Un niño de apenas siete años, con gran zozobra y el corazón adolorido, ve salir el piano sujeto de correas por el balcón del quinto piso de su casa. Quizás en ese momento ignoraba lo que estaba sucediendo, quizás lo intuyera. Pero, setenta años después, ese niño piensa que a lo largo de toda su vida su afán más profundo, la raíz de sus desvelos, siempre acompañada de papeles y lápices de colores en las manos, ha sido recuperar ese piano.[6]

La reproducción de su obra Autorretrato (técnica mixta sobre madera, 140 x 140 cm, del 2016) ocupa las páginas centrales del ya mencionado Apología de las cosas. Los ciento cuarenta centímetros del eje vertical se han dividido en franjas o filas regulares que se leen como líneas trazadas sobre algún tipo de cuadrícula, repletas de signos: en este caso los múltiples objetos que el artista ha recopilado para que lo retraten. Se define a sí mismo mediante su trabajo, y todos los objetos están directamente relacionados con su práctica profesional y artística. Si iniciamos la lectura como acostumbramos a hacerlo, en el ángulo izquierdo superior, los lápices ocupan un lugar privilegiado en el inicio de la narración. Volverán a aparecer a lo largo de las líneas, incluso en un lugar casi central, sobre una pizarra, reproduciendo los colores de la bandera republicana. En muchas de las franjas se alternan signos blancos y negros, con lo que no podemos evitar ver también las teclas de un piano. Así, están los lápices y el piano de las dos imágenes en las que se sintetizan la crueldad y la dureza de unas experiencias claves en la búsqueda llevada a cabo por su protagonista a lo largo de su vida.

Arnoldo Kraus deslumbra cuando escribe como quien nombra las cosas por primera vez con un lenguaje esencial y universal para que todo el mundo lo comprenda y forme parte del universo creado. Tal vez su condición de médico —internista, no cirujano, como he afirmado de él en alguna ocasión— juega a su favor en el momento de encontrar las palabras precisas que describen las formas en las que se nos ofrece y se nos va la vida. En el último libro que ha creado con Vicente Rojo, nos enseña hasta qué punto estamos en nuestros objetos, en nuestras cosas, y cómo el Autorretrato de Vicente Rojo no podía tener una única figura.

Después de sus orígenes en la figuración, de los que nunca se manifestó especialmente orgulloso, Rojo vuelve a ella, aunque llevándola a su expresión más extrema: se retrata a sí mismo con una infinidad de figuras de objetos. Y, a través de la obra del artista y del texto de Kraus, el posible lector se retrata también, porque nuestra vida está en nuestras cosas, pero en las pequeñas, las cotidianas, las ínfimas, las que con probabilidad nadie verá porque pertenecen a nuestro espacio más íntimo.

En su constante exploración de la geometría y su rotundidad, con las que pretendía tanto volver a los orígenes como partir de ese punto germinal, las formas de Vicente Rojo han ido evolucionando hasta convertirse en letras, su alfabeto. Como explicaba él mismo en su Diario abierto: «He usado la geometría como un lenguaje: el que está en esos orígenes. Lo que he tratado de hacer es una especie de geometría, respetada por un lado y por otro enriquecida, sometida a nuevas pruebas visuales».[7] El paso siguiente en la serie Escrituras, que inició en 2006, ha sido su Abecedario, y, justo cuando parecía que por fin se establecía el código definitivo que asignaba un significado a cada señal, sorprende con un Autorretrato en el que aparentemente los objetos sustituyen a las letras en su función de signo. Los objetos proyectan palabras, frases enteras y complejas, como también historias en la mente del posible espectador, con lo que de nuevo se vuelve a lo genuino, al origen del lenguaje y su voluntad de señalar los objetos que sintetizan aquello que pretendemos comunicar. En este caso, la representación de la biografía del artista. Cada quien percibirá imágenes y emociones muy distintas —dependerá de su habilidad, su bagaje y de cuánto haya aprendido a ver— ante un autorretrato. Cualquiera puede quedarse con la información estricta que se desprenda: una edad, un sexo, un color de piel, la presencia o no de arrugas, de prótesis o adornos, una manera determinada de mirar o sonreír, etcétera. Pero también podemos indagar e imaginar qué otras personas, vivencias y pensamientos se esconden en esa representación concreta. ¿Nos acercamos —poseemos, de alguna manera— a la persona que fue el retratado en su infancia, en sus ilusiones, sus afanes y sus decepciones? El actor responsable de la representación conserva en su interior todas las escenas que se han ido sucediendo hasta llegar a lo que se es. En el caso de Vicente Rojo, esas escenas están plasmadas en pinturas y esculturas. Él mismo ha contado que considera que la creación de sus obras es similar a como se crea un personaje en una ficción: «Yo me he atrevido a pensar que estas ideas (y lo hago con el gran respeto que tengo por la literatura) podrían corresponder quizás al desarrollo de mis cuadros, cuyas formas, texturas y colores iniciales se van transformando, de manera que con frecuencia el punto de partida, al igual que los personajes de una ficción, se va modificando y a medida que la obra avanza ella misma sigue su propio camino hasta llegar a un final imprevisible».[8]

En 2010, un impresionante e imprescindible libro-catálogo recopilaba el trabajo realizado por el artista hasta aquel momento: Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato. Tanto el título como el subtítulo resultan significativos de la estrecha relación entre texto y expresión plástica en su obra. La historia que nos relata la biografía del artista se interrumpe con puntos suspensivos, mientras que se acompaña de ilustraciones que no son sino imágenes capturadas de esa misma vida que se quiere explicar. Como los lápices, los soldaditos de juguete o los aviones en miniatura, en el deslumbrante Autorretrato de Rojo se encuentran otros objetos que asociamos con la infancia, tanto la del artista como la del observador. Ha pasado el tiempo y todo lo cubre una fina pátina de barniz y polvo, y los objetos conservan su lugar en medio de la estructura de la misma manera que permanecen en el recuerdo. Entonces ya nada es infantil, porque el lápiz se convierte en el instrumento de trabajo del artista que consigue renovar el diseño gráfico de su país y que, con otros creadores, pretende que el arte mexicano salga de la apatía casi mimética en la que se hallaba a mediados del siglo xx:

Me encontré formando parte de un grupo de artistas hoy llamados de la «ruptura», nombre que no me parece afortunado. Creo que más que de ruptura se podría hablar de una apertura, de una búsqueda de nuevos cauces expresivos, de lenguajes visuales heterogéneos. Así lo hicieron Alberto Gironella, Manuel Felguérez, Enrique Echeverría, José Luis Cuevas, Vlady, Lilia Carrillo, Fernando García Ponce, Roger von Gunten o Arnaldo Coen junto con otras figuras destacadas de una generación que se cierra brillantemente con Francisco Toledo. Artistas todos que, con obras sólidamente personales, agitaron el panorama del arte mexicano al desafiar con su propia contrapropuesta la inapelable sentencia de David Alfaro Siqueiros: «No hay más ruta que la nuestra».[9]

 

Había llegado a México con diecisiete años, pero desde el primer momento supo que aquél era su país: «Creo que el origen de todo mi trabajo está en mis dos infancias. La primera, en mi natal Barcelona, hecha de experiencias que fueron bastante difíciles para mí, y la segunda, en 1949 cuando llegué a México y la vida se me iluminó. La luz me deslumbró, y ese deslumbramiento sigue acompañándome hasta la fecha. […] Y, poco a poco, comencé mi formación cultural como un joven mexicano ávido de aprender».[10] Las dos infancias están presentes en su especialísimo Autorretrato. Además de los lápices y el libro como símbolos de los años más difíciles en Barcelona, otra imagen cobra fuerza también para remitirnos a aquella época: la del arco de Triunfo del paseo de San Juan en la capital catalana. Desde lo alto de esa avenida, el niño Vicente Rojo solía otear el mar para ver pasar los veleros. Muchos años después, durante una visita a la ciudad, creyó ver cómo cruzaba el horizonte el mismo que lo hacía en su infancia. La imagen antigua del souvenir del monumento barcelonés nos trae todos esos recuerdos que ya no sólo forman parte del retratado. La otra infancia, la del deslumbramiento mexicano, es la que conduce desde los lápices, el piano y el arco de Triunfo hasta los utensilios de trabajo del diseñador gráfico y del pintor que se alinean en el cuadro: tijeras, reglas, transportadores de ángulos, tiralíneas, catálogos de Pantone, chapas de libros de Era… A sus ochenta y cinco años, todos estos souvenirs hablan de un pasado, de una vida que ha sido trabajo. Las portadas de los libros que se reproducen en las chapas recuerdan su tarea, pero también a sus amigos Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco. Los signos de la biografía se mezclan con aquellos que hablan de su trabajo incansable para la cultura mexicana, hasta el punto de que podría afirmarse, sin miedo a exagerar, que en buena parte de su autorretrato se detectan algunos rasgos comunes con la fisonomía de la cultura mexicana de la segunda mitad del siglo xx. Todos los objetos incluidos en la obra han pasado por las manos del artista, como si los volviera a crear, o como si adquirieran una segunda vida —de la misma manera que él mismo al llegar a México— después de su uso habitual. Ya no interesan sólo por la utilidad que han ofrecido, sino por todo lo que cuentan al ser tocados por el artista. Mucho más importantes que el rostro resultan todas las cosas que testimonian el trabajo realizado, los esfuerzos llevados a cabo para conseguir un mundo en el que todavía sea posible pensar en la utopía. Vicente Rojo siempre ha detestado el culto a la personalidad, y lo demuestra mejor que en ninguna de sus obras en su Autorretrato. La subjetividad del artista queda en un segundo plano, puesto que los objetos hablan por sí mismos. Ha llevado al extremo tanto la figuración como su deseo de que la pintura se convierta en materia. Después de muchos años de investigación, las respuestas saltan a sus ojos a través de lo más inmediato, como quien por fin aprende a ver y a decodificar un alfabeto. Entonces, las cosas recogidas se convierten en arte encontrado o ready-made en una práctica artística similar a la de tantos artistas plásticos y escritores que utilizan las obras de otros creadores para introducir en su propio discurso los significados del objeto añadido.