Lo único nítido de la fotografía son los dos ataúdes y los rostros apretados de los hombres que los cargan. La madera cobriza y los gestos de dolor. El fotógrafo ha reducido la profundidad de campo para otorgarles el verdadero protagonismo de la escena. Todo lo demás permanece ligeramente desenfocado: el cortejo fúnebre, la multitud que atesta la carretera, los limoneros verdes, las casas lejanas y el mar de cables y farolas. También el primer plano, con los más jóvenes del cortejo, unos metros por delante de los ataúdes, portando un ramo de flores entre sus manos y con la mirada clavada en el suelo.
Entre ellos, justo en el centro de la fotografía, vestido con pantalones vaqueros y chaqueta oscura de cuero, una figura grande camina.
Esa figura soy yo. Tengo dieciocho años y aprieto los labios para contener el llanto.
Eso es lo que sé que sucede en la imagen. Sin embargo, nada de lo que veo me hace revivir el momento.
Hay imágenes que nos atraviesan porque abren el tiempo y dejan entrar el pasado, imágenes sobre las que proyectamos la emoción y la memoria. Esta debería ser una de ellas. Pero, por alguna razón que aún no logro entender, la miro y no consigo reconocerla.
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En 2018 publiqué mi tercera novela, El dolor de los demás, un libro de «no-ficción» que narraba una historia trágica de mi adolescencia. La Nochebuena de 1995 mi mejor amigo asesinó a su hermana y después se quitó la vida saltando por un barranco. Veinte años después regresé a la huerta de Murcia para escribir sobre lo que ocurrió aquella noche, pero especialmente sobre los modos en que el crimen afectó a quienes nos quedamos y continuamos viviendo.
Para anclar la narración a la realidad, decidí introducir en el libro varias imágenes documentales. Algunas (una foto del barranco desde el que saltó mi amigo y una foto del exterior de su casa) las había escaneado directamente las fotocopias del diario La Verdad y las había insertado en el borrador de la novela. Pero al iniciar el proceso de maquetación, el equipo de edición de Anagrama me aconsejó buscar las fotografías originales.
Encontrarlas no fue una tarea fácil. En el periódico me informaron de que el fotógrafo había fallecido pocos años antes y que la familia había donado todos los negativos al Archivo Regional. Tras varios días de llamadas y gestiones, logré una cita en el Archivo y solicité las imágenes que se habían publicado en el periódico. Junto a ellas, guardaban todas las que el fotógrafo había tomado ese día, más de cincuenta. El funcionario me preguntó si también quería esas. Por supuesto, contesté.
Antes de una semana, llegó un e-mail con un enlace web para descargar. Envié rápidamente a la editorial las fotografías que iban a aparecer en la novela y comencé a examinar el resto de las imágenes. Aquello fue como atravesar el tiempo. Un viaje al pasado que me hizo revivir en color esas escenas que en mi cabeza se habían almacenado en blanco y negro.
Fue después de varios minutos cuando apareció la foto del cortejo fúnebre y me encontré con mi figura caminando delante de los ataúdes.
Algo se removió dentro de mí. No por lo que veía en la imagen. Sino por lo que no encontraba el modo de ver.
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La novela pone en juego dos tiempos: el proceso de escritura situado en el presente y una serie de recuerdos visuales del día fatídico en que sucedió todo. Uno de esos fragmentos del pasado, situado hacia el final del libro, es precisamente el que relata el funeral de los dos hermanos. Según mi memoria, aquella tarde yo cumplí con mi tarea de monaguillo: llegué temprano a la ermita, abrí la puerta, preparé el templo y, después de tocar las campanas, esperé en la puerta a que llegara el cortejo fúnebre.
Ese recuerdo estaba grabado a fuego en mi memoria. Era, de hecho, uno de los más vívidos de esos días. Pero cuando llegó la fotografía todo saltó por los aires. Durante un instante no supe lo que estaba viendo. No había nada falso en aquella imagen. Sin embargo no se correspondía con lo que yo había relatado.
Por más que la miraba, no lograba recordarla. Y, por supuesto, no lograba ponerla en funcionamiento. No tenía la menor idea de cómo había llegado yo allí, quién me había dado los ramos de flores o en qué lugar los había dejado. No sabía dónde estaban el antes y el después.
Lo que había narrado, ahora lo tenía claro, no se correspondía con la realidad. Esa fotografía marcaba una grieta oscura en mi memoria.
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No soy especialista en psicología, ni sé cómo funciona la mente, pero sí he leído algunos textos que, ya desde el siglo XIX, hablan de la fragilidad y alteraciones de los recuerdos: desde los fallos de perspectiva (el no saber cuándo se produjo algo que recordamos) hasta las alucinaciones de la memoria (los recuerdos creados a través de la imaginación o incluso de los sueños), pasando por lo que parecía sucederme a mí: la deformación del recuerdo.
Con toda probabilidad, el trauma había afectado a mi memoria. Tal vez imaginar que yo llegaba solo a la ermita se debiera a la urgencia de escapar de la multitud y refugiarme en la soledad del templo. O quizá con la necesidad volver a habitar ese espacio que mi amigo y yo habíamos compartido durante nuestros años de monaguillos. No lo sé. Ya lo escribió Julian Barnes: «lo que acabas recordando no es siempre lo mismo que lo que has presenciado».
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Durante varios días estuve en crisis. La novela estaba terminada. Pero había llegado la constatación de que mi recuerdo estaba equivocado. ¿Qué debería hacer? ¿Reescribir esa escena? ¿Hacerlo según la foto?
Me lo planteé. ¿Cuál de los dos recuerdos era más cierto? La fotografía era la prueba irrefutable de la realidad. Sin embargo, si me conectasen a un polígrafo y yo narrase lo sucedido según la foto, con toda seguridad la máquina diría que miento. Y si contase la experiencia según mi recuerdo, diría que estoy en lo cierto.
La ficción tenía más consistencia que la realidad. Así que, tras varios días de deliberaciones, decidí dejar la escena tal y como la había relatado. Al fin y al cabo, aquellos fragmentos eran destellos de mi memoria, de lo que yo había sentido y experimentado, y no tanto de lo que había sucedido realmente. Yo escribía una novela, no un libro de historia o una crónica periodística. Y tuve claro que la verdad de la literatura no es la verdad de los hechos sino la verdad de lo sentido, de la emoción, la evidencia de lo que punza y atraviesa.
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Hoy, tiempo después –han pasado cinco años del libro y más de veinticinco de aquel fatídico momento–, sigo sin reconocerme ahí. Estoy, a la vez, dentro y fuera de la imagen. Y a la hora de compartir y publicar la fotografía me asaltan las dudas. Hay en ella demasiadas personas que no han pedido ser expuestas, demasiados rostros atravesados por el dolor.
Por eso he decidido eliminar de la escena a quienes no pueden relatar su versión de aquel instante amargo y manipular la fotografía como ya hice con la cubierta de El dolor de los demás. Aunque aquí la tachadura funciona en un sentido inverso. La figura que puede verse en la imagen es la que está anulada en mi recuerdo. Mi presencia ahí es un agujero, un sumidero por el que se escapan todas las certezas. Una constatación de las grietas de la memoria. Y también una muestra de la potencia de las ficciones que a veces nos creemos y sobre las que edificamos nuestras vidas.