POR JUAN FRANCISCO MAURA

¿Acaso tienen que ser los franceses los únicos, entre todas las naciones de la tierra, en estar privados del honor de proliferar y expandirse en este Nuevo Mundo? ¿Acaso Francia, mucho más poblada que todos los demás reinos, debería guardar sus habitantes solo para ella? [1]

 

El descubrimiento, reparto y posterior colonización de territorios americanos por parte de España y Portugal despertó la admiración de las demás potencias europeas, pero también la codicia y el interés. Deseosos de formar parte de una empresa de la que pensaban obtener grandes y variados beneficios, países como Francia, Holanda e Inglaterra, decidieron no conformarse con lo establecido por el tratado de Tordesillas, defendiendo su derecho a «descubrir» y «explorar» por su cuenta. Según los monarcas franceses e ingleses, el Papa no era nadie para decidir con sus bulas quién tenía razón en estas disputas, e incluso el rey Francisco I de Francia llegó a defender que Adán, primer hombre de la creación según la Biblia, no había hecho un testamento donde dejase por escrito a quién pertenecían esas tierras y continentes. En dicha intención, una serie de pilotos y cartógrafos a cargo de la corona de los países mencionados reclamaron haber sido los primeros en pisar nuevos territorios americanos y, con ello, su derecho a ocuparlos y poblarlos en nombre de su rey, redactando una serie de documentos, casi siempre falsos, que se convertirán en auténticas actas fundacionales. A mediados del siglo xviii, ya se quejaba el erudito español Martín Fernández de Navarrete de la situación de nuestros fondos documentales: «¡Con cuánto dolor hemos visto las relaciones de viajes de algunos navegantes españoles, sacadas más de cincuenta años ha de los archivos generales, vendidas en almonedas públicas, ir a parar a naciones émulas de nuestra gloria y rivales de nuestro poderío!».[2] Este artículo intentará sacar a la luz toda la serie de incongruencias que salpican uno de estos documentos en particular y ponen en duda su veracidad. Nada nuevo por otra parte. Desde la Biblia, y más tarde en el mundo grecolatino, escritores como Plinio, Pausanias y, sobre todo, Cayo Julio Solino, entre otros, incluyen sucesos maravillosos, viajes inverosímiles, animales fabulosos, casi siempre con una intención pragmática, ya fuese para meter miedo a los potenciales navegantes por esas aguas o para reclamar esos territorios. Las «sagas» nórdicas se han querido presentar igualmente como fuentes históricas fiables, desde los inicios del nacionalismo escandinavo a principios del siglo xix, impulsado por autores como el danés Carl Christian Rafn. No obstante, hay mucho de romántico en los viajes normandos a América, basados en sus a menudo contradictorias sagas, que poco tienen de históricas.

En la mayor parte de los casos, estos antiguos viajes están sembrados de situaciones fabulosas, de reinos imaginarios y monarcas ficticios. Leyendas como la de las amazonas, los unicornios, los centauros, de reyes cristianos inexistentes como el Preste Juan o todo un imaginario de seres monstruosos se irán trasmitiendo desde la época clásica plasmándose en obras medievales tan conocidas como el Libro de las maravillas de John Mandeville. Nombres de reinos ficticios, algunos de ellos provenientes de las novelas de caballería, como el de las Californias, las islas Salomón, las Siete Ciudades de Cíbola, la isla Antilla, los Orejones de la Trapobana, o el de los «Patagones» pasarán a las crónicas del Nuevo Mundo descubierto y abrirán paso a la nomenclatura que todavía hoy perdura en las zonas que recorridas por estos viajeros.[3] Como muy bien resume Juan Pimentel en su libro Testigos del mundo: «Al fin y al cabo, un viajero era alguien que había hecho un largo recorrido, alguien que había sufrido penalidades, lo que, en opinión de ciertos autores, les daba cierta licencia para mentir».[4]

Sin embargo, el trabajo que nos ocupa es una estudiada manipulación de texto, mapas y documentación periférica, cuidadosamente elaborada para dar categoría de histórico a algo que no lo fue, pero que tuvo el potencial de haberlo sido. Se trata del descubrimiento y la reclamación nacionalista de la Nueva Francia, así como del estrecho o «paso» que conectaba el Atlántico con al Pacífico. Un «estrecho» que nunca existió, una invención que, de haber sido real, hubiese cambiado la balanza de poder en la geopolítica del momento.

Este trabajo intenta defender la tesis de que la figura y la «carta» de Giovanni da Verrazano fueron inventadas para defender los intereses franceses en la parte septentrional de Norteamérica, entre otras cosas, por la posibilidad de que existiese ese «estrecho» que comunicaba el Atlántico con el Pacífico.[5] La feroz rivalidad entre Francisco I y el emperador Carlos V tampoco ayudó a unas ya tensas relaciones, no sólo en el escenario continental, sino también en el mar, algo que queda notoriamente plasmado en la documentación de archivo, en la que se refleja que, durante los años 1521 y 1525, hubo una enérgica actividad pirática francesa dedicada a apresar naves españolas en aguas atlánticas.[6]

FRANCISCO I Y SU GÉLIDA VENGANZA CONTRA EL EMPERADOR CARLOS V

El florentino Giovanni da Verrazano, al servicio del rey de Francia, está considerado el primero en legitimar la presencia francesa en territorios del Atlántico canadiense en el año de 1524, una década antes de la llegada de Jacques Cartier (1534). Salvo honrosas excepciones, la historiografía nacional e internacional ha dado por hecho de forma acrítica que tanto su «carta» como su «biografía» son veraces. Para los franceses, con Giovanni da Verrazano ocurre algo muy parecido a lo que pasa con los ingleses a propósito del veneciano «John Cabot»: apenas sabemos nada de los dos. Aunque desde el punto de vista geopolítico se trate de figuras indispensables, el legado escrito en el primer caso es más que sospechoso y nulo en el segundo.[7] Tanto Verrazano como Caboto constituyen el punto de partida de una historiografía cuasi legendaria y ambos serán fundamentales a la hora de reclamar y legitimar la presencia de sus dos respectivos países en territorios que anteriormente pertenecieron a las Coronas española y portuguesa.[8] No nos debe extrañar, por lo tanto, que uno de los puentes más famosos de Nueva York, y el más largo de Estados Unidos, esté dedicado a Verrazano. Tampoco que figuras como Charles de Gaulle hayan visitado las tierras por donde estos personajes presuntamente estuvieron, o que hasta el presente exista tensión entre el Canadá anglosajón y el Canadá francés. «Viva el Quebec libre», gritaba el ilustre presidente francés desde el balcón del ayuntamiento, uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad de Montreal, en un emotivo discurso pronunciado un 24 de julio de 1967. Con estas palabras terminaba su famosa proclama: «Viva el Canadá francés y viva Francia».[9] Tampoco sorprende que la reina de Inglaterra visitase, en más de una ocasión, hitos históricamente inexistentes como el punto en que supuestamente desembarcaron durante unas horas los dieciocho tripulantes del Mathew, el barco de John Cabot, en la única parada que hicieron en los tres meses de navegación con el objeto de buscar agua. Incluso llegó a realizarse una réplica de dicho barco para celebrar el quinto centenario de su presunta llegada a «Bonavista» en Terranova, el 24 de junio de 1997.

Bien es sabido que todos los países, imperios o culturas, intentan, si no borrar por completo las huellas de la cultura anterior, al menos sí llevar dicha evidencia a su mínima expresión. Esto es exactamente lo que han intentado los franceses e ingleses con las expediciones portuguesas y españolas contemporáneas a las de Giovanni da Verrazano. Algo parecido a lo que ahora está ocurriendo con los chinos y sus reclamaciones de haber descubierto América en el año 1421.[10]

Se ha dicho que el florentino Giovanni da Verrazzano, o Jean de Verrazano, fue el primer emisario francés en usar la expresión Nouvelle France y que el cartógrafo Vesconte de Maggiolo, que supuestamente le acompañó en su viaje, usó el nombre «Francesca» para nombrar las tierras que había descubierto en América en honor de su rey. Al parecer, en 1524, Verrazano realizó una misión de reconocimiento a lo largo de la costa atlántica de América del Norte en nombre del rey de Francia. Como nos informará unos años más tarde (1586) el explorador René de Laudonniere en su Relación: «Je la diviscray pour plus facile intelligence en trois principales parties: celle qui est vers le pôle Arctique ou septentrion est nommée la Nouvelle France, pour autant que l’an mil cinq cens vingt quatre, Jean Verrazano Florentin fut envoyé par le roy François premier et par madame la régente sa mère aux terres neuves».[11]

No se piense por un momento que la exploración, o la invención de la figura de Giovanni da Verrazano, corresponde a un caso aislado. Durante los primeros años de la segunda década del siglo xvi, los piratas franceses estaban asolando el Caribe español con el beneplácito del rey Francisco I y la guinda para reclamar esos territorios era la creación cuasi burocrática de un personaje que otorgase los derechos de la conquista de Norteamérica a un súbdito del rey francés: Cuando el emperador Carlos envió a su embajador ante el rey de Francia para pedirle explicaciones sobre sus expediciones a Terranova, advirtiéndole cómo con ello estaba contraviniendo tanto la paz que había entre ellos como los privilegios papales otorgados a España y Portugal sobre los nuevos territorios descubiertos y por descubrir en el Nuevo Mundo, Francisco I contestará con su famosa bravata: «quel no enbiava estas naves por romper la guerra ni contravenir a la paz y amistad que con Vuestra Magestad tenía, sino que también le calentava a él el sol como a los otros y que deseava mucho ver el testamento de Adam para saber como rrepartió él el mundo…».[12]

Solo le faltó decir que estaba dispuesto a falsificar las cartas, relaciones, mapas y planisferios que fuesen necesarios para alcanzar su propósito. Esto es exactamente lo que hizo con la carta de Verrazano para reclamar una tierra que pensaba que, por derecho, le pertenecía al menos tanto como a sus homólogos hispanos. Sobre el caso Verraçano, Herrera y Tordesillas escribirá:

Francisco Primero, Rei de Francia, movido de las persuasiones de algunos Vasallos suios, i de la Emulacion del Emperador Don Carlos Quinto, debaxo de cuio auspicio, Dios nuestro Señor mostraba cada dia nuevas Tierras, para maior servicio suio, por ventura cebado de las muestras de las riqueças de las Indias, que llevaban los Cosarios [sic] a su Corte, diciendo: Que no havia criado Dios aquellas Tierras para solos los Castellanos: determino de embiar vn Capitan, llamado Juan Verraçano Florentin, á descubrir, porque los Cosmografos de todas las Naciones se conformaban, que havia otro paso del Mar del Norte, al Mar del Sur, de cuias riquezas corria grandisima fama (tomo II, década 3, libro 6, cap. 9, p. 189).

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