Todo empezó por la necesidad de formular las leyes del movimiento. Lo primero que hacía falta era un sistema de referencia fijo y la mejor manera de encontrarlo no era buscarlo entre la diversidad de las cosas, sino postularlo. Y eso es lo que hizo Newton en el escolio de la octava definición de los Principia: postular la existencia de un espacio y un tiempo absolutos que permitieran analizar el movimiento respecto a un sistema de referencia inmaterial que no estuviera sometido a desplazamientos o perturbaciones. Lo que importaba no era tanto la naturaleza del tiempo o del espacio sino medir con precisión el movimiento. La solución al problema tuvo importantes efectos en el desarrollo tecnológico y desencadenó la Revolución científica pero generó algunas incógnitas sobre la naturaleza de la mente. Se oyeron algunas protestas de empíricos radicales, pero la eficacia del sistema newtoniano, defendido por la emergente influencia de Kant y Voltaire, acabó reduciéndolas a mera anécdota. Samuel Johnson demostró la existencia de la materia dando una patada a una piedra y el asunto quedó zanjado. Los estados de reposo y movimiento serán medidos a partir de entonces respecto a un sistema absoluto e inmóvil, algo así como un cielo platónico o un testigo inmutable, lo que permitirá a Kant considerar espacio y tiempo como cosas en sí, sin relación con ninguna otra cosa. La ilustración alemana y francesa asumirá de modo general estas premisas que permitirán el dominio epistemológico de la física‑matemática en las disciplinas científicas; el espacio y el tiempo absolutos justifican algo todavía más decisivo: la universalidad de las leyes de la física. Desde entonces el sentido común moderno es presa de lo que podría llamarse la tentación geométrica.
Según este paradigma, ninguna percepción ni ningún conjunto de cuerpos, próximos o lejanos, permite determinar el espacio o el tiempo; ambos son previos y lógicamente anteriores a cuanto acontece o se aloja en ellos, a cualquier forma de vida o sensibilidad. La conciencia pasa a ser condición del espacio y el tiempo en lugar de ser éstos, como afirmaban Berkeley y el budismo, condición de la conciencia. Kant sigue, sin saberlo, presa del sueño dogmático.
Gracias a dicho planteamiento Newton se liberó de dos de sus grandes rivales: Descartes, que seguía la definición aristotélica de lugar, derivada de la noción empírica de contacto, y Leibniz, para el cual espacio y tiempo eran órdenes de coexistencia y sucesión (Bergson dirá duración) no sólo entre cosas y seres reales, sino también entre cosas y seres posibles. De las críticas a posteriori, la de Berkeley fue la más rotunda (Ensayos sobre el entendimiento humano § 97‑99 y, sobre todo, el breve opúsculo De Motu), que lo convirtió, en opinión de Popper, en precursor de Mach. La idea es que no resulta necesario referir las leyes del movimiento a absolutos, basta con hacerlo a algo bastante lejano. El espacio absoluto es un elemento espurio del sistema, pues no constituye un objeto de percepción. Curiosamente Berkeley, conocido por su inmaterialismo, denuncia aquí el inmaterialismo tácito de Newton, que con el tiempo dará pie a la fe positivista.
A medio camino entre estos dos planteamientos encontramos a un genio de la geometría que se opuso tanto al inmaterialismo de Berkeley como a las mónadas de Leibniz, asumiendo la utilidad del planteamiento de Newton pero descartando sus implicaciones filosóficas. Leonhard Euler, que nunca había visto el mar, a los diecinueve años compuso un opúsculo sobre la arboladura de los navíos que fue premiado por la Academia de Ciencias de París, lo que no dejaba de ser sorprendente para un joven nacido en los Alpes y destinado a seguir los pasos de su padre como pastor calvinista. En la Universidad de Basilea recibió lecciones de Jean Bernoulli y se hizo amigo de sus hijos, Daniel y Nicolas, discípulos aventajados de su padre. Con el tiempo los dos serían convocados para formar parte de la Academia de Ciencias de San Petersburgo y Euler les seguiría años después. Allí conoció el esplendor y las miserias del régimen zarista y se dedicó pacientemente a perfeccionar los métodos del álgebra y el cálculo. Se ocupó también de la óptica, las cuerdas vibrantes y la mecánica de fluidos. Jamás ningún geómetra escribió tantas memorias científicas. Abarcó todas las ramas de las matemáticas y ni siquiera la ceguera le impidió proseguir su actividad. Euler será recordado por la elegancia y belleza de sus ecuaciones, entre las que destaca la fórmula de Euler, que descubría un vínculo inédito entre el análisis y la trigonometría. Cualquiera que haya enfrentado un problema algebraico sabe que la sencillez y la elegancia no son meras cualidades estéticas. En matemáticas se cumple lo que decía Adolf Loos de la arquitectura: «Ornamento es delito». Sin un planteamiento sobrio y elegante no es posible la simplificación, y sin ella los árboles no dejan ver el bosque. El sentido de una ecuación sólo es accesible si se elimina todo lo superfluo. La visibilidad matemática requiere importantes dosis de sobriedad.
Pero no son este tipo de hallazgos el motivo de estas páginas. Mientras vivía en Berlín, Euler frecuentó la capilla privada de Friedrich von Brandenburg-Schwedt, un aristócrata amante de la música. Fue el instructor de su hija y entre 1760 y 1762 envió a la joven Friederike Charlotte toda una colección de cartas sobre temas filosóficos y matemáticos, una correspondencia publicada más tarde en francés bajo el título Lettres à une princesse d’Allemagne.[i] El libro fue un éxito inmediato, se tiraron 12 ediciones y al poco tiempo se tradujo al alemán y al ruso en Leipzig y San Petersburgo.Nos centraremos aquí en el tomo segundo, donde Euler se ocupa de la naturaleza de los espíritus. En general su fama como filósofo no fue buena. Maupertuis y D’Alambert lamentaron sus extravíos y su discípulo y colaborador, Nicolas Fuss, encomendó a la posteridad el juicio de sus hipótesis. Otros lo consideraron un mal filósofo precisamente porque era un buen matemático (aunque las figuras de Descartes y Leibniz parecieran desmentirlo). Sea como fuere, en una época que erigía barreras insalvables entre las ciencias, Euler sostuvo que la física y la metafísica debían trabajar unidas. Él conocía a fondo la nueva física‑matemática (de hecho, era uno de sus creadores) y no eran muchos los que se atrevían a examinar sus implicaciones filosóficas.Glosamos a continuación el contenido de algunas de esas cartas:Los materialistas niegan la existencia de almas y espíritus y defienden que la materia tiene la facultad de pensar. Esta creencia es absurda dado que el mundo contiene dos tipos de seres: los materiales y los espirituales, y ambas clases tienen naturalezas completamente diferentes. Los cuerpos se caracterizan por la extensión, la inercia y la impenetrabilidad, mientras que los espíritus piensan, razonan y sienten. No sabemos qué es un espíritu pero es preferible confesar la ignorancia que el torpe planteamiento de los librepensadores. Estas dos clases de seres están ensambladas de una manera íntima y esa ligadura constituye el enigma y la maravilla del mundo. Dicho esto, cuerpos y espíritus no se encuentran al mismo nivel, los segundos constituyen la parte principal del mundo mientras que los primeros se han introducido para su servicio. El alma es activa y puede producir movimientos a su arbitrio. El movimiento de mis dedos me permite escribir estas líneas. El alma actúa sobre las extremidades de mis nervios, pero sería muy burdo compararla con un marionetista. La relación del alma con el cuerpo es mucho más íntima y dicha comparación oscurecería el asunto. Lo mejor es reconocer simplemente que alma y cuerpo están íntimamente unidos pero que ignoramos cómo. Hay muchas teorías sobre el tema, como las causas ocasionales o la armonía preestablecida, que enturbian más que aclaran la cuestión.
Euler descarta la teoría de Descartes, «que perdió crédito pronto», y examina la de Leibniz, que critica por incompatible con la libertad humana. Leibniz sostiene que Dios, habiendo previsto desde el principio las decisiones de cada alma, preparó la máquina del cuerpo de modo que sus movimientos estuvieran de acuerdo con las decisiones del alma. Así, cuando levanto ahora el brazo, Dios, habiendo previsto que querría hacerlo en este instante, dispuso en la máquina de mi cuerpo que levantara la mano. Leibniz comparó el alma y el cuerpo a dos relojes que marcan al mismo tiempo las horas. Cuando el rey quiso informarse sobre ella, un cortesano le explicó que, según esta doctrina, los soldados no eran más que simples máquinas y, cuando algunos desertaban, era como consecuencia necesaria de su estructura, por lo que era un error castigarlos (sería como enfadarse con un péndulo por dar las nueve). El rey mandó desterrar a Wolff de Halle, bajo pena de ser ahorcado si lo encontraban al día siguiente.