El modo en que utilizan Gonzalez-Foerster y Vicente Rojo las obras de los escritores no difiere apenas del uso característico de quien hace una cita o una referencia a una autoridad: se escoge una cita porque su brevedad, su contundencia y su capacidad de revelación hace que funcionen como una obra autónoma. Una frase opera como signo de una realidad mucho más amplia, en la que, en la mayoría de ocasiones, al significado de las palabras se une el significado que aporta el nombre o marca de la persona a la que se le atribuye. A partir de este mecanismo, aunque mucho más sofisticado y enriquecido, el escritor barcelonés Enrique Vila-Matas ha desarrollado toda una obra literaria imprescindible para entender las posibilidades de la evolución de la narrativa en nuestro tiempo.

Si se dan afinidades personales entre Vila-Matas y Vicente Rojo, o Gonzalez-Foerster, o Chus Martínez, es porque se han encontrado en un territorio de reflexión común. En la última novela de Vila-Matas, Mac y su contratiempo, el protagonista quiere reescribir el libro que un día publicara —considerándolo un fracaso— su vecino. La estrategia de la cita se lleva hasta el extremo de querer reescribir, es decir, volver a representar, lo que ha dicho otro. La repetición también fue el tema de la brillante conferencia «Radicalement pas original (Bastian Schneider)», que pronunció en el Collège de France en el marco de Les Grands Conferènces, el 24 de marzo, y en la que también intervino brevemente Dominique Gonzalez-Foerster, que se caracterizó para la ocasión como Franz Kafka primero y después como Marlene Dietrich. El texto constituye un verdadero manifiesto en reivindicación de la repetición, del ejercicio de regresar sobre lo que ya se ha dicho antes para modificarlo, para adaptarlo y proporcionarle un significado nuevo.

Vicente Rojo no sólo trabaja sobre lo que dicen otros para embellecerlo y hacerlo llegar a un público más amplio cuando ejerce como diseñador gráfico. Su práctica artística se ha desarrollado en series signadas por la variación de pinturas, dentro de las cuales todas las obras que formaban parte se reconocían entre sí y dialogaban. Después de sus inicios cercanos a la figuración, a mediados de los sesenta inicia, con Señales, sus series basadas en la rotundidad de las formas geométricas elementales, hasta llegar a la serie Escrituras, en la que se encuentran su impresionante «Casa de letras», que presentó en 2015, y esta nueva culminación que es el Abecedario en el que ha estado trabajado en los últimos años y que presentará en público en el mes de noviembre de este 2017 en la prestigiosa galería de la Ciudad de México López Quiroga.

El artista afirma que ha tardado algunos años en caer en la cuenta de que a través de su investigación en la abstracción geométrica no ha estado sino buscando un alfabeto propio. A partir de los mismos signos, sus repeticiones, sus yuxtaposiciones y sus variaciones se da una gramática que, a su vez, modela la narración que está transmitiendo. En sus series leemos las afirmaciones y constataciones que quieren mostrar alguna verdad esencial que nos remite a un origen, pero que, poco después, se rebaten o se niegan con un leve movimiento o alteración del orden minuciosamente compuesto, sin lugar para las estridencias. Y, por esa misma razón, sus obras se unen con tanta elocuencia a la poesía: consigue crear imágenes poéticas que conmueven al observador y lo encaminan hacia una pregunta o hacia la paradoja de una respuesta infinita, convertida en su rotundidad en un nuevo interrogante.

Mediante la repetición y la constancia, sus formas han ido evolucionando desde la esencia de la geometría, que es reflejo de la naturaleza, a los signos originarios y primitivistas, a partir de los que se construye y se escribe un lenguaje. Renunciando al imperativo de la constante ruptura con lo anterior que generalizaron las vanguardias, se avanza sobre lo realizado para llegar a un punto en el que, paradójicamente, aparece algo nuevo y realmente distinto, que permite transitar por caminos desconocidos que proporcionen nuevos pensamientos y experiencias. Ese camino es el que ha permitido a muchos artistas que han estado encerrados en sus estudios y sus indagaciones sobrevivir en entornos tan agitados como lo son el artístico y el literario en nuestros días. Sobre esa resistencia a la obligación rupturista que asegura la pervivencia de un trabajo más genuino y esencial ha hablado de forma esclarecedora Chus Martínez al comisariar en Barcelona una exposición de Jorge Ferré en septiembre de 2016. En el trabajo de este artista, en series y a partir de la geometría abstracta, pueden establecerse diferentes paralelismos con el de Vicente Rojo.

Sin pertenecer a un mismo grupo generacional, temático o ni siquiera estilístico, sí se puede identificar un nexo común entre diferentes artistas plásticos en cuya práctica se detecta, además de un interés obvio por la literatura, un deseo explícito de llegar a la escritura, como es el caso del genial mexicano. El grabador, pintor, videoartista, poeta y performer Benet Rossell solía calificar buena parte de su obra como diferentes maneras de caligrafía: «Caligrafío la luz». De hecho, en más de una entrevista había declarado que la mejor palabra que se le ocurría para describir su trabajo era arteur. Sus micrografías, de las que compuso millares, también deben interpretarse como los símbolos de un alfabeto infinito.

Aunque pertenece a una generación diferente, Mar Arza también puede ser incluida en ese conjunto de creadores que, partiendo del libro como ready-made, intentan articular una escritura propia. La página en blanco es objeto de reflexión en sus esculturas, a la vez que descompone los papeles, las líneas, las palabras o los interlineados. Las funciones que cada uno de estos elementos desempeñan de ordinario en un libro se alteran para reflexionar sobre su cometido habitual, pero también sobre sus posibilidades fuera de contexto, es decir, cuando crean un nuevo lenguaje a partir del código que proponen al observador. Lo importante es explorar lo que resultaba hasta el momento desconocido para poder obtener un aprendizaje o ampliar el conocimiento.

El deseo de configurar una forma de escritura que devenga un canal de expresión propio, ya sea creando un nuevo alfabeto o bien reescribiendo sobre el trabajo de otros autores, es el rasgo común que une a estos artistas. Por su parte, Vicente Rojo ha sido prolijo en citar a los que han tenido una contribución importante en el desarrollo de su universo estético, como Jasper Johns, Klee, Tàpies o Morandi, entre otros. A algunos los ha citado en sus obras plásticas y sobre otros se ha ocupado en sus escritos. La voluntad de comunicación que él atribuye a su labor como diseñador gráfico también subyace en su pintura y su escultura, como demuestra su serie de cartas y mensajes dirigidos a personajes como Robert Walser, Malcolm Lowry, Alicia Liddell, Mark Rothko o Agnes Martin.

Desde ese territorio que habita entre la literatura y el arte, ha publicado y participado en un gran número de libros. A los libros objeto ya mencionados, realizados en colaboración con Octavio Paz y José Emilio Pacheco, ha seguido una larga serie en la que ha colaborado, especialmente, con poetas. Asegura que siempre que lee un libro de poesía, por desconocido o irregular que sea el autor o la autora, siempre acaba encontrando un verso que le haga pensar que le habría gustado haberlo escrito a él. Sus trabajos han acompañado poemas de, además de Paz y Pacheco, José-Miguel Ullán, David Huerta, Álvaro Mutis, Andrés Sánchez Robayna, Alberto Blanco, Fernando del Paso, Hugo Hiriart o Alfonso Alegre.

Con el médico escritor Arnoldo Kraus, Vicente Rojo ha realizado tres exquisitos libros de artista: Apología del lápiz, Apología del libro y el más reciente, aparecido en 2016, Apología de las cosas. Los tres casos son una muestra evidente de la proximidad entre pintura y literatura y convierten objetos en signos poseedores de un gran significado. Las estrategias comunicativas seguidas con estos objetos se encuentran en la misma línea que otros artistas. El lápiz y el libro actúan de nexo con todo un universo de imágenes, evocaciones y recuerdos. Y, junto a los objetos, las manos que los sostienen, que trabajan y crean con ellos.

Ha escrito Vicente Rojo que sus manos lo representan: «Ellas simbolizan toda mi relación con el mundo».[5] Al escribir, también selecciona con habilidad un conjunto de imágenes de su biografía cargadas de simbolismo y que ayudan a entender la importancia del lápiz y el libro. Ha narrado cómo a la edad de cuatro años le ataron la mano izquierda para que aprendiera a escribir con la derecha. Entonces, su reacción inmediata fue negarse a usar la derecha y dejar de asistir a la escuela. La escena nos sirve también para acercarnos a la crueldad de los años de infancia que, en Barcelona, coincidieron con la guerra y el primer franquismo. Otro recuerdo resulta igualmente dramático e ilustrativo sobre las dificultades que su familia tuvo que superar en la Barcelona de la posguerra, cuando el padre —ingeniero comunista y afiliado al sindicato de la Compañía Barcelonesa de Electricidad, y hermano del jefe del Estado Mayor del Ejército republicano— se exilió en México desde 1939: el de un niño viendo cómo sacan por la ventana de su casa, en un quinto piso, el piano donde sus hermanas tomaban sus lecciones de música: