POR SÒNIA HERNÁNDEZ

El mes de marzo de este 2017, el artista mexicano de origen español Vicente Rojo cumplió ochenta y cinco años. Se celebra, pues, uno de esos números redondos que él acoge con la discreción que ha convertido en uno de los pilares de su carácter, rehaciéndose de algunos de aquellos golpes vallejianos, tan fuertes —en el verano de 2016 perdió a su hija, la también artista Alba Rojo—, y sin dejar de trabajar. En el mes de noviembre inaugura en la galería mexicana López Quiroga una exposición en la que mostrará algunos de sus últimos trabajos, «Abecedario».

Vicente Rojo afirma que no podría vivir sin pintar. En mayo de 2015 volvió a sorprender y cautivar —en esta ocasión sí es válido decirlo sin temor a caer en la exageración o en el sentimentalismo— a todo el mundo con su majestuosa exposición «Escrito/Pintado», inaugurada y producida por el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México. La muestra, además de ofrecer un acercamiento a la evolución del trabajo plástico del artista, ahondaba en la relación entre texto e imagen en su producción. De un modo muy efectivo, se sintetizaban y se unían las dos dedicaciones principales con las que Vicente Rojo ha conseguido representar —es decir, dotar de una imagen que la represente ante los ojos— la cultura mexicana de la segunda mitad del siglo xx: el arte y el diseño gráfico.

Ya Federico Álvarez, también exiliado de segunda generación como Rojo, yerno de Max Aub y gran amigo del artista, escribió en 2009 que su actividad podía definirse como «pintar la escritura».[1] Y esa idea fue la que demostró la exposición que comisariaron Cuauhtémoc Medina y Amanda de la Garza, disipando cualquier posibilidad de duda. Vicente Rojo ha sido capaz de dotar de un cuerpo tangible a la literatura y la escritura —como también a la música—, logro que lo convierte en mucho más que un escritor.

Cualquier género literario está presente en la producción artística de Vicente Rojo. Él ha atribuido a su trabajo como diseñador gráfico una capacidad y una función comunicativas encaminadas únicamente a conseguir hacer más claros y más atractivos los mensajes que habían de llegar al receptor. Aunque amplia, vasta, plural, elaborada, exigente, multidisciplinaria e internacional, la cultura que defiende no es la que se entiende como un privilegio o un adorno sofisticado de quienes se creen poseedores de la verdad —como él mismo afirma en su deslumbrante Diario abierto— y lo utilizan para alcanzar un estadio más distinguido. Fruto de su convencimiento sobre la trascendente contribución que suponen la cultura y el conocimiento para la emancipación del individuo, así como de la democratización de los productos culturales, para él es importante que quien mira pueda no ya sólo instruirse, sino también nutrirse. Atendiendo a sus propias palabras, no tenía suficiente con sentirse culturalmente útil, quería serlo, además, también social y políticamente.[2] Por eso era necesario que los carteles hiciesen atractivo el cine, que los periódicos facilitasen la lectura de las noticias y que resultase agradable a la vista la lectura de los libros. De este modo, no tiene sentido distinguir entre la llamada alta cultura y la cultura popular. Más allá de su práctica artística y de sus renovadoras y fundacionales aportaciones al diseño gráfico, entiende el suyo como un trabajo por la cultura que ha de hacer posible el equilibrio entre los intereses individuales y los colectivos, donde todas las ideas sean válidas para crear utopías que permitan el avance.

Si las letras son signos que enlazan con pensamientos e ideas abstractas, el alfabeto con el que Vicente Rojo escribe se compone de un sistema complejo —que nunca complicado— y variado de señales, símbolos y signos mediante los que se accede a una esfera mucho más amplia de lo que muestran las apariencias.

Después de treinta años de trabajo, Vicente Rojo está considerado no sólo un referente, sino también un renovador y, por tanto, un precursor de la profesión del diseño gráfico en México. Algo o mucho de su inventiva está escrito en los carteles, logotipos, imágenes conmemorativas y publicaciones con las que se ha construido la imagen de los agentes culturales y sociales de la segunda mitad del siglo xx en México. Escritores de los que David Huerta, Gonzalo Celorio o José María Espinasa sólo son ejemplos han reconocido que Rojo les enseñó a mirar, a ver y apreciar la cultura. Carlos Monsiváis escribió que el artista de origen catalán organizó el tránsito hacia la nueva percepción.[3] Dejó su huella en suplementos culturales (México en la Cultura, del diario Novedades; y La Cultura en México, de la revista Siempre!), en revistas (Artes de México, Nuevo Cine, Diálogos, Revista de Bellas Artes, Revista de la Universidad de México, Artes Visuales, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Vuelta, Imágenes o México en el Arte) y en diarios (La Jornada).

A pesar de la dificultad que se presenta siempre en el momento de ordenar los afectos y las preferencias, su labor en el sector editorial ocupa un lugar especialmente señalado. Entre las muchas iniciativas que ha llevado a cabo, asegura que lo que más le enorgullece es haber tenido la idea de crear una editorial: Era, con José Azorín y los hermanos Neus, Jordi y Quico Espresate. Los promotores descendían del exilio español, lo que podría haber hecho esperar que el sello se convirtiera en una plataforma para los activos autores transterrados. Sin embargo, mucho más comprometidos con el mundo en el que vivían, más allá de servir como altavoz para los exiliados y el antifranquismo, Era llegó a ser el sello editorial del pensamiento crítico de la izquierda mexicana. De nuevo, con su voluntad de comunicar y de hacer fácil el acceso a la cultura, Vicente Rojo diseñó cerca de setecientos libros y portadas para la editorial. Su intervención resultaba clave en la transfiguración de la obra literaria en un objeto artístico. Por tanto, en el libro convergen los dos lenguajes principales en los que se ha venido dividiendo su trabajo. Allí encuentra un espacio de experimentación artística que, al parecer de Cuauhtémoc Medina,[4] lo situaría en una corriente de artistas que, a partir de los años sesenta en México, investigan en esas posibilidades expresivas. Reconocerlo en un contexto determinado en el que coinciden los intereses de diferentes artistas no menoscaba la independencia que siempre ha caracterizado a Vicente Rojo. Más allá de la potencia plástica o representativa del objeto, la suya es una indagación en los significados del libro como signo en las múltiples manifestaciones que ha ido descubriendo a lo largo de su vida, desde la fascinación suscitada por los libros en la infancia.

La escultura Artefacto, que representa un expositor de libros; los libros-objeto Discos visuales, realizados con Octavio Paz, con quien también llevó a cabo Marcel Duchamp. Libro-maleta; o el Jardín de niños que construyó con José Emilio Pacheco —todas datadas en 1968—: encontramos aquí ejemplos de cómo el artista convierte un proyecto literario en artístico. La representación plástica utiliza todos los mecanismos que tiene a su alcance para ampliar los límites de la idea o el mensaje emitido con palabras en primera instancia. A partir de la observación de prácticas posteriores de creadores de diferentes disciplinas, las propuestas de Vicente Rojo lo colocan si no en un punto destacado y de referencia de una sucesión —por no calificarlo como tradición— de creadores que han encontrado un territorio común en la reflexión alrededor de los significados del libro. La utilización de las obras de Marcel Duchamp, Octavio Paz o José Emilio Pacheco a modo de ready-made o arte encontrado puede alinearse con el uso que Dominique Gonzalez-Foerster ha hecho, más recientemente, en varias de sus instalaciones de la obra de escritores como Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño o W. G. Sebald. El libro como objeto y el contenido que alberga como signo son las obras ya realizadas que los dos artistas integran a su mensaje o bien utilizan como punto de partida. En el caso de Artefacto, de Vicente Rojo, se está reutilizando el significado del objeto como contenido de conocimiento, de fantasía, imaginación y todas esas experiencias culturales y sensoriales a las que se accede a través de las páginas de un libro. En cuanto a las instalaciones de Gonzalez-Foerster, el hecho de que concite los títulos de tres autores concretos, está re-representando el universo de símbolos, imágenes y significados creado por ellos. La narrativa de los escritores escogidos ya no sólo da forma a los acontecimientos o pensamientos que ellos mismos articularon, sino que los nombres casi se han convertido en marcas con su propio posicionamiento y con la promesa de sensaciones y conocimientos cuyo alcance no se limita a quienes los han leído. Mediante un procedimiento similar es como Vicente Rojo consigue acercarnos la imagen o el aspecto que tienen Duchamp y Octavio Paz juntos. Ya no es suficiente con observar la fisonomía de los dos escritores, se trata de sintetizar y concretar en un conjunto de símbolos la apariencia que tienen esos universos creados. Rojo representa o encarna el universo casi infinito que exploran los autores. Y lo hace mediante sus propios signos: los colores y las formas, que serán los encargados de conmover a quien observa para que, mediante la emoción y también la intuición, se acerque a los mensajes emitidos o descubiertos por los autores que fueron el punto de partida. Con sólo este ejemplo se comprende por qué al artista se le reconoce que enseñó a ver la cultura por lo menos a dos generaciones de mexicanos.