Carlos Saura

En el proceso severamente intuitivo, como él mismo cuenta, de «pintarrajear» sobre la emulsión fotográfica de la realidad, la necesidad sauriana no es sólo conmovedora, sino, en muchos casos, lo es, asimismo, el resultado. Apreciando algunos de sus «fotosaurios», encontramos algo conmovedor, desde luego, en la calidez de los colores que diagrama sobre los rostros de Ana Torrent y Geraldine Chaplin en la foto promocional de Cría cuervos (1975) —añadiendo, de paso, una capa más al desdoblamiento de madre e hija, interpretadas por la misma actriz en la película— o en la alquimia de colores que se desata sobre el retrato de Francesca Neri en ¡Dispara! (1993); en el tenebrismo de la novia Victoria Abril de El séptimo día (2004) o en el crepúsculo de infancia y sangre con que envuelve a su maestro Luis Buñuel. Hay algo revelador también en el contraste meridional de Autorretrato doble, donde Saura parece colocarse en el limbo espacio-temporal que han construido con insistencia las estructuras narrativas, las coreografías dramáticas y los juegos de espejo, luz y color de sus películas.

De un modo u otro, hay que insistir en ello, todo está conectado en el sendero creativo de Carlos Saura. Fotografía, cine, música, pintura, literatura. Su última novela, Ausencias, que tiene su inspiración precisamente en los fetichismos y arrebatos del arte fotográfico —en especial, en su dimensión de artefacto técnico, y, además, como fuente poética—, refuerza aún más si cabe la continuidad «en espiral» de su obra. Como si fuera una ilustración de M. C. Escher, la expresión creativa de Saura se ofrece en su conjunto como un endiablado juego de percepciones, una serie de «figuras imposibles» que desactivan la realidad inmediata para crear un universo propio, con su lógica interna intransferible.

Uno de los momentos más mágicos del laberinto de espejos sauriano se produce cuando Goya descubre Las meninas, de Velázquez (Goya en Burdeos, 1999), donde, como bien sabemos, el autorretrato del artista ocupa el motivo principal y el retrato regio se adivina en un espejo. O quizá, como dice Goya (José Coronado), «Todo el cuadro se refleja en un espejo». Mientras se inscribe en los márgenes del plano, colocándose como punto de fuga de la historia del arte, Goya dice que la pintura «parece inacabada, ligera, con la apariencia de hacerse sin esfuerzo, fuera de todo tiempo, espacio y lugar». Es justamente ahí, en esa asunción de que no hay tiempo ni lugar, donde Carlos Saura declina la tentación de establecer límites entre lo empírico y lo onírico. Más bien, se propone desactivarlos a lo largo de toda su obra cinematográfica, hasta el punto de que la disolución de esas fronteras alcanza su máxima abstracción en el código del género musical, al que dota de una cualidad propia e intransferible. Con esa libertad que le concede la estrategia discursiva, como si habitáramos multiversos, Saura reinventa la realidad, teje una urdimbre espacio-temporal que se traduce en los laberintos de la memoria y los ecos casi siempre traumáticos del pretérito.

Adentrarse en el universo de Carlos Saura nos proporciona, por tanto, la posibilidad de sentirnos como el primo de Angélica que interpretó José Luis López Vázquez en La prima Angélica (1973). Es decir, ingresar como si fuéramos un trasunto de la Alicia de Lewis Carroll —la mirada infantil, su candidez y su curiosidad, a la que en tantas ocasiones ha apelado, también resulta crucial en este proceso— en un mundo en el que pasado, presente y futuro coexisten en la misma dimensión, en el que las personas se desdoblan y las identidades se fracturan, donde la memoria es el sumidero de la existencia, la historia es cíclica y, en ella, la barbarie es inmutable.

Podríamos decir que las películas de Saura, casi todas ellas, lidian con la represión. La guerra incivil ocupa, por supuesto, un papel determinante en una filmografía que, cuando confía en el relato, llega a aglutinar la historia de España desde que fue un imperio (El Dorado) a una democracia. Los desdoblamientos en el juego de espejos se convierten en una constante sauriana cuando entronca con los intercambios y contagios entre realidad y ficción, entre el documental de los cuerpos, el proceso de creación y la representación de la tragedia, que es, sin duda, una de las claves metadiscursivas de los musicales saurianos. En la segunda etapa de su filmografía, aquella que arranca con Bodas de sangre (1981), Saura se propone romper los límites entre lo real y lo fabulado de tal modo que convierte ese propósito en la dominante estética de sus películas. La puesta en abismo de las coreografías, que el cineasta retuerce y contorsiona hasta extraer de ellas múltiples dimensiones espacio-temporales, se alimenta, asimismo, de proyecciones que multiplican la polisemia escénica. Un esteta de la imagen fotográfica.

Podríamos hilar la filmografía entera de Carlos Saura en una sucesión de espiral y proyectar líneas que pongan todas sus películas en contacto. Las fugas de las escaleras, en picado o contrapicado, sean como alucinación celestial, espacio fantasmático o el rellano de la familia española, son, de hecho, uno de los iconos mayores y más perdurables en la filmografía del cineasta. Está presente desde sus inicios hasta hoy. En las múltiples escaleras que inserta en planos más simbólicos que descriptivos, básicamente proyecta la espiral como expresión gráfica del perpetuo movimiento circular, de la continuidad y simultaneidad espacio-temporal en sus historias, del abismo laberíntico de los recuerdos. Así, sus relatos son casi siempre cíclicos, en los que nada ni nadie desaparece del todo y todo acaba resurgiendo.